El coche de bomberos que desapareció (3 page)

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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Debajo de él, en el ala derecha de la planta baja, vivía la persona que Gunvald Larsson estaba vigilando. Sabía cómo se llamaba y cómo era. Pero, curiosamente, no tenía la menor idea del motivo por el que le habían ordenado vigilarle.

Las cosas habían ocurrido más o menos de la siguiente manera: Gunvald Larsson era el tipo de persona a quien los periódicos califican en sus momentos de exaltación de «investigador nato del asesinato», y como en esa ocasión no había ningún crimen especial que investigar, además de sus ocupaciones habituales, le habían destinado a otro departamento como responsable de este asunto. Le habían adjudicado un grupo de cuatro hombres, elegidos al azar, y le habían dado unas instrucciones concretas: no perder de vista al hombre en cuestión, vigilar que no le ocurriera nada y tomar nota de las personas con las que pudiera tener algún contacto.

No se había molestado en averiguar de qué se trataba todo aquel asunto. Probablemente de drogas. Todo parecía relacionarse con las drogas actualmente.

La guardia duraba ya diez días y la única cosa que había podido observar respecto al hombre en cuestión era que había recibido una tarta y unas cuantas botellas de licor.

Gunvald Larsson miró su reloj. Eran las once y nueve minutos. Faltaban ocho minutos.

Bostezó y levantó los brazos para golpearse el cuerpo y entrar en calor.

En aquel preciso momento la casa explotó.

3

El fuego empezó con una explosión ensordecedora. Las ventanas del apartamento de la planta baja a la derecha volaron, y gran parte del gablete pareció ser arrancado de la casa, mientras por las vidrieras rotas se escapaban grandes llamas de un azul blanquecino. Gunvald Larsson se quedó en lo alto de la colina con los brazos extendidos como una estatua del Salvador, mirando fijamente, inmóvil, lo que ocurría al otro lado de la carretera. Pero sólo durante un instante. Luego se precipitó, resbalando cuesta abajo, maldiciendo, atravesó la calle y se dirigió hacia la casa. Mientras corría, las llamas fueron cambiando de color y de forma: se tiñeron de color anaranjado y empezaron a lamer con avidez hacia arriba, a lo largo de las tablas. Tuvo la impresión de que también el tejado había empezado a ceder sobre el lado derecho de la casa, como si parte de los mismos cimientos hubieran sido sacudidos violentamente. El apartamento de la planta baja llevaba varios segundos ardiendo, y antes de que él llegase a los escalones exteriores, delante de la puerta de entrada, en la habitación de encima prendieron también las llamas.

Abrió la puerta de golpe y vio en seguida que era demasiado tarde. La puerta de la derecha del vestíbulo se había desprendido de sus goznes y bloqueaba el paso de la escalera. Ardía como un leño gigantesco, y el fuego empezaba a extenderse hacia arriba por la escalera de madera. Una ola de intenso calor le alcanzó y retrocedió tambaleándose, chamuscado y cegado, hasta los escalones exteriores. Del interior de la casa llegaban gritos desesperados de seres humanos aterrorizados y dolientes. Según sus noticias, en el edificio se hallaban por lo menos once personas, atrapadas sin esperanza en aquella trampa mortal. Probablemente algunos de ellos estaban ya muertos. Lenguas de fuego salían disparadas de las ventanas del primer piso como de un soplete.

Gunvald Larsson miró rápidamente a su alrededor para ver si había alguna escalera o alguna otra cosa que pudiera ayudarle. No se veía nada.

Una ventana del primer piso se abrió de repente y a través del humo y de las llamas le pareció entrever una mujer o más bien una niña que estaba chillando histéricamente. Con ambas manos hizo bocina ante la boca y gritó:

—¡Salte! ¡Salte a su derecha!

La joven estaba de pie sobre la repisa de la ventana, vacilante.

—¡Salte! ¡Ahora! ¡Tan lejos como pueda! ¡Yo la cogeré!

La muchacha saltó. Llegó dando vueltas por el aire en dirección hacia él y Gunvald consiguió atrapar el cuerpo que se le venía encima, con su brazo derecho entre las piernas de ella y el izquierdo alrededor de sus hombros. No pesaba demasiado, quizá 45 o 50 kilos, y la cogió hábilmente, sin que llegara a tocar el suelo. En cuanto la tuvo en sus brazos, dio rápidamente media vuelta para protegerla del fuego que seguía rugiendo, avanzó tres pasos y la depositó en tierra. La joven apenas tenía diecisiete años. Estaba desnuda y todo su cuerpo temblaba mientras gritaba y sacudía la cabeza de un lado para otro. Aparte de esto, no parecía haber sufrido ningún daño.

Cuando se volvió de nuevo, había otra persona en la ventana, un hombre envuelto en una especie de sábana. El fuego seguía ardiendo con más fuerza cada vez, el humo brotaba a lo largo del borde del tejado, y en la parte derecha de la casa las llamas habían empezado a salir a través de las tejas. «Si ese maldito departamento de bomberos no acude pronto...», pensó Gunvald Larsson; y se acercó al fuego tanto como pudo. Se oía el crujir y el chirriar de la madera ardiendo, y sobre su cara y su chaqueta de piel de cordero caían chispas ardientes que lentamente iban quemándose y extinguiéndose.

Gritó tan fuerte como pudo para hacerse oír por encima del rugido del fuego.

—¡Salte! ¡Tan lejos como pueda, hacia la derecha!

En el momento en que el hombre saltó, el fuego prendió en el trozo de tela en el que iba envuelto. El hombre lanzó un grito penetrante al caer, y trató de desprenderse de la sábana llameante que le envolvía. Esta vez el descenso no fue tan afortunado. El hombre era mucho más pesado que la joven y se retorció al caer; con su brazo izquierdo golpeó el hombro de Gunvald Larsson y cayó pesadamente, chocando su propio hombro contra los guijarros del suelo. En el último instante, Gunvald Larsson consiguió colocar su enorme mano izquierda bajo la cabeza del hombre, evitando así que se abriera el cráneo. Le dejó en el suelo y apartó la sábana ardiente, quemándose, al hacerlo, los guantes. El hombre también estaba desnudo, exceptuando un anillo de oro de matrimonio. Se quejaba de un modo horrible y murmuraba entre sus quejidos con voz gutural, semejante a la de un chimpancé imbécil. Gunvald Larsson le hizo rodar unos cuantos metros más lejos, y le dejó echado sobre la nieve, más o menos a salvo de las maderas ardientes que seguían cayendo. Al darse la vuelta, una tercera persona, una mujer con un sujetador negro, saltó del apartamento de la derecha que estaba ya en llamas. Su pelo rojizo ardía y cayó demasiado cerca de la pared.

Gunvald Larsson se precipitó en medio de los tablones ardientes y del andamiaje de madera y la arrastró alejándola de la zona más peligrosa, apagó el fuego de su pelo con nieve, y la dejó echada en el suelo. Se dio cuenta de que la mujer se había quemado gravemente y ella continuó chillando y retorciéndose de dolor. Era evidente que también había caído mal, ya que una de sus piernas extendidas formaba con su cuerpo un ángulo enteramente anómalo. Era algo mayor que la otra mujer; quizá tendría unos veinticinco años, y era pelirroja, incluso entre los muslos. La piel de su estómago, pálida y fláccida, estaba curiosamente intacta; la cara, las piernas y la espalda eran las partes más dañadas, y también la piel entre sus senos, donde el sostén, al arder, había producido una quemadura profunda.

Cuando por última vez levantó los ojos hacia el apartamento del primer piso, vio una figura fantasmagórica que, ardiendo como una antorcha, en una patética espiral, desapareció con los brazos levantados por encima de la cabeza. Gunvald Larsson supuso que era el cuarto miembro de la reunión y comprendió que ya no había ayuda humana capaz de salvarle.

Las llamas habían alcanzado el ático y también las vigas del tejado bajo los ladrillos. Un humo cada vez más denso iba ascendiendo y se oían los crujidos del maderamen incendiado. Las ventanas situadas en el extremo izquierdo del primer piso se abrieron de pronto y alguien gritó pidiendo auxilio. Gunvald Larsson se precipitó y vio a una mujer con un camisón blanco inclinada sobre la repisa de la ventana, con un envoltorio apretado contra el pecho. Un niño. El humo salía a raudales por la ventana abierta, pero parecía probable que no hubiese llegado todavía el fuego al apartamento, o al menos a la habitación donde estaba la mujer.

—¡Socorro! —gritó desesperadamente.

Como el fuego no era tan intenso en esta parte de la casa, Gunvald pudo acercarse más a la pared, casi justo debajo de la ventana.

—¡Eche al niño! —gritó.

La mujer lanzó al niño inmediatamente, sin vacilar un segundo, hasta el punto que le pilló desprevenido. Vio el envoltorio que se le venía encima y en el último instante extendió los brazos y lo cogió con las manos, casi como un portero de fútbol que para una pelota imprevista. El niño era muy pequeño. Gemía suavemente, pero no lloraba. Gunvald Larsson se quedó con él en los brazos durante unos segundos. No tenía ninguna experiencia con niños, y ni siquiera recordaba haber tenido alguno en sus brazos antes de ahora. Por un momento temió haber sido demasiado rudo con él y haberlo aplastado. Luego se apartó unos pasos y depositó el envoltorio en el suelo. Mientras se inclinaba sobre él, oyó unos pasos presurosos y miró hacia arriba. Era Zachrisson, jadeando y con la cara enrojecida.

—¿Qué? —dijo—. ¿Cómo...?

Gunvald Larsson le miró sin pestañear y dijo:

—¿Dónde demonios está el coche de bomberos?

—Debería estar aquí... Quiero decir... que vi el fuego desde Rosendlundsgatan, y telefoneé...

—Entonces, por Dios Santo, ¡regresa corriendo y trae el coche de bomberos y la ambulancia aquí!

Zachrisson dio media vuelta y echó a correr.

—¡Y la policía! —vociferó Gunvald Larsson tras él.

La gorra de Zachrisson cayó al suelo y él se detuvo para recogerla.

—¡Idiota! —gritó Gunvald Larsson.

Luego regresó hacia la casa. Toda la parte derecha se había convertido en un infierno rugiente y el piso del ático parecía arder también. De la ventana a la que se había asomado la mujer con el niño en brazos salía cada vez más humo y de nuevo apareció la mujer con otro niño, un niño de unos cinco años y de cabellos rubios, con un pijama azul floreado. La mujer arrojó al niño tan rápida e inesperadamente como la vez anterior, pero Larsson estaba preparado y cogió al niño sano y salvo entre sus brazos. Curiosamente, el niño no parecía asustado en absoluto.

—¿Cómo te llamas? —le gritó el niño.

—Larsson.

—¿Eres bombero?

—Por Dios, ¡apártate de aquí! —dijo Gunvald Larsson, dejando al niño en el suelo.

Miró de nuevo hacia arriba y una teja, al caer, le golpeó la cabeza. La teja estaba ardiendo y a pesar de que el gorro de piel amortiguó el golpe, durante unos instantes todo se oscureció a su alrededor. Sintió el dolor de las quemaduras en la frente y la sangre que le corría cara abajo. La mujer del camisón había desaparecido. Probablemente, pensó Larsson, para ir en busca del tercer niño. En efecto, en aquel momento la mujer reapareció en la ventana con un gran perro de porcelana en las manos que arrojó en el acto. El perro cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Al cabo de un momento, saltó ella. Esta vez la cosa no fue tan bien. Gunvald Larsson estaba situado directamente en la línea de caída de la mujer, y al recibir el impacto de su cuerpo cayó a su vez con la mujer sobre él. Se dio un golpe en la parte trasera de la cabeza y en la espalda, pero consiguió levantar a la mujer y quitársela de encima. Luego se puso en pie lentamente. La mujer no parecía estar herida, pero sus ojos tenían una mirada fija y vidriosa. Gunvald la miró y le dijo:

—¿No tiene usted otro niño?

Ella le miró fijamente, luego se enderezó y empezó a gemir como un animal herido.

—Vaya allí y cuídese de los otros dos —ordenó Gunvald Larsson.

El fuego se había apoderado ya de todo el primer piso y las llamas empezaban a salir por la ventana desde la que había saltado la mujer. Pero los dos ancianos estaban todavía en el apartamento del lado izquierdo de la planta baja. Evidentemente, el fuego no había empezado todavía allí, pero ellos no habían dado señales de vida. Probablemente el apartamento estaba lleno de humo, y era sólo cuestión de momentos que el techo cediera.

Gunvald Larsson miró a su alrededor en busca de alguna herramienta y vio una piedra enorme unos metros más allá. Estaba helada y hundida en la tierra pero consiguió desprenderla. La piedra pesaba al menos quince o veinte kilos. La levantó sobre su cabeza y con los brazos extendidos la lanzó con todas sus fuerzas contra la ventana del apartamento del extremo izquierdo en la planta baja, haciendo añicos el marco de la ventana, que se deshizo en una lluvia de astillas de cristal y madera. Se arrastró hasta el antepecho de la ventana, se apoyó en un porticón que cedió y en una mesa que se derrumbó, y fue a parar al suelo de la habitación, donde el humo era espeso y sofocante. Tosió y se tapó la boca con la bufanda de lana. Luego arrancó la persiana y miró alrededor. El fuego rugía y al resplandor tembloroso de las luces del exterior distinguió una figura que yacía en un montón informe en el suelo. Era indudablemente la anciana. La levantó, transportó el débil cuerpo hasta la ventana, la cogió por debajo de los brazos y la depositó cuidadosamente en el suelo, donde ella volvió a acurrucarse contra la pared maestra. Parecía estar viva pero apenas consciente.

Respiró hondo y volvió al apartamento, arrancó la persiana de la otra ventana y destrozó la ventana con una silla. El humo se elevaba ligeramente, pero por encima de él el techo empezaba a combarse y alrededor de la puerta del vestíbulo iban apareciendo lenguas de fuego de color anaranjado. No tardó más de quince segundos en encontrar al hombre. No había conseguido salir de la cama, pero estaba vivo y tosía débilmente, lastimeramente.

Gunvald Larsson apartó la manta, se echó el anciano sobre los hombros, atravesó la habitación y saltó entre una cascada de continuas chispas. Tosía ásperamente y apenas podía ver la sangre que se le escurría desde la herida de la frente, mezclándose con el sudor y las lágrimas.

Con el viejo todavía a cuestas, arrastró a la anciana y los depositó uno al lado del otro en el suelo. Luego examinó a la mujer para comprobar si todavía respiraba. En efecto, estaba viva. Se quitó la chaqueta de piel de cordero, le arrancó unas cuantas brasas que habían quedado adheridas, la utilizó para cubrir a la joven desnuda que continuaba lanzando sus gritos histéricos, y la llevó junto a los otros. Se quitó también la chaqueta de tweed y cubrió con ella los dos niños; dio la bufanda de lana al hombre desnudo, que inmediatamente se la enrolló alrededor de las caderas. Por último se acercó a la mujer pelirroja, la levantó y la llevó al lugar de la reunión. Despedía un olor repulsivo y lanzaba gritos terribles.

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