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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

El Círculo Platónico (14 page)

BOOK: El Círculo Platónico
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—Sigo estando en búsqueda de imágenes —replicó Sandra, mientras escribía. Dos segundos después contestó—. ¡Un momento!, aparece la figura de un santo con un cayado en una mano y un libro en la otra rodeado de animales. Veo un perro, un gallo y un cerdo.

—¡Es san Antonio Abad!, el patrón de los animales y de los que tratan con ellos —Pedro estaba exaltado—. La tradición cuenta que una vez se le acercó la hembra de un jabalí —una jabalina— con sus dos jabatos ciegos y él los curó. A partir de ese momento la jabalina no se separó de su lado y le defendió contra todo tipo de alimañas.

—¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? ¿Hay algún san Antonio Abad que nos pueda ayudar en nuestra búsqueda?

—Pues sí —dijo Pedro mientras se le abría una gran sonrisa en el rostro—, justo detrás de ti.

Marta se dio lentamente la vuelta. En el retablo de las ánimas, a la derecha, un poco en alto y en una penumbra constante, aparecía una pequeña estatua del santo con su cayado y su libro, mirando hacia ninguna parte. A sus pies, un lindo cerdito la miraba con una expresión que recordaba una sonrisa maliciosa. Marta tembló cuando se percató de que su cuerpo y su morro estaban alineados claramente al noreste. Sin la más mínima duda.

25

Bolonia, Italia, hace veintisiete años.

Los cuatro compañeros entraron en el
Grassilli
, uno de los restaurantes de precio medio más afamados de Bolonia. Un golpe de mil olores cálidos y aromáticos les recibió al traspasar el umbral de la entrada. Habían reservado mesa por teléfono, por supuesto. Si no fuera así, ni se les hubiera ocurrido acercarse a la Vía Luzzo, una estrecha y sombría callejuela sita en el corazón del casco viejo boloñés, cerca de las famosas torres inclinadas.

Como de costumbre, les colocaron, entrando a la derecha, en la mesa del fondo. El pequeño comedor —de seis mesas únicamente—, estaba semivacío por la temprana hora a la que habían acudido los universitarios, pero ninguno dudaba que en poco tiempo quedaría abarrotado. Hoffmann, el alemán, exigía siempre quedar a las siete y media, la hora en que la cocina se ponía en marcha, «para que el cocinero esté fresco», según decía. Sus acompañantes sabían que la verdadera razón era la meticulosidad en los horarios de comida que el teutón se imponía. Sólo Ariosto, el español, era el único que se quejaba de la cita para cenar cuando todavía la luz del sol dominaba los tejados de aquella antigua ciudad. Para él estas comidas eran
meriendas
, concepto que sus compañeros de mesa no terminaban de asimilar.

Maroni, el delgado y circunspecto italiano, se sentaba siempre de espaldas a la pared, «para sentir el aliento de Pavarotti en su nuca», como repetía. Y es que las paredes del pequeño restaurante estaban decoradas con cientos de fotografías dedicadas de las celebridades —sobre todo musicales— que lo habían visitado. Una del año 79 del tenor italiano colgaba detrás de la silla que prefería ocupar Maroni.

Duvalier, el francés, aceptaba sin remilgos la hora y el lugar, siempre que hubiera en la carta vino francés, desoyendo los consejos de la casa sobre distintas marcas vinateras italianas que figuraban escritas a mano en la pizarra, localizada a la derecha de la mesa que ocupaban. En eso el francés era inflexible, aunque a veces, por mor del chauvinismo, todos tuvieran que enfrentarse a facturas desorbitadas o a vinos completamente desconocidos que resultaban ser malísimos. Los demás se lo perdonaban porque era el que mejores chistes contaba. Y eso, a los veintipico, era importante.

El ambiente del local,
«intimo e accogliente»
, se complementaba con las luces de unas coquetas lámparas en forma de cúpula, que invitaban a la conversación y a la sobremesa. Uno de los propietarios del restaurante, Francesco Grassilli —un hombre ya mayor—, se acercó a la mesa a tomar la
comanda
. Intercambió unas cuantas bromas con Maroni en un dialecto local que ninguno de los otros comensales pudo seguir, pero que causó extrema hilaridad entre ellos y miradas perplejas en los demás. Unos pidieron
tagliatelle al ragú
, y otros
fusilli avellinesi
con
melanzane, mozzarella di bufala, salsa di pomodoro e capperi
. De segundo, se decantaron por
rognoncini
y por
filetti alla Rossini tirato al madera con una fettina di foie gras
. El vino francés, traído expresamente para aquellos clientes por Raul Grassilli, el otro propietario, que era tan regular que ninguno se quedó con el nombre.

Antes de que llegara el postre y de que se acabara la segunda botella de vino —la juventud no hace ascos a nada—, Maroni propuso a sus amigos un brindis:

—Por nosotros —dijo el italiano—.
Est ea iucundissima amicitia, quam similitudo morum coniugavit
. Que viene a significar…

—La amistad más dulce es la que se basa en la comunidad de costumbres —corearon los demás antes de chocar las copas.

—No sé si la influencia del vino me provoca estas palabras —continuó el italiano—, pero en este fin de curso me siento feliz. Nuestros caminos se separarán a partir del próximo mes, y es difícil que volvamos a reunirnos. Por ello, os propongo un pacto de apoyo mutuo y vitalicio allá donde nos encontremos, en las condiciones que sean.

—¿A qué te refieres, colega? —preguntó el rubicundo Hoffmann. Ambos eran estudiantes de postdoctorado de física.

—A que sean cuales sean las circunstancias en que nos encontremos, nos ayudaremos en la medida de nuestras posibilidades y nunca nos haremos daño —respondió Maroni.

—¿Sean cuales sean?, te estás poniendo melodramático, Carlo —dijo el alemán—. Y un tanto misterioso. ¿No será otro de tus enigmas?

—Todo se sabrá, a su debido momento —contestó Maroni, sonriendo ligeramente.

—Me gusta —intervino Duvalier, el estirado francés—. Una especie de pacto entre caballeros.

—Mejor un pacto de sangre —añadió Ariosto, en tono grave—. Una hermandad
inter pares
, entre iguales. Si lo vamos a hacer, que sea en serio. Con todas las consecuencias.

—¿Un pacto de sangre? —gruñó Duvalier—, ¿no pretenderás que nos hagamos cortes en la mano o alguna estupidez semejante?

—No seas melindre —repuso Ariosto—. Este tipo de pactos deben regarse con sangre.

El español hizo un guiño a don Francesco Grassilli, que se mantenía con el oído atento cerca de la barra, y éste se puso en movimiento.

—Una buena elección, Sangre de Toro —dijo en voz alta, de forma que se le oyera—. Por fin salimos de los vinos franceses.

26

La Laguna, sábado. 04:05 horas.

Un halo de tristeza envolvía aquella noche a la iglesia de San Juan Bautista, siempre tan sola, sin edificaciones a su alrededor. Tenía el tamaño exacto para que todos dudaran a la hora de catalogarla como iglesia o como ermita. Demasiado grande para ermita, un poco pequeña para iglesia. Pero ahí estaba, disfrutando de su condición equívoca frente al paso del tiempo.

Sin embargo, la perenne soledad nocturna de la iglesia-ermita quedó turbada aquella noche con la visita de varias sombras que merodeaban en torno a sus muros. Sandra y Ariosto habían llegado minutos antes en el
Mercedes
negro, que Olegario había dejado aparcado encima de la amplia acera del lado norte de la avenida Pablo Iglesias, justo enfrente del lateral de la iglesia. Acababan de comprobar que todas las puertas estaban cerradas.

—¿Cómo vamos a entrar, Luis?

La voz de Sandra era casi un cuchicheo involuntario. Le parecía estar haciendo algo ilegal comprobando las cerraduras de la iglesia a aquella hora. Cualquiera que pasara por allí podría considerarla sospechosa de intentar cometer al menos la mitad de los delitos del código penal.

—Tenemos un pequeño problema —Ariosto no expresaba en su rostro la inquietud que se le debía presumir—. El mayordomo de la cofradía que se encarga del mantenimiento de la iglesia vive en Bajamar, a unos veinte kilómetros, y tardará casi media hora en llegar. No podemos perder tanto tiempo.

—¿Y qué vamos a hacer? ¿No pretenderás forzar la puerta?

—¿Yo? jamás se me ocurriría hacer algo así —respondió Ariosto, sonriendo. Se dio la vuelta y habló a las sombras del otro lado de la calle—. Sebastián, por favor.

—Un momento, señor —respondió a lo lejos el chófer.

Olegario, alias Sebastián, como gustaba que le llamaran profesionalmente, bajó del coche con prestancia. Abrió el maletero trasero y extrajo un estuche negro. Cerró las puertas y cruzó la calle.

—Hágase a un lado, señor —pidió Olegario. Abrió el estuche exhibiendo toda una serie de alicates, destornilladores y otros artilugios metálicos de uso desconocido perfectamente alineados. Sin dudar un segundo, sacó unas extrañas pinzas con una protuberancia en la punta. Tras mirar a ambos lados y comprobar que no había testigos curiosos, comenzó a hurgar en la cerradura principal, bajo el arco de medio punto de la gastada arenisca volcánica que le daba ese sabor tan antiguo al conjunto arquitectónico. Un minuto después, un leve chasquido delató que la cerradura se había cansado de oponer resistencia. Olegario empujó la puerta y ésta se abrió.

—Perdonen la espera —dijo en tono satisfecho—, es que se trata de una cerradura de las antiguas, y ésas cuestan un poco más.

—La verdad —dijo Ariosto—, estimado amigo, cada día me sorprende usted más.

Ariosto no quiso preguntar —nunca lo hacía—, dónde había adquirido su chófer esa clase de dudosas aptitudes —su pasado se difuminaba en las tinieblas del olvido—, pero no se quejaba en absoluto. De hecho, ya le había sacado de un par de apuros.

—Oiga Sebastián —dijo Sandra, asombrada—, me tiene que enseñar el truco.

—Un día de estos, señorita —respondió, quitándole importancia con un gesto de cabeza.

Los tres entraron en la única nave de la iglesia. Ariosto buscó y encontró la caja de interruptores. Encendió sólo un par de ellos. Tampoco se trataba de llamar la atención desde fuera. La iglesia parecía mayor vista desde dentro. Un suelo ajedrezado atravesado por una larga y estrecha alfombra daba un aire elegante a la estancia. El rectángulo de las cuatro paredes sólo se veía roto por una solitaria capilla, a la izquierda, y dos altares adosados a los laterales. Varias pinturas antiguas colgaban orgullosas de las blancas paredes.

—Lo primero es lo primero —indicó Ariosto—, busquemos al bautista.

—Fíjate Luis —dijo Sandra—, es la imagen que está al fondo, detrás del altar.

A unos treinta metros de la puerta, tras seis gigantescos cirios colocados encima del altar, una esbelta figura alada aparecía enmarcada en un gran retablo de madera decorado con columnas salomónicas.

—Parece que, dada la advocación al santo, no hay en torno al sagrario ni un cristo ni una virgen, algo extraño en nuestras iglesias.

Los tres se acercaron en silencio, como con respeto, al fondo de la iglesia.

—Es curioso —reseñó Sandra—, el santo aparece con alas, como un ángel.

Olegario dio un paso adelante.

—En el arte bizantino el bautista está representado como un ángel con grandes alas. Esto se basa en una profecía de Malaquías: «He aquí que envío a mi mensajero para preparar mi camino, el ángel de la Alianza que deseáis» —dijo el chófer.

Sandra y Ariosto se volvieron estupefactos hacia Olegario, que se encogió de hombros, como si aquel comentario hubiera sido una casualidad.

—Sigan con lo suyo, disculpen la interrupción —se excusó.

Sandra volvió a estudiar la efigie. Una aureola dorada coronaba su cabeza. Vestía una túnica de ropajes multicolores que se abría en la rodilla. Portaba en la mano derecha un báculo en forma de cruz con una leyenda plateada. Con el índice parecía señalar un libro sobre el que estaba depositada una pequeña estatuilla con forma de corderito. Ambas figuras descansaban sobre la mano izquierda.

—El santo parece señalar a la ovejita —dijo Sandra.

—«Mirad el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» —intervino de nuevo Olegario, que concluyó—, «ése es del que yo dije: Detrás de mí viene un hombre que se ha puesto delante de mí porque existía primero que yo».

Ariosto y Sandra se miraron más sorprendidos aún que antes.

—Lo siento, no me he podido contener —dijo el conductor, un poco avergonzado.

—No hay de qué, Sebastián —dijo Ariosto cuando cerró la boca—. Perdone usted, pero esa historia me la tiene que contar.

—En mi juventud, durante un tiempo, frecuenté el seminario —respondió el chófer—. Luego, ya sabe, la vida da muchas vueltas.

—Sin duda —apostilló Ariosto.

—Pues ya sabemos el significado de la actitud de la estatua —añadió Sandra—. Pero, ¿cómo nos ayuda a resolver nuestro acertijo? Recuerden la frase,
«El bautista te indica el espíritu»
. ¿A qué espíritu puede referirse? ¿Qué opina, Sebastián?

El chófer se sintió halagado de haber ingresado por méritos propios en la tertulia, aunque nunca lo confesaría.

—Lo siento, señorita, no alcanzo a comprender el significado de la frase.

—Lo que está claro —apostrofó Ariosto—, es que aquí el único que indica algo es el santo. Su índice extendido es una señal clarísima.

Ariosto se acercó a la estatua y se colocó debajo de ella. Su cabeza apenas llegaba a sus pies. La inspeccionó durante varios minutos, al cabo de los cuales se volvió a sus compañeros.

—Queridos amigos, sin nos fijamos bien, el dedo del bautista no sólo señala el cordero, también indica una dirección.

—Debe ser la del
«espíritu»
—continuó Sandra—, pero… ¿a dónde nos lleva?

—No puedo responderle con exactitud en relación a ese extremo, querida amiga —concluyó Ariosto—, pero de una cosa sí estoy seguro. Nos conduce al norte, al centro justo de la ciudad.

—¿Y qué puede ser el
«espíritu»
? —preguntó Sandra, desesperada.

—No lo sé, lo confieso —respondió Ariosto—, pero conozco a la persona que tal vez lo sepa, ¿no cree Sebastián?

—Sin duda, señor —dijo el chófer, de repente muy tieso—, sin duda. Pero me tendrá que excusar, a esta hora me niego a tocar a su puerta. Quiero mantener mi integridad física y mental hasta la jubilación, por lo menos.

—Pero… —Sandra estaba al borde de la exasperación—. ¿de quién se trata?

Ariosto y Olegario inspiraron aire y se pusieron firmes, antes de responder.

—Doña Enriqueta Cambreleng, nada menos que de la
Gran Inspectora
de la orden de los rosacruces —dijo Ariosto.

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