El coche de bomberos que desapareció (18 page)

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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Por último había llegado al primer piso de un edificio antiguo pero bien conservado en Torsgatan, y estaba mirando, furioso, una puerta de un marrón desvaído. Sobre el buzón de las cartas, había un trozo de cartón blanco con el nombre de Zachrisson escrito cuidadosamente con bolígrafo y adornado con una especie de viñeta, dibujada con un bolígrafo verde.

Gunvald Larsson llamó al timbre, golpeó con las manos y los pies la puerta, pero sólo consiguió que una anciana vecina se asomase a su puerta y le mirase con expresión de reproche. El le devolvió la mirada con tal ferocidad que la anciana desapareció en el acto. Después oyó el ruido de las cadenas de seguridad y de los cerrojos detrás de la puerta, y pensó que no tardaría en arrastrar los muebles para protegerse de un posible ataque.

Gunvald Larsson se rascó la barbilla y se preguntó qué podía hacer. ¿Escribir una nota y echarla en el buzón? ¿O quizá garrapatear un mensaje directamente sobre el abominable pedacito de cartón?

La puerta de la calle se abrió y entró una mujer de unos treinta y cinco años. Llevaba dos bolsas de papel llenas de comestibles y, mientras se dirigía al ascensor, lanzó una mirada inquieta a Larsson.

—¡Eh, oiga! —dijo Gunvald Larsson.

—¿Sí? —contestó la mujer, alarmada.

—Estoy buscando a un policía que vive aquí.

—¡Ah, sí! ¿A Zachrisson?

—Eso es.

—¿El detective?

—¿Cómo?

—El detective Zachrisson. ¿El que salvó a toda esa gente de la casa que se incendió?

Gunvald Larsson se quedó mirándola. Luego dijo:

—Sí, ése parece ser el hombre que estoy buscando.

—Estamos muy orgullosos de él —explicó la mujer.

—Ah, ya.

—Es nuestro conserje —le informó ella—. Y lo hace muy bien, además.

—Ya, ya.

—Pero es muy recto. Tiene a los niños a raya. Algunas veces se pone la gorra para asustarlos.

—¿La gorra?

—Sí. Tiene una gorra de policía en el cuarto de la caldera.

—¿En el cuarto de la caldera?

—Sí, claro. Y por cierto, ¿no ha mirado usted ahí abajo? Suele trabajar allí. Si llama usted a la puerta, quizá le abra.

La mujer dio un paso hacia el ascensor, pero luego se paró, riéndose, dijo:

—Espero que no intente usted hacer nada malo. Zachrisson no es un hombre con el que se pueda jugar.

Gunvald Larsson se quedó inmóvil donde estaba, hasta que el ascensor, con su traqueteo, desapareció. Entonces cruzó rápidamente hasta la puerta del sótano, por las escaleras de caracol, y se detuvo delante de una puerta de hierro cerrada. Asió el pomo de la puerta con las dos manos, pero no consiguió moverla.

La golpeó con los puños. No ocurrió nada. Se puso de espaldas y volvió a golpearla cinco veces con los talones. Las gruesas planchas de hierro resonaron con un ruido atronador.

De pronto, algo sucedió.

Desde el otro lado de la puerta protectora, una voz autoritaria gritó:

—¡Largaos!

Gunvald Larsson estaba demasiado desconcertado por la experiencia de los últimos momentos para contestar inmediatamente.

—No podéis jugar aquí —dijo la voz, amortiguada pero amenazadora—. Ya os lo he dicho, de una vez por todas.

—¡Abre! —rugió Gunvald Larsson—. ¡Abre la puerta antes de que eche abajo todo este maldito edificio!

Diez segundos de silencio. Luego, los enormes goznes de hierro empezaron a crujir y la puerta se abrió, lenta y ruidosamente. Zachrisson se asomó, con una expresión aterrorizada y desconcertada.

—Oh —balbució—. Oh, Dios mío. Perdone... Yo no sabía...

Gunvald Larsson le empujó a un lado y entró en el cuarto de la caldera. Una vez dentro, se quedó inmóvil y miró, asombrado, a su alrededor. El cuarto estaba escrupulosamente limpio. El suelo estaba cubierto con una alfombra de colores brillantes hecha de tiras de plástico, y frente a las calderas había una mesa de café redonda y pintada de blanco, con patas de hierro forjado. Había también dos sillas de mimbre, con cojines a cuadros azules y naranja, un mantel floreado y un jarro pintado a mano, de color rojo, que contenía cuatro tulipanes rojos de plástico y otros dos amarillos; un cenicero de porcelana verde, una botella de limonada, un vaso y una revista abierta. De la pared colgaban dos objetos: una gorra de policía y un retrato, enmarcado en color, de Su Majestad el rey. La revista era una especie de periódico sensacionalista sobre crímenes, con fotografías de chicas medio desnudas y versiones casi irreconocibles, alteradas y dramatizadas de algunos crímenes clásicos. Estaba abierta, y era evidente que Zachrisson había estado o bien leyendo un artículo titulado «Un médico loco descuartiza a dos mujeres desnudas en 60 trozos», o le había interrumpido en plena contemplación de una imagen a toda página, en colores, de una despampanante dama sonrosada de enormes pechos, que invitaba al lector a contemplar sus genitales afeitados, mientras los mantenía abiertos con los dedos, ofreciéndolos provocativamente.

Zachrisson llevaba camiseta, zapatillas de fieltro y unos pantalones de uniforme azul marino.

Hacía mucho calor en la habitación.

Gunvald Larsson no dijo nada. Se contentó con inspeccionar los diversos detalles decorativos de la habitación, mientras Zachrisson seguía su mirada y movía los pies de un lado a otro, nervioso. Por último pareció decidir que lo mejor sería adoptar un tono ligero, y dijo con alegría forzada:

—Bueno, cuando se tiene que trabajar en un sitio, hay que procurar que su aspecto sea lo más agradable posible, ¿no le parece?

—¿Esto es lo que utiliza para asustar a los niños? —preguntó Gunvald Larsson, señalando la gorra de uniforme.

Zachrisson se puso colorado.

—No veo... —empezó a decir, pero Gunvald Larsson le interrumpió en el acto.

—De todos modos, no he venido aquí para discutir sobre la educación de los niños ni sobre la decoración de interiores.

—Oh —dijo Zachrisson, humildemente.

—Sólo quiero saber una cosa. Cuando llegaste al fuego de Sköldgatan, antes de empezar el rescate de toda aquella gente, murmurabas algo acerca de que el departamento de incendios debería haber estado ya allí. ¿Qué demonios querías decir con eso?

—Bueno, yo... yo quería decir... cuando dije... no fui yo quien...

—Deja de hablar entre dientes, y de murmurar tonterías. Contéstame.

—Bueno, vi el fuego cuando llegué a Rosenlundsgatan, así que fui corriendo hasta la cabina telefónica más cercana. La Alarma Central contestó que ya habían avisado y que el coche de bomberos ya estaba allí.

—Bueno, ¿entonces estaba allí?

—No, pero...

Zachrisson se calló.

—¿Pero qué?

—El hombre que contestó desde la Central de Alarma dijo en efecto eso. «Hemos enviado un coche escala; ya está allí. »

—¿Qué ocurrió, pues? ¿El jodido coche desapareció por el camino?

—No, no lo sé —contestó Zachrisson, confuso.

—Regresaste de nuevo corriendo, ¿verdad?

—Sí, cuando usted... cuando usted...

—¿Qué dijeron entonces los chicos de la Alarma Central?

—No lo sé. Esa vez fui a una cabina de alarma.

—¿Pero la primera vez llamaste desde una cabina telefónica?

—Sí, entonces estaba más cerca de la cabina. Corrí hacia allí, llamé y la Central dijo...

—...que un coche escala estaba ya allí. Sí, sí. Ya lo he oído antes. Pero, ¿qué dijo Alarma Central la segunda vez?

—Yo... ya no me acuerdo.

—¿Que no te acuerdas?

—Probablemente estaba bastante excitado —contestó Zachrisson débilmente.

—En caso de incendio se llama también a la policía, ¿no es cierto?

—Claro... eso creo, de todos modos... quiero decir...

—¿Dónde estaba entonces el coche de la policía que debería haber ido allí? ¿También había desaparecido?

El chico de la camiseta y los pantalones de uniforme sacudió la cabeza con aire resignado.

—No lo sé —dijo abatido.

Gunvald Larsson le miró fijamente y dijo levantando la voz:

—¿Cómo puedes ser tan increíblemente estúpido que no hayas informado a alguien de todo esto?

—¿Cómo? ¿Qué debía haber dicho?

—¡Que en el departamento de bomberos ya habían recibido la alarma cuando tú llamaste! ¡Y que el coche de bomberos había desaparecido! ¿Quién fue, por ejemplo, el primero que dio el aviso? Ya te han preguntado antes sobre esto, ¿no es verdad? Y tú sabías que yo estaba de baja, ¿verdad? ¿No es así?

—Sí, pero no entiendo...

—Por Dios Santo, eso ya lo veo. ¿No recuerdas lo que dijeron en la Central de Alarma la segunda vez? ¿No recuerdas lo que tú dijiste en aquella ocasión?

—Hay un fuego, hay un fuego... o algo parecido. Yo... estaba nervioso. Y luego salí corriendo.

—¡Hay un fuego, hay un fuego! ¿Y no mencionaste por casualidad el lugar del incendio?

—Sí, claro que lo hice. Creo que grité: «¡Hay un fuego en Sköldgatan!» Sí, y entonces llegaron los bomberos.

—Y cuando tú llamaste, ¿no te dijeron que el coche de bomberos ya estaba allí?

—No —Zachrisson se quedó pensativo un momento—. Así que tampoco estaba allí, ¿no es cierto? —dijo en tono apagado.

—Pero, ¿qué pasó la primera vez? Cuando llamaste desde la cabina telefónica. ¿Dijiste lo mismo entonces? ¿Dijiste «hay un fuego en Sköldgatan»?

—No, cuando llamé desde la cabina telefónica no estaba tan alterado. Entonces di la dirección correcta.

—¿La dirección correcta?

—Si, Ringvägen número treinta y siete.

—Pero la casa estaba en Sköldgatan.

—Sí, pero la dirección exacta es el treinta y siete de Ringvägen. Probablemente para facilitar el reparto del cartero.

—¿Para facilitarlo? —Gunvald Larsson frunció el entrecejo—. ¿Estás seguro de todo eso?

—Sí. Cuando empezamos a trabajar en Maria, tuvimos que aprender todas las calles y direcciones del Distrito Segundo.

—¿Por eso dijiste Ringvägen, treinta y siete, cuando llamaste desde la cabina telefónica, y Sköldgatan cuando diste la alarma la segunda vez?

—Sí, creo que sí. Todo el mundo sabe que el treinta y siete de Ringvägen está en Sköldgatan.

—Yo no lo sabía.

—Me refiero a todos los que conocen el Distrito Segundo.

Gunvald Larsson se quedó perplejo un momento. Luego dijo:

—Aquí hay gato encerrado.

—¿Gato encerrado?

Gunvald Larsson se acercó a la mesa y se quedó mirando la revista abierta. Zachrisson se escurrió por detrás de él y trató de arrebatársela, pero el otro puso su enorme mano peluda sobre la revista y dijo:

—Esto está equivocado. Deberían ser sesenta y ocho.

—¿Cómo?

—Ese médico de Inglaterra, el doctor Ruxton. Cortó en pedazos a su mujer y a la criada en sesenta y ocho trozos. Y además no estaban desnudas. Adiós.

Gunvald Larsson abandonó aquel extraño cuarto en Torsgatan y regresó a su casa. En el momento en que puso la llave en la cerradura de Bollmora olvidó por completo sus ocupaciones habituales, y no volvió a pensar en ellas hasta que al día siguiente, estuvo sentado de nuevo ante la mesa de su oficina.

Era desconcertante. Las piezas no encajaban; por último se decidió a hablar del problema con Rönn.

—Es extraño —le dijo—. No lo entiendo.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—Ese asunto de la desaparición del coche de bomberos.

—Sí. Es la cosa más extraña con la que me he encontrado hasta ahora —asintió Rönn.

—Ah, ¿así que tú también has estado pensando en eso?

—Sí, claro. Desde que nuestro chico dijo que había desaparecido, y además sin salir de casa porque está resfriado. Ha desaparecido, sencillamente, en algún sitio del apartamento.

—¿Eres tan idiota que crees que estoy hablando de un juguete que has perdido?

—¿De qué estás hablando, entonces?

Gunvald Larsson explicó de qué se trataba. Rönn se rascó la nariz y preguntó:

—¿Has tratado de comprobarlo con el departamento de bomberos?

—Sí, acabo de llamar hace un momento. La persona con la que he hablado no parecía estar muy bien de la cabeza.

—Quizá pensó que eras tú el que no estaba del todo bien.

—¡Vamos, hombre! —rezongó Gunvald Larsson.

Y se fue dando un portazo.

La mañana siguiente, miércoles 27, se hizo un resumen de los resultados de la investigación y se llegó a la conclusión de que no existían tales resultados. Olofsson seguía sin aparecer, como el día en que, una semana antes, se dio la noticia de su desaparición. Se habían descubierto algunas cosas sobre él, como por ejemplo que era un drogadicto y un delincuente profesional. Pero estas cosas ya se sabían antes. Se estaban llevando a cabo pesquisas sobre su paradero en todo el país, incluso a través de la Interpol. Casi podía decirse que en todo el mundo. Se habían repartido millares de fotografías, huellas digitales y descripciones. Se habían recibido algunas informaciones anónimas, pero carentes de valor, aunque no muchas, ya que el gran público, afortunadamente, todavía no había sido informado por la prensa, la radio y la televisión. Los sondeos en el mundo del hampa habían dado pocos resultados. El trabajo desarrollado en su interior había sido inútil. Nadie había visto a Olofsson desde finales de enero o principios de febrero. Se decía que estaba en el extranjero. Pero tampoco fuera del país lo había visto nadie.

—Tenemos que encontrarlo —insistía Hammar, con gran énfasis—. Ahora. En seguida.

Era todo cuanto podía decir.

—Instrucciones de este tipo no son muy constructivas —dijo Kollberg cautelosamente, una vez acabada la reunión, sentado ante la mesa de Melander y balanceando las piernas con aire apático.

Melander estaba reclinado hacia atrás en la silla, con los hombros apoyados en el respaldo y las piernas cruzadas y extendidas. Sostenía la pipa entre los dientes y tenía los ojos medio cerrados.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Kollberg.

—Está pensando —dijo Martin Beck.

—Sí, eso ya lo veo. Pero, por Dios santo, ¿en qué estás pensando?

—Sobre uno de los pecados capitales de la policía —contestó Melander.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—La falta de imaginación.

—¿Y eso lo piensas también de ti?

—Sí, yo también lo padezco —dijo Melander tranquilamente—. Pero el problema estriba en saber si este caso no es un ejemplo perfecto de esa falta de imaginación. O quizá de una concepción estrecha sobre las actividades de investigación.

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