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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (22 page)

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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Se pidió que si alguien sabía algo acerca de un coche azul Prefect repintado en 1951 y que no constaba en ningún registro desde 1964, se presentase a la policía. Nadie dio señales de vida. Cosa por otra parte bastante natural, si se piensa que todo el país se estaba convirtiendo rápidamente en un cementerio de coches desechados, en el que los maltrechos y viejos vehículos descansaban amortajados entre los humos venenosos de sus sucesores.

Månsson guardó los informes y salió de su despacho, y también de la comisaría. Con la cabeza baja, cruzó diagonalmente Davidshallstorg en dirección a la tienda de licores.

Iba pensando en el cadáver ahogado.

Månsson era a la vez un hombre casado y un soltero. Él y su mujer habían empezado a no tolerarse mutuamente diez años atrás, cuando su hija se casó con un ingeniero sudamericano y se fue al Ecuador. Månsson se buscó un apartamento de soltero en Regementsgatan cerca de Fridhemstorget y vivía la mayor parte del tiempo allí, pero cada viernes por la noche iba a casa de su mujer y se quedaba hasta el lunes por la mañana. Era una combinación acertada, pensaba Månsson. Todos los enfados desaparecieron y durante la segunda mitad de la semana los dos esperaban con gusto su week-end de vida matrimonial.

A Månsson le gustaba sentarse en su vieja butaca hundida, y beberse una o dos copas antes de irse a la cama. Esta noche del lunes hizo lo mismo. La noche del lunes era otro de los momentos cumbre de la semana. No sólo porque estaba cansado de su vieja esposa y sabía que no tendría que verla hasta el viernes, aunque estaría esperando ya verla de nuevo el miércoles, sino porque además sólo había bebido cerveza suave en sus comidas durante los últimos tres días. El alcohol estaba prohibido en casa de su mujer.

Mezcló su tercer Gripenberger y volvió a pensar en el cadáver ahogado.

Un Gripenberger consiste en una pizca de ginebra, una botella de soda de uva y hielo picado. Un oficial de caballería sueco-finlandés, que se llamaba Gripenberg, le había enseñado a prepararlo en Villmanstrand, justo después de la guerra, cuando el zumo de uva era todavía la única bebida, y desde entonces se había aficionado a beberla.

Månsson había estado implicado en numerosos casos de asesinato, pero no recordaba ninguno que tuviera alguna semejanza con el del hombre muerto en el coche. Era evidente que se trataba de un asesinato deliberado. Y además el asesino había utilizado un arma tan efectiva como sencilla, casi imposible de localizar y nada sensacionalista. Piedras redondas se pueden encontrar en cualquier parte y el hecho de poseer un calcetín negro, francés, es algo que no despierta fácilmente la atención de nadie.

El hombre que estaba en el coche había sido asesinado de un solo golpe. Luego el asesino había metido el cuerpo en un viejo coche abandonado y lo había arrojado al agua.

Con el tiempo, probablemente se lograría descubrir la identidad de la víctima, pero Månsson tenía la desagradable sensación de que esto no preocuparía demasiado al asesino. El caso parecía incómodo y difícil de resolver. Månsson tenía la impresión de que no se pondría en claro antes de que transcurriese bastante tiempo. Si es que llegaba a suceder.

22

Doris Mårtensson regresó a su casa la noche del sábado, 20 de abril.

El lunes siguiente, a las ocho de la mañana, estaba de pie, contemplándose en el gran espejo de su dormitorio, admirando el bronceado de su piel y pensando en la envidia que iba a despertar entre sus compañeras de trabajo. En el muslo derecho tenía la marca de un mordisco amoroso y otras dos en su pecho izquierdo. Mientras se abrochaba el sujetador, iba pensando que durante la próxima semana tendría que ocultar estas huellas de su cuerpo, para evitar preguntas indiscretas y sus correspondientes explicaciones.

El timbre de la puerta sonó. Se puso el vestido por la cabeza, metió los pies en sus zapatillas y fue a abrir. El marco de la puerta estaba bloqueado por un gigantesco hombre rubio, que vestía un traje de tweed y un abrigo abierto y corto, deportivo.

La miró fijamente con sus ojos azul porcelana y dijo:

—¿Qué le ha parecido Grecia?

—Espléndida.

—¿No sabe usted que la Junta Militar griega permite que miles de personas se pudran en las cárceles políticas y que tortura a la gente hasta matarla, cada día? ¿Que cuelgan a las mujeres del techo en ganchos de hierro, y les queman los pezones con cuchillos de acero eléctricos?

—Nadie piensa en esas cosas cuando hace sol y todo el mundo baila y es feliz.

—¿Feliz?

Ella le miró con admiración y pensó cuánto debía favorecerla el contraste de su piel tostada con su vestido blanco. Era un verdadero hombre, eso saltaba a la vista. Grande y fuerte y rudo. Quizás algo brutal; perfecto.

—¿Quién es usted? —le preguntó con interés.

—Policía. Mi nombre es Larsson. A las once de la noche del siete de marzo de este año, usted recibió una falsa alarma por teléfono. ¿La recuerda?

—Sí, desde luego. Recibimos pocas veces falsas alarmas. De Ringvägen, en Sundbyberg.

—Muy bien. ¿Qué le dijo la persona que llamó?

—«Hay un incendio en una casa, en el treinta y siete de Ringvägen. En el entresuelo.»

—¿Era una mujer o un hombre?

—Un tío.

—¿Dijo algo más?

—No, sólo eso.

—¿Está segura de las palabras exactas?

—Sí, completamente.

Larsson sacó de su bolsillo varios trozos sueltos de papel y un bolígrafo y anotó algo.

—¿Observó usted algo más?

—Sí, cantidad de cosas.

El hombre pareció sorprendido, frunció el ceño y se quedó mirándola fijamente, con una mirada ávida en sus ojos azules. No podía negarse que los hombres suecos tenían algo especial, después de todo. Lástima de sus dichosas señales. Pero quizás él fuese un tipo sin prejuicios.

—Veamos. ¿Qué cosas eran?

—En primer lugar, llamaba desde un teléfono público. Oí el chasquido de la moneda antes de que le conectaran la llamada. Probablemente llamaba desde una cabina telefónica en Sundbyberg.

—¿Qué le hace suponer eso?

—Bueno, porque el sistema antiguo de llamadas todavía se utiliza en alguna de las cabinas de esa zona, a través de una línea directa con nosotros. En otras partes están intentando que ahora todas las llamadas se hagan con el número de emergencia. Al Centro de Alarma del Gran Estocolmo. ¿Comprende?

El hombre asintió y escribió en su trocito de papel.

—Pero yo repetí la dirección y luego dije: «¿Aquí en la ciudad? ¿Quiere decir, en Sundbyberg?» Entonces me dispuse a preguntarle su nombre y todo eso.

—¿Pero no lo hizo?

—No. El sólo dijo «Sí» y colgó el auricular. Parecía tener prisa. Pero las personas que llaman para notificar un incendio suelen estar alteradas y nerviosas.

—¿Así que él la interrumpió?

—Sí. Creo que no tuve tiempo ni de pronunciar el nombre de Sundbyberg.

—¿No?

—Bueno, lo dije. Pero él me interrumpió a media frase y dijo «Sí» y colgó el aparato. Por eso dudo que lo oyera.

—¿Sabía usted que al mismo tiempo había, en efecto, un incendio en la misma dirección, pero en Estocolmo?

—No. Había un incendio importante en Estocolmo a aquella hora. Recibí un aviso anunciándomelo desde la Central de Alarma unos diez o doce minutos después. Pero era en Sköldgatan. —Le lanzó una mirada penetrante y le dijo—: Dígame, ¿no es usted el tipo que salvó a todas aquellas personas de la casa incendiada?

El no contestó y después de una pausa ella continuó:

—Sí, era usted. Le reconozco por las fotografías. Pero no me imaginaba que fuera usted tan alto.

—No hay duda de que tiene usted buena memoria.

—En cuanto supe que era una falsa alarma, intenté recordar aquella conversación. Casi siempre, la policía se interesa por estos casos después. La policía de aquí, quiero decir. Pero esta vez no preguntaron nada.

Larsson frunció el ceño. Ese gesto le favorecía. La chica adelantó ligeramente la cadera derecha y a la vez dobló la rodilla de modo que el talón del pie se elevó sobre el suelo. Tenía unas bonitas piernas y además, ahora, bronceadas por el sol.

—¿Qué más recuerda? ¿Acerca del hombre?

—No era sueco.

—¿Un extranjero, entonces?

Frunció el ceño aún más y se quedó mirándole intensamente. ¡Lástima que llevara puestas las zapatillas! Tenía los pies bonitos, ella lo sabía. Y los pies pueden ser útiles.

—Sí —contestó—. Tenía un acento especial, bastante marcado.

—¿Qué acento era?

—No era alemán ni finlandés —contestó ella—. Y naturalmente, ni noruego ni danés.

—¿Cómo lo sabe?

—Conozco en seguida a los finlandeses y estuve... prometida a un muchacho alemán durante un tiempo.

—¿Diría usted que hablaba un sueco defectuoso?

—No, en absoluto. Entendí todo lo que dijo y hablaba con fluidez y muy de prisa. —Arrugó el entrecejo, como intentando recordar. Debía tener ahora un aspecto muy interesante—. Tampoco era español. Ni inglés.

—¿Americano? —sugirió él.

—Seguro que no.

—¿Cómo puede estar tan segura?

—Conozco a muchos extranjeros aquí, en Estocolmo —dijo ella—. Y durante las vacaciones suelo ir al sur, por lo menos dos veces al año. Quizás era francés. O quizás italiano. Más bien francés, como le dije.

—Pero esto es sólo una suposición, ¿verdad?

—Bueno, dijo ciertas palabras como casa de un modo que recordaban el acento francés.

El miró sus notas y dijo:

—Vamos a anotarlo palabra por palabra. Primero, el hombre dijo: «Hay un incendio en la casa del treinta y siete de Ringvägen.»

—No, él dijo: «Hay un incendio en la casa en el treinta y siete de Ringvägen, en el entresuelo». Y lo dijo con un acento que me pareció francés.

—¿Tuvo también relaciones con un chico francés?

—Bueno, conozco a algunos... Tengo varios amigos franceses.

—¿Cómo decía «el»?

—Con una e abierta, como si fuera de Skäne.

—Nos pondremos de nuevo en contacto con usted —aseguró él—. Es usted de lo mejor.

—¿No le gustaría...?

—Me refiero a lo de recordar cosas. Adiós.

—¿Es incluso posible que Olofsson hable el sueco con un acento fuerte y diga
caza
en lugar de casa y
ziete
en lugar de siete? —preguntó Gunvald Larsson, cuando se reunieron todos en la comisaría de Kungsholmsgatan, al día siguiente.

Los otros le miraron inquisitivamente.

—¿Y que diga
entresuelo
en lugar de planta baja?

Nadie contestó y también Gunvald Larsson se quedó silencioso durante un momento. Luego se volvió hacia Martin Beck y le dijo:

—Ese chico Skaky que tienes en Västerberga...

—Skacke.

—Sí, ése. ¿Se le puede utilizar?

—Depende.

—¿Sería capaz de recorrer Sundbyberg examinando todas las cabinas telefónicas.

—¿No puedes hacer que la policía de allí se encargue de eso?

—Ni lo sueñes. No, manda a ese chico allí. Que coja un mapa y señale todas las cabinas telefónicas en las que todavía existe el antiguo aviso con el número correspondiente al departamento de alarma de incendios de Sundbyberg.

—¿No podrías explicarte un poco mejor?

Gunvald Larsson se explicó y Martin Beck se frotó la barbilla, pensativo.

—Misterioso —dijo Rönn.

—¿Qué es lo misterioso? —preguntó Hammar, que acababa de entrar como un trueno en la habitación, con Kollberg detrás de él.

—Todo —dijo Rönn en tono lúgubre.

—Gunvald, se te acusa de negligencia en tu deber —soltó Hammar, agitando ante Gunvald un papel.

—¿Quién me acusa?

—Un subinspector llamado Ullholm, de Jolna. Dice que se le ha informado de que habías estado repartiendo propaganda bolchevique entre los bomberos, en aquella zona. Mientras estabas de servicio.

—Ah, Ullholm —dijo Gunvald Larsson—. No es la primera vez.

—¿Te acusó de lo mismo, entonces?

—No, había perjudicado la reputación del cuerpo, por decir una palabrota en la sala de guardia, en Klara.

—A mí también me acusó —dijo Rönn—.

El otoño pasado, después del crimen del autobús. Por no dar mi nombre y mi graduación cuando intentaba interrogar a un pobre viejo moribundo en el Hospital de Racolinska. A pesar de que era evidente que el hombre sólo tuvo conciencia unos treinta segundos antes de morir.

—Bueno, ¿cómo van las cosas? —preguntó Hammar en tono retador, recorriendo con una mirada toda la habitación.

Nadie le contestó y, pocos minutos después, Hammar salió de nuevo, para volver a sus interminables deliberaciones con fiscales, oficiales del cuerpo de policía y otros cargos más altos, quienes a su vez le preguntaban continuamente cómo iban las cosas. Necesitaba una considerable dosis de paciencia.

Martin Beck tenía un aspecto sombrío y pensativo. Además, había pillado su primer resfriado de primavera y tenía que sonarse cada diez o quince minutos. Por último dijo:

—Si Olofsson era la persona que telefoneó, pudo fingir la voz; después de todo, parece bastante probable que lo hiciera, ¿no creéis?

Kollberg meneó la cabeza y dijo:

—Pero Olofsson, ciudadano de Estocolmo, ¿hubiera llamado al departamento de bomberos de Sundbyberg?

—No. Exacto —aprobó Gunvald Larsson.

Esto fue aproximadamente lo que ocurrió el martes, 23 de abril.

El miércoles y el jueves fueron días sin ninguna novedad, pero cuando volvieron a reunirse el viernes Gunvald Larsson inquirió:

—¿Cómo le van las cosas a Tacky?

—Skacke —corrigió Martin Beck, estornudando.

—Es muy tranquilo —dijo Kollberg.

—Hubiera debido hacerlo yo mismo, desde luego —rezongó Gunvald Larsson, malhumorado—. Un trabajo de ese tipo no debería durar más de una tarde.

—Tenía una o dos cosas más que hacer, así que no pudo ocuparse de eso, prácticamente, hasta ayer —explicó Martin Beck, justificándolo.

—¿Qué otras cosas?

—Bueno, en realidad ahora tenemos otras cosas en que pensar, además de las cabinas telefónicas de Sundbyberg.

La búsqueda de Olofsson no avanzaba y no se veía la manera de intensificarla. Todo cuanto podía enviarse fuera se había enviado, desde descripciones y fotografías hasta huellas digitales y fichas dentales.

Para Martin Beck, las vacaciones de final de semana resultaron extraordinariamente incómodas. Sentía una inquietud continua por el caso, que parecía irremisiblemente estancado, y aparte del rápido desarrollo de su infección vírica recibió otro golpe de naturaleza aún más privada. Su hija Ingrid le anunció que pensaba irse de casa. No había nada anormal ni sorprendente en esto. Pronto cumpliría los diecisiete años y era una muchacha adulta en muchos aspectos. Era además sensata y madura. Tenía pues derecho a vivir su propia vida y hacer lo que mejor le pareciese. En verdad, hacía tiempo que su padre veía acercarse este momento, pero lo que no había sido capaz de prever era su propia reacción. Se quedó con la boca seca y se sintió ligeramente mareado. Estornudó, sin poderlo evitar, pero no dijo nada; la conocía bien y sabía que no había tomado la decisión a la ligera, sin pensar la situación a fondo.

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