En la arena estelar

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: En la arena estelar
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A través de los avatares personales del joven Biron Farrill se resumen la grandeza y la decadencia del imperio galáctico apropiadamente llamado Tyrann, allá en las lejanías de la Nebulosa de la Cabeza de Caballo, a muchos años-luz de la Tierra.

Isaac Asimov

En la arena estelar

ePUB v2.1

adruki
13.09.11

Título original:
The Stars, Like Dust

Isaac Asimov, 1951.

Traducción: Francisco Blanco

Diseño/retoque portada: Editorial Debolsillo/adruki

Editor original: adruki (v1.0 a v2.0)

Corrección de erratas: uyulala, xentaric

ePub base v2.0

A Gertrude, con la cual he estado casado,

muy satisfactoriamente, durante 8 años, 1 mes,

2 semanas, 1 día, 2 horas, 45 minutos y algunos segundos.

1.- El murmullo del dormitorio

Había un tenue murmullo en el dormitorio, casi imperceptible, un ligero sonido irregular, inequívoco y mortífero.

Pero no fue eso lo que despertó a Biron Farrill, arrancándole de un sueño pesado y poco reparador. Volvió inquieto la cabeza de un lado a otro, luchando en vano contra el zumbido en la mesilla de noche.

Extendió torpemente una mano sin abrir los ojos y cerró el contacto.

—Dígame —musitó.

Una voz surgió instantáneamente del receptor. Era áspera y fuerte, pero a Biron le faltó la fuerza de voluntad para reducir el volumen.

—¿Puedo hablar con Biron Farrill?

—Sí, soy yo. ¿Qué desea?

—¿Puedo hablar con Biron Farrill? —repitió la voz con ansiedad.

Los ojos de Biron se abrieron a la densa oscuridad. Se dio cuenta de la desagradable sequedad de su lengua, y del sutil olor que flotaba en la habitación.

—Sí, Farrill al habla. ¿Quién es usted?

Como si no le hubiese oído, su interlocutor insistió.

—¿Hay alguien ahí? Quisiera hablar con Biron Farrill.

Biron se apoyó sobre un codo y contempló el lugar donde se hallaba el visófono. Accionó el control de la visión, y la pequeña pantalla se iluminó.

—Aquí estoy —dijo. Y reconoció las suaves y vagamente asimétricas facciones de Sander Jonti.

—Llámame por la mañana, Jonti.

Se disponía a cerrar nuevamente el aparato, cuando Jonti dijo:

—¡Oiga! ¡Oiga! ¿Hay alguien ahí? ¿No es University Hall, habitación cinco dos seis? ¡Oiga!

De pronto Biron observó que la pequeña luz piloto indicadora del funcionamiento del circuito de emisión estaba apagada. Lanzó un juramento en voz baja y apretó el interruptor, pero éste siguió cerrado. En aquel momento Jonti cortó y la pantalla se convirtió en un simple cuadrado vacío e iluminado.

Biron cerró el aparato. Encorvó el hombro y trató de sumergirse nuevamente en la almohada. Se sentía molesto. En primer lugar, nadie tenía derecho a chillarle en plena noche. Echó un vistazo al reloj cuyas cifras levemente luminosas brillaban sobre la cabecera de la cama: eran las tres y cuarto. Las luces de la casa no se encenderían hasta dentro de cuatro horas.

Además, no le gustaba despertarse en la completa oscuridad de su habitación. El hábito de esos cuatro años no le había curtido lo bastante para acostumbrarle a los edificios del hombre terrestre, estructuras de cemento armado, bajas, gruesas y sin ventanas. Se trataba de una tradición milenaria que databa de los días en que la primitiva bomba nuclear no había sido contrarrestada por la defensa del campo de fuerza.

Pero aquello había pasado. La guerra atómica había infligido lo peor a la Tierra. La mayor parte del planeta era extremadamente radiactivo y estéril. No quedaba nada que perder, y, sin embargo, la arquitectura reflejaba los antiguos temores, de modo que cuando Biron se despertó no había a su alrededor más que una oscuridad total.

Biron se alzó nuevamente sobre el codo. Aquello resultaba extraño. Esperó. No era que hubiese percibido el fatal murmullo del dormitorio. Era algo quizás aún menos perceptible, y desde luego infinitamente menos mortífero.

Echaba de menos el suave movimiento del aire, que uno daba por supuesto, aquella señal de la continua renovación. Trató de tragar saliva y no lo consiguió. La atmósfera parecía haberse hecho opresiva, al tiempo que se daba cuenta de la situación. El sistema de ventilación había dejado de funcionar; ahora verdaderamente se sentía enojado. Y ni siquiera podía usar el visófono para dar cuenta del hecho.

Lo intentó de nuevo, para asegurarse. Apareció el lechoso cuadrado de luz que lanzó una leve reflexión perlina sobre la cama. Funcionaba, pero no emitía. Bien, no importaba. En todo caso, no harían nada para remediarlo antes que se hiciera de día.

Bostezó, buscando a tientas sus zapatillas, mientras se frotaba los ojos con las palmas de las manos. Conque no había ventilación, ¿verdad? Eso explicaba aquel olor raro. Frunció el ceño y olfateó intensamente varias veces. Fue inútil. Se trataba de algo familiar, pero no conseguía identificarlo.

Se dirigió al cuarto de baño y accionó automáticamente el interruptor de la luz, a pesar de que realmente no la necesitaba para servirse un vaso de agua. El interruptor funcionaba, pero la luz no se encendió. Lo probó varias veces, enojado. ¿Acaso no había nada que funcionase? Se encogió de hombros, bebió en la oscuridad, y se sintió mejor. Bostezó de nuevo mientras regresaba al dormitorio, donde probó el interruptor principal. No funcionaba ninguna luz.

Biron se sentó en la cama, colocó sus amplias manos sobre sus fornidos muslos y consideró la situación. Normalmente, una cosa así habría suscitado una fuerte discusión con el personal de servicio. Nadie esperaba un servicio de hotel en un dormitorio universitario, pero, ¡voto al Espacio!, uno habría de poder exigir ciertos mínimos de eficiencia, aunque eso no fuese de importancia vital precisamente ahora. Se acercaba el momento de la graduación y él había terminado. Dentro de tres días se despediría para siempre de la habitación y la universidad de la Tierra: y también de la misma Tierra.

De todos modos, podía informar de la anomalía, sin hacer ningún comentario especial. Podía salir y usar el teléfono del vestíbulo. Quizá le trajesen una luz automática, o incluso le instalasen un ventilador que le permitiese dormir sin sensaciones psicosomáticas de ahogo. Y en caso contrario, ¡al espacio con ellos! Sólo le quedaban dos noches más.

A la luz del inútil visiófono localizó unos pantalones cortos. Se los puso junto con un suéter de una pieza, y decidió que aquello bastaría para su objeto. No se quitó las zapatillas. No había peligro de despertar a nadie, aunque hubiese marchado por los pasillos con zapatos de clavos, puesto que los gruesos tabiques de aquella estructura de hormigón eran casi a prueba de ruidos, pero no veía razón para cambiarse.

Se dirigió a la puerta y tiró de la palanqueta, la cual bajó suavemente, y se oyó el clic indicador de que se había activado la cerradura: con la sola diferencia de que eso no había ocurrido. Y aunque sus bíceps se abultaron con el esfuerzo, no pasó nada.

Se apartó de la puerta: aquello era ridículo. ¿Es que había un corte de luz? No era posible. El reloj funcionaba, y el visiófono seguía recibiendo bien.

¡Un momento! Podían haber sido los muchachos, esas almas benditas. Lo hacían de vez en cuando. Era infantil, naturalmente, pero él mismo había tomado parte en esa clase de bromas pesadas. No hubiese sido difícil, por ejemplo, que uno de sus compañeros se hubiese introducido a escondidas durante el día para organizar el tinglado. Pero no, las luces y la ventilación funcionaban cuando se había acostado.

En ese caso tenía que haber sido durante la noche. El edificio era anticuado. No hacía falta ser un genio de la ingeniería para manipular los circuitos de la luz y de la ventilación, ni tampoco para atrancar la puerta. Y ahora esperarían a la mañana siguiente para ver qué pasaba cuando el buenazo de Biron no pudiese salir. Probablemente le soltarían hacia el mediodía y se reirían mucho.

Biron esbozó una sonrisa de resignación. Bien, si eso era de lo que se trataba, no tenía importancia, pero era preciso hacer algo, tratar de solucionar el desaguisado.

Dio media vuelta y con la puntera golpeó algo que se deslizó por el suelo produciendo un ruido metálico. Apenas si podía distinguir su sombra moviéndose a través de la pálida luz del visiófono. Se agachó y con un movimiento circular exploró el suelo bajo la cama. Extrajo el objeto y lo acercó a la luz. (No eran demasiado listos: debían haber inutilizado el visiófono, en lugar de interferir solamente con el circuito emisor.)

El objeto que sujetaba era un pequeño cilindro con un agujerito en la parte superior. Se lo acercó a la nariz y lo olió. Eso explicaba por lo menos el olor de la habitación. Era hypnita. Naturalmente, los chicos la habían tenido que usar para que no se despertase mientras manipulaban los circuitos.

Biron podía ahora reconstruir paso a paso lo ocurrido. Abrieron la puerta con una palanqueta, cosa sencilla. Quizás habían preparado la puerta durante el día, para que pareciese cerrada, sin estarlo en realidad. No lo había comprobado. De todos modos, una vez abierta, debieron limitarse a poner un bote de hypnita dentro, y volvieron a cerrar. El anestésico saldría lentamente, elevando la concentración hasta dejarle del todo inconsciente. Entonces podían entrar, enmascarados, naturalmente. ¡Espacio! Un pañuelo húmedo era suficiente para cerrar el paso a la hypnita durante quince minutos, y ese tiempo era todo el que se necesitaba.

Aquello explicaba lo ocurrido con el sistema de ventilación. Había que eliminarlo para evitar que la hypnita se dispersase con excesiva rapidez. La eliminación del visiófono le impedía pedir ayuda, y la puerta encallada no le dejaba salir; la ausencia de luces servía para inducir pánico. ¡Qué chicos tan simpáticos!

Biron soltó un gruñido. No podía molestarse demasiado; al fin y al cabo, una broma era una broma. Lo que le hubiese gustado hacer entonces era derribar la puerta y terminar de una vez. Los fuertes músculos de su torso se tensaron ante la idea, pero sabía que era inútil. La puerta había sido construida pensando en sacudidas atómicas. ¡Maldita tradición!

Pero tenía que encontrar alguna manera de solucionarlo. No podía permitir que se saliesen con la suya. Lo primero que necesitaba era una luz, una verdadera luz, y no el resplandor fijo y poco eficaz del visiófono. Eso no era un problema. Tenía una linterna automática en su armario ropero.

Por un momento, mientras manipulaba los controles de la puerta del armario, se preguntó si también la habrían inmovilizado. Pero se abrió sin esfuerzo, y desapareció suavemente en su cavidad de la pared. No había ninguna razón para inmovilizar el armario, y por otra parte no habían tenido mucho tiempo.

En aquel instante, cuando ya tenía la linterna en la mano y se daba la vuelta, toda la estructura de su teoría se hundió en un espantoso momento. Se quedó rígido, su abdomen se endureció, tensándose, y mantuvo la respiración, escuchando.

Por primera vez desde que se había despertado oyó el murmullo del dormitorio. Escuchó la apagada e irregular conversación que mantenía consigo mismo, y reconoció inmediatamente la naturaleza del sonido.

Era imposible no reconocerlo, era «el chasquido mortal de la Tierra»: un sonido inventado hacía mil años.

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