Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
—Sí. ¿Sabéis lo que creo? Creo que este caso explotará en nuestras narices. Lo mismo que empezó. —Bebió un largo trago de vino, extendió los brazos y dijo—: ¡Así! ¡Bum! Lo mismo que empezó, y entonces todo habrá concluido.
—Ah, es eso. Ahora ya sé de lo que estáis hablando. ¿Delante de las narices de quién?
—De las mías, por supuesto —contestó Kollberg—. Yo soy el único a quien este asunto no le importa nada. De todos modos, si sigues hablando como un policía te pegaré un tiro.
Åsa Torell estaba, de hecho, a punto de entrar en el cuerpo de policía.
En otro momento, Martin Beck y ella intercambiaron algunos comentarios sobre el tema. Él le preguntó:
—Esta decisión de entrar en el cuerpo de policía, ¿fue algo que se te ocurrió cuando mataron a Ake?
Ella jugueteó, pensativa, con el cigarrillo que tenía entre los dedos y dijo:
—Bueno, no exactamente. Sólo quiero tener un trabajo diferente. Cambiar de vida. Y además creo que hacemos falta.
—¿Qué? ¿Mujeres en las fuerzas de policía?
—Gente sensata —explicó ella—. Piensa en la cantidad de locos que hay en el cuerpo.
Luego se encogió de hombros, sonrió y se fue andando con los pies descalzos sobre la hierba.
Era una mujer esbelta, de grandes ojos castaños y pelo corto y oscuro.
No ocurrió ninguna otra cosa de interés y el domingo Martin Beck regresó a su casa, con una ligera resaca pero contento y sin demasiado peso en la conciencia.
El avión que transportó a Per Månsson desde el caluroso aeropuerto de Constanta al de Bulltoffa en Malmö, mucho más aireado, era un Yliushin 18, plateado y brillante, un avión de propulsión por turbinas, procedente de Taron. Como el viento era bastante fuerte en el sureste, el avión voló en un amplio círculo sobre Orensund antes de iniciar el descenso para aterrizar finalmente en territorio sueco. Era un delicioso día de verano y desde su asiento junto a la ventana se divisaba claramente Salthom y Copenhague, y unos cinco vapores de pasajeros que parecían inmóviles sobre las blancas olas ondulantes, a lo largo de la activa ruta entre Malmö y Dinamarca. Un poco después vio Industrihammen, el lugar en el que hacía aproximadamente tres meses se había visto implicado en el rescate de un viejo coche y de un cadáver. Pero como todavía no estaba de servicio, dejó de pensar en ello.
Seguía mirando fijamente al exterior. En realidad lo hacía para no mirar a su mujer. La verdad era que había vuelto a enamorarse de ella después de los primeros días de solaz y juegos, pero ahora, después de tres semanas de estar diariamente juntos, se sentían cansados el uno del otro y Månsson volvía a sentir la atracción de su apartamento de soltero en Regemenststagan, y de sus noches solitarias con un palillo entre los dientes y un Gripenberger helado al alcance de la mano. Y tampoco mentiríamos si dijéramos que deseaba volver a contemplar la desolada vista de los bloques y del asfalto que se divisaba desde su comisaría.
Malmö no era en realidad una ciudad tan idílica y tranquila como parecía desde el aire. Por el contrario, Månsson se vio ya desde las primeras semanas de servicio envuelto en un verdadero torbellino del mundo del crimen en todas sus variantes, desde los disturbios políticos hasta las peleas con navaja y el formidable atraco a un banco planeado en Malmö, y que había llevado de cabeza a la policía de medio país hasta que se consiguió resolverlo.
Tenía mucho que hacer, así que hasta el tercer lunes de julio no empezó a pensar de nuevo seriamente en el asunto de Olofsson. Aquella noche, ya tarde, dedujo las consecuencias de lo que había visto durante su aterrizaje en Malmö y que completaban la cadena de pensamientos que de un modo oscuro e inconsciente había empezado a formularse en el avión.
Ahora que por fin había conseguido relacionar entre sí las diferentes piezas de su razonamiento, todo era muy sencillo, casi evidente. Eran las once y media de la noche y acababa de prepararse una bebida. Sin pensar en lo que hacía, la apuró de un trago, se levantó de la butaca y se metió en la cama.
Estaba convencido de que no tardaría en encontrar la respuesta a la pregunta que más le había preocupado de todo el caso Olofsson.
La primera mitad de julio fue húmeda y fría. Muchos de los que ya estaban de vacaciones, animados por el cálido y agradable tiempo de junio, decidieron disfrutar del benigno verano sueco en lugar de viajar al sur de Europa y luego, decepcionados, tuvieron que quedarse contemplando la lluvia desde sus tiendas de campaña o desde la puerta de sus remolques, mientras soñaban en las playas mediterráneas inundadas de sol. Pero cuando a mediados de la semana siguiente de vacaciones apareció el sol, vibrante y cálido en el cielo claro y azul, y la humedad empezó a evaporarse de la tierra olorosa y de la vegetación, cesaron las maldiciones sobre el suelo patrio y los orgullosos suecos se pusieron sus brillantes vestidos de fiesta y se dispusieron a conquistar sus campos.
Vehículos relucientes y brillantes se deslizaban por las carreteras a cuyos lados familias con equipos de camping, mochilas de picnic, termos y provisiones de alimentos habían dejado sus coches por un momento, para instalarse entre los desechos al borde de la carretera. Asfixiados por el polvo y por los gases, escuchaban el interminable lamento de sus transistores mientras hacían comentarios sobre los coches que pasaban, y miraban la vegetación polvorienta y languideciente del otro lado de la carretera, y compadecían a las pobres gentes que se veían obligadas a quedarse en la ciudad.
Martin Beck no necesitaba que le compadeciesen por haber tenido que quedarse en la ciudad y no tener vacaciones en el mes de julio. Por el contrario, ésta era la época en la que prefería estar en Estocolmo. Habitualmente, evitaba tomar las vacaciones en julio; a pesar de todo, quería a su ciudad natal y le gustaba moverse en ella sin empujones, sin prisas, sin verse amenazado por el creciente tráfico, ni sentirse medio ahogado por sus gases intoxicantes. Le gustaba pasearse por las calles tranquilas y vacías del centro de la ciudad en un domingo caluroso de julio, o andar por los muelles al anochecer, saboreando la brisa de la tarde que traía consigo el perfume del heno recién cortado de alguna pradera cercana al Malar, o la brisa del mar y de las algas marinas de las islas.
El martes, 16 de julio, sin embargo, no pudo hacer ninguna de esas cosas; estaba sentado en mangas de camisa delante de su mesa de trabajo en Västerberga, aburriéndose. Durante la mañana había dado por concluido un caso de homicidio tan claro e inequívoco como triste y sin sentido. Un yugoslavo y un finlandés habían estado juntos en un camping; se habían peleado y el finlandés había apuñalado al yugoslavo con un cuchillo ante una docena de testigos desconcertados.
El finlandés había logrado escapar del lugar del crimen, pero le habían detenido la misma tarde en un vagón vacío de tren en la Estación Central. Tenía tras él una larga lista de crímenes, en Finlandia y en Suecia, y además había entrado ilegalmente en el país, ya que hacía sólo un mes le habían deportado por dos años.
Después de esto, Martin Beck había despachado una serie de trabajos de rutina y estaba sentado mirando por la ventana con aire ausente. Kollberg continuaba todavía en sus funciones de inspector jefe y tenía su oficina temporal en Kungsholmen. Skacke había salido a algún recado; Martin Beck lo había enviado con un encargo, pero no podía recordar de qué se trataba. Oyó pasos en el pasillo, ruido de puertas al cerrarse, el teclear de las máquinas de escribir y las voces en la habitación contigua. Por un momento pensó en salir y preguntar si alguien quería acompañarle a tomar una taza de café, pero no lo hizo porque en realidad no tenía ningunas ganas de tomarlo.
Martin Beck levantó su carpeta y cogió la lista de cosas por hacer que guardaba allí. Tenía una memoria muy buena, pero desde hacía algún tiempo sentía que empezaba a fallarle y decidió anotar todo lo que no podía atender de un modo inmediato pero que tendría que recordar más adelante. El aspecto menos convincente de este sistema era que durante largos periodos solía olvidarse de la existencia de la lista, y ésta permanecía en su escondite sin que él pensara para nada en ella.
En efecto, todos los asuntos que había anotado en la lista excepto dos los había resuelto sin necesidad de consultarla. Cogió el bolígrafo y los tachó mientras intentaba recordar lo que significaba el nombre escrito al principio. Ernst Sigurd Karlsson. Al final estaba escrito el nombre de Zachrisson, el policía al que Martin Beck quería pedirle una descripción más detallada de la conducta de Malm mientras le habían seguido la pista. El otro policía que había compartido el trabajo de vigilar a Malm ya había informado detalladamente, pero a Zachrisson sólo le habían interrogado superficialmente a su paso por allí después del incendio. Y ahora estaba fuera y no podía contar con él.
Martin Beck encendió un Florida, se reclinó en la silla y sopló el humo directamente hacia el techo.
—Ernst Sigurd Karlsson —dijo a media voz.
Y en ese momento recordó quién era el hombre. Una persona, completamente desconocida para él, había escrito su nombre en una libreta de notas antes de pegarse un tiro. Martin todavía no sabía por qué. En realidad, no era extraño que personas que él no conocía le conocieran. Como inspector jefe y como investigador de crímenes, se le mencionaba con frecuencia en los periódicos y se había visto obligado a aparecer varias veces en la televisión. Volvió a colocar la lista bajo la carpeta. Luego se levantó y se dirigió a la puerta. Después de todo, pensó, una taza de té no le sentaría mal.
El lunes, veintidós de julio, Zachrisson regresó de sus vacaciones y Martin Beck le mandó llamar inmediatamente por la mañana.
Ahora estaba sentado en el despacho de Martin Beck, en Västerberga, carraspeando y leyendo en voz alta y monótona el informe previamente escrito en un bloc de notas. Horas y lugares se sucedían ordenadamente. De vez en cuando levantaba los ojos y completaba lo que iba leyendo con lo que recordaba haber visto.
Los últimos diez días de Göran Malm estaban impregnados de melancólica monotonía. Según el informe, Malm acostumbraba a pasar la mayor parte del día en dos cervecerías de Homsgatan. Casi siempre regresaba solo a su casa, medio borracho, alrededor de las ocho. En dos ocasiones había comprado bebidas alcohólicas y se había llevado con él a una prostituta. Era evidente que andaba muy corto de dinero. La muerte de Olofsson debió dejarle en una situación difícil. El día antes de morir, Zachrisson le había visto de pie delante de una de sus habituales guaridas durante casi una hora, pidiendo limosna para poder tomarse una cerveza.
—¿Así que estaba completamente arruinado? —murmuró Martin Beck.
—Intentó pedir dinero el mismo día que murió —dijo Zachrisson—. Eso creo por lo menos. Fue a ver a alguien... —Volvió la página de su libreta—. A las nueve cuarenta del diecisiete de marzo salió de Sköldgatan y fue al número cuatro de Karlviksgatan.
—Karlviksgatan —repitió Martin Beck.
—Sí, en Kungsholmen. Tomó el ascensor hasta el cuarto piso y a los pocos minutos volvió a salir otra vez. Parecía nervioso y tenía un aspecto especial, lo que me hizo suponer que había intentado pedir dinero prestado a alguien que no estaba en casa o que se lo había negado.
Zachrisson miró a Martin Beck esperando un elogio por sus esfuerzos de deducción. Pero Martin Beck le miraba sin verlo y dijo:
—Número cuatro de Karlviksgatan. ¿Dónde he oído eso antes? —Luego miró a Zachrisson y le preguntó—: Probablemente has debido explicar todo esto antes de ahora, ¿no es cierto?
Zachrisson asintió.
—Desde luego, al inspector jefe Kollberg —contestó—. Porque él me pidió que comprobara los nombres de todos los que vivían en el edificio.
—¿Sí?
Zachrisson miró su libreta de notas.
—No había muchos —dijo—. Seved Blom, A. Svenson, Ernst Sigurd Karlsson...
Karlviksgatan es una calle corta y poco conocida, que va desde Norr Mälarstrand hasta Hantverkargatan, bastante cerca de Friedhemsplan. Martin Beck tardó diez minutos en llegar hasta allí. No sabía lo que encontraría, ya que Ernst Sigurd Karlsson había muerto hacía cuatro meses y medio.
Tres escalones más arriba encontró el nombre de Seved Blom y de A. Svenson, pero en la tercera puerta había una placa nueva con el nombre de Skog. Martin Beck llamó al timbre, pero nadie acudió a la puerta. Llamó a la puerta de al lado.
Martin Beck, en cuanto pudo deshacerse de Zachrisson, había telefoneado a los policías que estuvieron en el apartamento de Ernst Sigurd Karlsson la mañana después de su suicidio. Por ellos se enteró de quién había avisado a la policía.
El capitán Seved Blom hizo entrar inmediatamente a Martin Beck y empezó a explicarle que estaba haciendo solitarios cuando oyó el disparo. Estaba encantado de poder contar de nuevo su dramática historia y le describió con todo detalle lo que había ocurrido. Martin Beck le escuchó y luego le preguntó:
—¿Qué sabe usted sobre el hombre muerto? ¿Solía hablar con él?
—No. Nos saludábamos cuando nos encontrábamos, pero no teníamos ninguna otra relación. Parecía un hombre muy retraído.
—¿Vio usted alguna vez a alguno de sus amigos?
El capitán Blom negó con la cabeza.
—No parecía tenerlos. Estaba siempre ahí dentro, silencioso, y nadie vino nunca a visitarlo. Sin embargo, cosa curiosa, un conocido vino a verlo aquella mañana. Aquella misma mañana. Un hombre pequeño y andrajoso. Yo estaba precisamente sacando la basura, la ambulancia se había ido ya y los policías también. Entonces llegó ese hombre y llamó al timbre. Le pregunté quién era y qué quería, y cuando comprendí que era un conocido de Karlsson le dije lo que había pasado.
—¿Le dijo usted que Karlsson se había suicidado?
—Bien..., le dije que estaba muerto y que la policía había estado allí.
Cuando Martin Beck regresó a Västerberga, estuvo sentado fumando y pensando durante un buen rato antes de llamar a Hammar.
—Esto parece cada vez más absurdo —dijo Hammar—. No estaría mal si por una vez pudierais encontrar a alguien vivo implicado en este asunto. ¿Qué vais a sacar en limpio de todo esto? ¿Y por qué ese hombre escribió tu nombre antes de suicidarse?
—Yo creo que Karlsson, Olofsson y Malm pertenecían a la misma, digamos, banda. Y Karlsson por algún motivo quería dejarla. Pensó primero en llamar a la policía y quizás oyó en alguna ocasión hablar de mí y por eso escribió mi nombre. Luego cambió de idea. No sé qué papel desempeñaba en la banda. ¿Qué te parece todo esto?