El coche de bomberos que desapareció (4 page)

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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Miró en dirección a la casa, que ahora ardía por todas partes, ferozmente y sin obstáculos. Algunos coches se habían detenido junto a la carretera y la gente, asombrada, empezaba a apearse de ellos. Gunvald los ignoró. Se quitó la gorra chamuscada y la aplicó sobre la frente de la mujer del camisón. Le repitió la pregunta que le había hecho pocos minutos antes:

—¿Tiene usted otro crío?

—Sí, Kristina... su habitación está en el ático.

Y al instante, la mujer rompió a llorar de modo incontrolable.

Gunvald Larsson asintió.

Manchado de sangre y hollín, empapado en sudor y con las ropas desgarradas, estaba allí entre aquellas gentes histéricas, traumatizadas, que gritaban inconscientes, llorando y medio moribundas. Como en un campo de batalla.

Dominando el ruido del fuego se oyó el primitivo aullido de las sirenas.

Y entonces, de pronto, llegaron todos a la vez. Camiones cisterna, escaleras de bomberos, bombas extintoras, coches de la policía, ambulancias, policías motorizados, y oficiales del departamento de bomberos en coches de color rojo.

Y Zachrisson, que exclamó:

—¿Cómo... qué ha ocurrido?

Y en aquel momento el techo se derrumbó y la casa se transformó en un brillante faro crepitante.

Gunvald Larsson miró su reloj. Habían transcurrido diecisiete minutos desde que se quedó solo y medio helado en la colina.

4

En la tarde del jueves, ocho de marzo, Gunvald Larsson estaba sentado en una habitación de la comisaría de policía en Kungsholmasgatan. Vestía un suéter de polo blanco y un traje gris pálido, con bolsillos sesgados. Tenía las dos manos vendadas y el vendaje que le rodeaba la cabeza recordaba extraordinariamente el popular retrato del general Doblen durante la batalla de Jutas en Finlandia. Llevaba además dos parches en la cara y en el cuello. Parte de su pelo rubio peinado hacia atrás había quedado chamuscado, lo mismo que sus cejas, pero sus claros ojos azules tenían su habitual mirada inexpresiva y descontenta.

En la habitación había otras personas. Por ejemplo, Martin Beck y Kollberg, a quienes se había convocado allí desde el Departamento de Homicidios de Västerberga, y Evald Hammar, su superintendente y hasta nueva orden el responsable de la investigación. Hammar era un hombre grande, corpulento, y su espesa mata de pelo se había ido volviendo casi blanca a lo largo de sus años de servicio. Ya había empezado a contar los días que le faltaban para su jubilación, y consideraba cada caso criminal violento como un ataque personal contra él.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Martin Beck.

Como de costumbre, estaba un poco apartado, cerca de la puerta, inclinado y con el codo izquierdo apoyado en el archivador.

—¿Qué otros? —inquirió Hammar, consciente del hecho de que la composición del equipo de investigación era asunto exclusivamente suyo; tenía la influencia suficiente para apoyar a cualquier miembro del cuerpo cuando lo consideraba oportuno.

—Rönn y Melander —dijo Martin Beck sin inmutarse.

—Rönn está en el Hospital Sur y Melander en el lugar del fuego.

Los periódicos de la tarde estaban esparcidos sobre la mesa delante de Gunvald Larsson, que los iba hojeando, irritado, con sus manos vendadas.

—Malditos periodistas —dijo, empujando uno de los periódicos hacia Martin Beck—. Fíjate en esa fotografía.

La fotografía ocupaba tres columnas y reflejaba la imagen de un hombre joven, con gabardina y un sombrero de alas estrechas, que, con expresión preocupada, hurgaba con un bastón entre las ruinas todavía humeantes de la casa de Skölgatan. En línea diagonal y detrás de él, en el extremo izquierdo de la fotografía, estaba Gunvald Larsson, mirando fijamente a la cámara con una expresión asombrada.

—No has quedado muy favorecido esta vez —comentó Martin Beck.

—¿Quién es el chico del bastón?

—Se llama Zachrisson. Es un novato del Distrito Segundo, absolutamente idiota. Lee el pie de la fotografía.

Martin Beck lo leyó.

«El héroe del día, inspector Gunwald Larsson, tuvo una heroica intervención en el incendio de la pasada noche, salvando la vida a varias personas. Aquí puede vérsele examinando los restos de la casa, que quedó totalmente destruida».

—Estos condenados ignorantes no sólo desconocen la diferencia entre derecha e izquierda —murmuró Gunvald Larsson—, sino que...

No dijo nada más, pero Martin Beck sabía a lo que aludía y asintió pensativamente. Además, la ortografía del nombre era incorrecta. Gunvald Larsson miró la fotografía con desprecio y apartó el periódico con el brazo.

—Y yo parezco un retrasado mental —dijo.

—Son los inconvenientes de ser famoso —apuntó Martin Beck.

En contra de su voluntad, Kollberg, que detestaba a Gunvald Larsson, miró de soslayo los periódicos esparcidos sobre la mesa. Todas las fotografías inducían a interpretaciones equivocadas. En todas las primeras páginas aparecían los ojos asombrados de Gunvald Larsson bajo grandes titulares llamativos.

«Hazañas heroicas, héroes y Dios sabe cuántas cosas más», pensó Kollberg con abatimiento.

Estaba sentado, encorvado en la silla, gordo y fofo, con los codos apoyados sobre la mesa.

—¿De modo que nos encontramos en la extraña situación de no saber lo que ocurrió? —preguntó Hammar con severidad.

—No tan extraña —replicó Kollberg—. Yo, personalmente, casi nunca sé lo que está ocurriendo.

Hammar le miró con expresión crítica y le dijo:

—Quiero decir que no sabemos si el fuego fue intencionado o no.

—¿Por qué habría de ser intencionado? —preguntó Kollberg.

—Optimista —comentó Martin Beck.

—Claro que fue intencionado, maldita sea —rezongó Gunvald Larsson—. La casa explotó prácticamente ante mis narices.

—¿Estás seguro de que el fuego empezó en la habitación de ese tal Malm?

—Sí. Así fue.

—¿Cuánto tiempo tuvo la casa bajo observación?

—Yo personalmente, alrededor de una media hora. Y antes que yo, ese cabezota de Zachrisson estuvo allí. ¡Diablos, me estáis haciendo muchas preguntas!

Martin Beck se frotó la nariz con el pulgar y el índice de la mano derecha. Luego dijo:

—¿Estás seguro de que nadie entró ni salió, durante este tiempo?

—Sí, estoy completamente seguro. Lo que ocurrió antes de mi llegada, no lo sé. Zachrisson me dijo que tres personas habían entrado y que nadie había salido.

—¿Se puede confiar en lo que dice?

—No lo creo. Parece bastante tonto.

—No lo dirás en serio, ¿verdad?

Gunvald Larsson le miró furioso y exclamó:

—Pero, ¿qué demonios significa todo esto? Estoy en mi puesto de vigilancia y la casa se incendia. Once personas quedaron atrapadas en el interior y yo conseguí sacar a ocho de ellas.

—Sí, ya me he dado cuenta —dijo Kollberg mirando de reojo los periódicos.

—¿Es seguro que sólo fueron tres personas las que perecieron en el incendio? —preguntó Hammar.

Martin Beck sacó unos papeles del bolsillo interior de su chaqueta y los examinó. Luego dijo:

—Eso parece. Ese hombre llamado Malm, otro llamado Kenneth Roth, que ocupaba el piso de encima de Malm, y Kristina Modig, que vivía en una habitación del ático. Era una niña de unos catorce años.

—¿Por qué vivía en el ático? —preguntó Hammar.

—No lo sé —dijo Martin Beck—. Tendremos que averiguarlo.

—Queda mucho más por averiguar —manifestó Kollberg—. Ni siquiera sabemos si fueron realmente esas tres personas las únicas que murieron. Y además, todo eso de las once personas es sólo una suposición, ¿no es cierto, Larsson?

—¿Quiénes fueron las personas que consiguieron salir? —quiso saber Hammar.

—En primer lugar, no fueron ellas las que lograron salir —replicó Gunvald Larsson—. Yo fui quien las sacó de la casa. Si yo no hubiera estado allí en ese momento, ninguna de esas condenadas personas se hubiera salvado. Y en segundo lugar no escribí sus nombres. Tenía otras cosas que hacer en aquellos momentos.

Martin Beck miró pensativamente al hombre corpulento, envuelto en sus vendajes. Gunvald Larsson solía comportarse con poca corrección, pero una actitud tan ofensiva hacia Hammar sólo podía justificarse como una manifestación de megalomanía, o como el efecto de un fuerte shock.

Hammar frunció el ceño y Martin Beck revolvió sus papeles y dijo para atenuar la tensión:

—Por lo menos yo tengo los nombres aquí. Agnes y Herman Söderberg. Están casados y tienen sesenta y ocho y sesenta y siete años respectivamente. Anna-Kajsa Modig y sus dos hijos, Kent y Clary. La madre tiene treinta años, el niño cinco y la niña siete meses. Además dos mujeres, Clara Berggren y Madeleine Olsen, de diecisiete y veinticuatro años, y un tipo llamado Max Karlsson. Desconozco su edad. Los tres últimos no vivían en la casa, pero estaban allí como invitados. Probablemente en casa de Kenneth Roth, uno de los que murió en el incendio.

—Ninguno de esos nombres significa nada para mí —dijo Hammar.

—Ni para mí —confesó Martin Beck.

Kollberg se encogió de hombros.

—Roth era un ladrón —dijo Gunvald Larsson—, Söderberg un borracho y Anna-Kajsa Modig una prostituta. Si eso os sirve de consuelo.

El teléfono sonó y Kollberg contestó. Cogió el bloc de notas y sacó un bolígrafo del bolsillo superior de su americana.

—¡Ah, eres tú! Sí, estamos en ello.

Los otros le miraban en silencio. Kollberg colgó el aparato y dijo:

—Era Rönn. La situación es ésta: Madeleine Olsen probablemente no sobrevivirá. Tiene quemaduras del ochenta por ciento, además de conmoción y fractura múltiple en el fémur.

—Era pelirroja en todas partes —dijo Gunvald Larsson.

Kollberg le miró fijamente y continuó:

—El viejo Söderberg y su mujer padecen una intoxicación producida por el humo, pero tienen bastantes posibilidades de recuperación. Max Karlsson sufre quemaduras del treinta por ciento y sobrevivirá. Carla Berggren y Anna Modig no han sufrido daños físicos, pero las dos padecen un fuerte shock, igual que Karlsson. Ninguno de ellos está en condiciones de ser interrogado. Sólo los dos niños están perfectamente bien.

—¿De modo que puede tratarse de un incendio corriente? —inquirió Hammar.

—Cuentos —gruñó Gunvald Larsson.

—¿No crees que deberías irte a casa y meterte en la cama? —dijo Martin Beck.

—Eso es lo que tú quisieras, ¿verdad?

Diez minutos después apareció Rönn. Miró a Larsson con asombro y le dijo:

—¿Qué demonios estás haciendo aquí?

—Pregúntaselo a ellos —replicó Gunvald Larsson.

Rönn miró a los demás con aire de reproche.

—¿Os habéis vuelto locos? —exclamó—. Bueno, Gunvald, vámonos ya.

Gunvald se levantó dócilmente y se dirigió hacia la puerta.

—Un momento —le atajó Martin Beck—. Sólo una pregunta. ¿Por qué estabas vigilando a Göran Malm?

—No tengo la menor idea —contestó Gunvald Larsson, y se fue.

Un silencio asombrado reinó en la habitación.

Minutos después, Hammar gruñó algo incomprensible y abandonó el cuarto. Martin Beck se sentó, cogió un periódico y empezó a leer. Treinta segundos más tarde, Kollberg siguió su ejemplo. Estuvieron sentados así, en silencio, hasta que Rönn regresó.

—¿Qué has hecho con él? —preguntó Kollberg—. ¿Llevarlo al zoo?

—¿Qué quieres decir? —dijo Rönn—. ¿Hacer con él? ¿Con quién?

—Con el señor Larsson —repuso Kollberg.

—Si te refieres a Gunvald, está en el Hospital del Sur con una conmoción. No se le permitirá hablar ni leer durante varios días. ¿Y de quién es la culpa?

—Bueno, mía no —contestó Kollberg.

—Sí que lo es. Tengo ganas de darte un puñetazo.

—No te quedes ahí gritándome —dijo Kollberg.

—Puedo hacer algo mejor —aseguró Rönn—. Siempre te has portado como un grosero con Gunvald. Pero esto ya pasa de la medida.

Einar Rönn era de Norrland, un hombre tranquilo y amable, que normalmente no solía perder la calma. Durante su larga relación de quince años, Martin Beck no le había visto nunca enfadado.

—Vamos, me alegra que tenga al menos un amigo —dijo Kollberg en tono sarcástico.

Rönn dio un paso hacia él apretando los puños. Martin Beck se levantó ágilmente, se interpuso entre los dos y, dirigiéndose a Kollberg, le dijo:

—Déjalo ya, Lennart. No compliques más las cosas.

—Tú no eres mucho mejor que él —dijo Rönn dirigiéndose a Martin Beck—. Sois un par de tipos apestosos.

—Eh, vamos a ver, ¿qué diablos...? —rezongó Kollberg enderezándose.

—Tranquilízate, Einar —ordenó Martin Beck a Rönn—. Tienes razón, debimos darnos cuenta de que le pasaba algo.

—Lo mismo pienso yo —dijo Rönn.

—Yo no advertí ninguna diferencia —adujo Kollberg con aire desenfadado—. Probablemente, uno tiene que estar al mismo nivel intelectual para...

La puerta se abrió y entró Hammar.

—Tenéis un aspecto muy especial —dijo—. ¿Qué ocurre?

—Nada —contestó Martin Beck.

—¿Nada? Einar parece una langosta hervida. ¿Es que tenéis ganas de pelearos? Nada de brutalidad policíaca, por favor.

El teléfono sonó y Kollberg cogió rápidamente el receptor como un hombre a punto de ahogarse se agarra a una tabla de salvación.

Lentamente, la cara de Rönn recobró su color habitual. Sólo su nariz conservó el tono rojizo, pero la verdad es que éste era su aspecto normal.

Martin Beck estornudó.

—¿Cómo diablos voy a saber yo eso? —dijo Kollberg al teléfono—, ¿A qué cadáver te refieres? —colgó el aparato, suspiró y explicó—: Algún idiota de los laboratorios de medicina quería saber cuándo se van a poder trasladar los cadáveres. Y a propósito, ¿existen en realidad estos cuerpos?

—¿Alguno de ustedes, caballeros, ha estado por casualidad en el lugar del fuego, si me permiten preguntarlo? —preguntó Hammar en tono agrio.

Nadie contestó.

—Quizás una visita de inspección no estuviera de más —sugirió Hammar.

—Yo tengo un trabajo que terminar en mi despacho —dijo Rönn, vagamente.

Martin Beck se dirigió a la puerta. Kollberg se encogió de hombros, se levantó y le siguió.

—Debe de tratarse de un incendio corriente —dijo Hammar para sí, con la mayor testarudez.

5

El lugar del incendio estaba de tal modo rodeado de vallas que desde fuera sólo podían verse policías uniformados. En el momento en que Martin Beck y Kollberg bajaron del coche, dos de ellos se les acercaron.

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