—No, señor. De momento, las autoridades vaticanas han decidido no hacer pública su decisión.
—¡Ah!, comprendo —respondió el presidente—. Lo sabemos por
nuestro hombre
en Roma. ¿No es cierto?
—Oficialmente no tenemos a ningún hombre en Roma, señor —Coltrane era excesivamente cauteloso, incluso cuando usaba una línea segura como aquélla—. Nos ha llegado el rumor, tan sólo. Usted sabe.
—Sí, sí, de acuerdo. —El presidente calculaba en qué medida la noticia podría afectar a su país. Se puso en el lugar del presidente español. Seguro que no le gustaría nada que asesinaran a un embajador extranjero en su territorio y que él no hubiera hecho lo posible para impedirlo—. Jack, sabes que no me gusta inmiscuirme en los asuntos que no afectan a la seguridad nacional, pero creo que los españoles merecen saber lo que piensa hacer el papa.
—Sí, señor. Yo opino lo mismo, señor.
—Pues es el momento de filtrar la noticia. Pero a través de otra embajada europea. Busca una de las más chismosas, no sé, la de Italia, Francia o Portugal, elige tú. Que lo sepan, pero que no puedan averiguar de dónde llega el soplo. ¿Qué te parece?
—Me parece genial, señor, me pongo a trabajar en ello.
—¿Algo más, Jack? —era una pregunta taquigráfica cuya traducción se desarrollaba en un
¿verdad que no me vas a volver a molestar esta noche, Jack?
.
—Nada más, señor.
—Pues muchas gracias. Oye Jack, ya que estamos, procura que esta noche se triplique la vigilancia en torno al embajador del Vaticano en Washington. No, mejor que se cuadriplique, no vaya a ser algo organizado en varios países a la vez. Buenas noches
—Muy bien, señor, buenas noches —Coltrane colgó el teléfono.
El presidente volvió al comedor. Su hijo había desaparecido, como era normal en cuanto se daba la vuelta. Por un momento, pensó en la suerte que tenía que no le hubiera tocado aquella crisis. No envidiaba para nada las horas que tendría que afrontar esa noche el presidente del Gobierno español.
Para nada.
La Laguna, sábado. 03:40 horas.
Lo último que imaginaba a aquella hora el profesor Lugo era que iba a ser testigo del desfile de aquel batallón por el pasillo de su casa, rumbo a la cocina.
Un dulce sueño había sido abruptamente interrumpido por una odiosa conjunción de timbres —portero eléctrico, teléfono y móvil a la vez—, que, según decían los visitantes, había tardado en hacer efecto más de cinco minutos. Exageraban, sin duda, él estaba seguro de haber saltado de la cama al primer timbrazo.
La noche estaba fresca, y Lugo se dispuso a preparar café con leche para todos. Menos mal que la cocina era amplia y la mesa de seis, así todos podían estar sentados cómodamente. Si la reunión se llega a producir en el piso de su hija, estarían formando de perfil frente a la encimera. Es que había algunos arquitectos que no sabían lo que era hacer la vida en la cocina.
Con el café sacó varias cajas transparentes con un variado elenco de galletas y pastas. Ninguno se quejó. Sólo Ariosto pidió un té.
—Queridos amigos —Lugo se atusó la perilla tras ajustarse el cinturón de su bata buena, la que tenía cuadros por dentro—, no tienen cara de estar de copas, así que, ¿a qué se debe esta inesperada visita?
—Álvaro, necesitamos tus conocimientos de la ciudad —respondió Marta, la que más confianza tenía con el profesor.
—Pues si pretenden que les informe cuál es el último garito en cerrar, me temo que no estoy muy al día últimamente…
—Estimado profesor —Ariosto intervino en tono grave, acabando con el ambiente distendido que reinaba hasta ese momento—, nos enfrentamos a una crisis de alcance incalculable. Creo que es mejor que esté sentado, necesito algunos minutos para explicársela.
El catedrático intentó tomarse el café mientras Ariosto le contaba aquella increíble historia. El relato cautivó su interés de tal manera que la mitad de una galleta se perdió en las profundidades de su taza.
—Bien —el profesor intentaba asimilar el resumen de Ariosto, ante la mirada atenta y un tanto ansiosa de los demás—, si lo he entendido correctamente, con independencia del pago del rescate del nuncio, el jefe de los secuestradores le ha enviado un mensaje en clave de enigma en el que le da la oportunidad de llegar hasta el lugar donde está retenido. ¿Y cree, amigo Ariosto, que ese delincuente va a jugar limpio con usted? ¿Cree realmente que le está diciendo la verdad? ¿No será un timo para mantener ocupada a la policía con una pista falsa?
—Francamente, no lo sé —se notaba a la legua que Ariosto era sincero—. Lo único que me planteo es que tal vez podría resultar útil seguir este camino. A cambio de una posible pérdida de tiempo, podemos ganar una vida. De cualquier manera, la Policía está ocupada en sus cosas y nosotros vamos, de momento, por libre.
Lugo no contestó, tomó los papeles que Ariosto le ofrecía, se caló las gafas de cerca, y comenzó a leerlos. Todos los ojos estaban fijos en él. Al cabo de unos segundos arrugó la nariz.
—Ha llegado a lo del círculo platónico —susurró Pedro Hernández a Marta.
—¿Otra vez con el dichoso círculo de Platón? —preguntó el profesor, mirando por encima de las gafas a sus compañeros de mesa. Realmente no esperaba respuesta.
—Ese es un detalle que puede tener su importancia —intervino Ariosto, atento—. ¿Qué nos puede decir al respecto?
—Lo de Platón y la ciudad circular es una hipótesis que estuvo en boga hace más de una década. Según ella, La Laguna había sido diseñada desde el comienzo de su fundación siguiendo las enseñanzas contenidas en
Las Leyes
, uno de los últimos textos conocidos del autor griego. Su construcción habría sido sistemática según el planeamiento inicial, sin dejar lugar a ninguna improvisación.
—Es una teoría que nadie ha refutado —dijo Pedro Hernández—, y a mí me parece muy original. De hecho, fue una aportación importante para que la UNESCO decidiera otorgar el título de Ciudad Patrimonio de la Humanidad a La Laguna.
—¿Nos podría explicar algo más, profesor? —Sandra empezaba a sentir curiosidad ante las palabras de Lugo.
—Son unos razonamientos algo complejos, sobre todo a la hora de determinar el cómo y el por qué se planteó la creación de una ciudad al completo en los primeros años del siglo XVI —dijo Lugo.
—Haga un esfuerzo, por favor —pidió la periodista.
—Les cito un par de extractos —Lugo se acercó a la biblioteca y extrajo un cuaderno de notas—: «Los elementos geométricos del trazado fueron un octógono inscrito en un círculo, un rectángulo, un doble círculo repartido en doce sectores y doce radios proyectados hasta el exterior del segundo círculo». «Las posiciones determinadas por el cálculo de estas distancias quedaron consagradas mediante una constelación de fundaciones religiosas dispuestas en un eje lineal, un triángulo y el círculo exterior de la ciudad». «Al proceder desde un proyecto total, el espacio urbano adquirió una cualidad unitaria como entidad orgánica en un sistema integral». «El origen de la ciudad está en su centro, definido por el vacío como categoría trascendente que expresa la espiritualidad misma del espacio».
Sandra interrumpió al profesor, alarmada.
—Mejor nos hace un resumen.
—Querido profesor —dijo Pedro Hernández, bastante indignado, aquello era un pastiche tendencioso de frases buscadas
ex-profeso
—, estoy totalmente seguro de que puede contárnoslo con otras palabras.
Lugo sonrió con los ojos ante la salida del archivero, sólo había buscado provocarlo. Sabía que Hernández era uno de los simpatizantes de la idea.
—Perdonen la pedantería, amigos —Lugo colocó de nuevo el cuaderno en su sitio y se quitó las gafas.— La hipótesis de que hablamos plantea que la ciudad se planeó conforme a los puntos cardinales y la rosa de los vientos, siguiendo un orden lógico preestablecido en su desarrollo. Para ello, los fundadores echaron mano del saber de los antiguos griegos y de los romanos que lo transmitieron, y que llegó a nuestro tiempo gracias al renacimiento. Los elementos religiosos se situaron en los límites de la ciudad formando entre ellos la figura más pura y perfecta, un círculo. Y dentro del círculo un cuadrado, como elemento de perfección geométrica y simbólica. Así, la ciudad es concebida globalmente, como idea del orden social, reflejo de la perfección del orden divino.
—Me parece una historia maravillosa —dijo Sandra—. No me extraña que tuviera eco político y social.
—Sin embargo —repuso Lugo—, yo soy partidario de la teoría de que fue un proceso evolutivo con mucha improvisación. El plano de cuadrícula es pura ilusión producida por los ángulos rectos de las esquinas laguneras. La Laguna careció siempre de una plaza central que representase su vida civil, mercantil y festiva. El fracaso del adelantado Alonso de Lugo —no es familia mía—, fundador de la ciudad, deriva del emplazamiento erróneo escogido para la plaza, al linde de la población en vez de hacerlo en el centro. Me refiero, por supuesto, a la que hoy llamamos precisamente plaza del Adelantado, que sería en su tiempo la plaza mayor. Sin plan previo, nadie sabía dónde estaría el centro ciudadano, y todo quedó disperso, sin ordenación lógica: parroquia, plaza, casas del Cabildo. En contra de lo que a veces se ha dicho, creo que el replanteo de la ciudad de San Cristóbal de La Laguna estuvo lejos de ser un acierto.
—Todo esto es muy interesante —intervino Ariosto, algo impaciente—, pero… ¿en qué puede ayudarnos? ¿Ratifica usted nuestras sospechas de que hay que buscar al nuncio dentro de ese círculo?
Lugo volvió a colocarse las gafas y se dispuso a seguir leyendo el mensaje en clave.
—Pues eso parece. Aunque es cuestión de interpretar el texto en latín —Lugo hablaba mirando el papel, sin levantar la vista—. Pero son posibles dos significados. Puede estar dentro del círculo o puede estar en el círculo. Es decir, a lo largo de la serie de hitos que lo conforman alrededor de la ciudad.
—¡Vaya! —Sandra no pudo reprimir el comentario—, esto se complica más todavía. Ahora tenemos dos pistas a seguir.
—Continúe, por favor —pidió Ariosto.
—Estoy de acuerdo en que el primer grupo de cinco versos son la descripción simbólica del círculo —sentenció el profesor, concentrado—. No tengo claro el significado de las siguientes cinco líneas. Y el final es lo más abstracto con lo que me he tropezado desde…
—Pues comencemos con el análisis del primer quinteto —interrumpió Hernández rápidamente. Tomó su copia del enigma y leyó en voz alta:
«Se inicia en la jabalina que busca la cruz
Donde un extemporáneo se descubre al verlo
Allí donde debe estar, no está, pero se acerca
Pasa de largo por el camposanto pestilente
Y finaliza en el abraco del águila oscura»
—Sigo quedándome igual —dijo Marta, descorazonada—. No tiene sentido.
—Un momento —dijo Lugo, con cara resplandeciente—. Puede que no lo tenga el comienzo, pero sí el final. Amigo Pedro, suponiendo que el círculo esté formado por hitos religiosos, tú sabes perfectamente dónde puede haber un águila negra, ¿verdad?
Los ojos de Pedro se abrieron en toda su amplitud al reparar en aquel detalle.
—El águila que decora la parte inferior del púlpito de la iglesia de La Concepción —dijo con solemnidad—. Es de una madera tan oscura que parece negra.
—Bien, si el círculo acaba en La Concepción, también empieza en ese lugar —Lugo hablaba con afabilidad, le divertía aquel juego de simbolismos—. Por ello,
«la jabalina que busca la cruz»
debe estar en esa misma localización.
—Hay que buscar una lanza entonces —dijo Marta—. ¿Te suena alguna, Pedro?
—Pues la verdad es que no —respondió el archivero, pensativo—. Está la espada de La Dolorosa y las flechas de san Sebastián, pero no recuerdo ninguna imagen que represente la escena de la lanza en la Cruz.
—Ya tenemos una pista —dijo Ariosto, deseoso de que la conversación no perdiera ritmo—. Tal vez si seguimos leyendo aparezca otra. Pedro, por favor.
—De acuerdo, sigo:
«El bautista te indica el espíritu
El arcángel lo recibe y lo entrega desde el arcano lar a la cruz de plata
Donde la mirada se transmuta en rosario
El cristo sufriente lo hace suyo y señala la cruz de la esperanza
De donde se atisba el fuego consumidor»
—El bautista —intervino Marta—, ¿quién puede ser?
—Pensemos —respondió Lugo—. En el Nuevo Testamento sólo hay un bautista, Juan. San Juan Bautista se le llama ahora. Si los versos de este segundo grupo son también hitos o lugares de significación religiosa, lo lógico es que corresponda a una imagen o iglesia con la advocación de este santo.
—Existen dos iglesias de ese tipo, la de San Juan —indicó Pedro, era tema de su competencia—, al comienzo de la calle del mismo nombre, y el convento de Santa Clara, que está dedicado al santo. Me quedo con la primera.
—Bien, ya tenemos un par de pistas para empezar a tirar del hilo —Lugo estaba ufano de complacencia—. Y estoy viendo la tercera. Fíjate, Pedro, hay una referencia al arcángel.
—Sí, pero, ¿a cuál de ellos se refiere? ¿Gabriel, Rafael o Miguel?
—Para los Testigos de Jehová sólo existe un arcángel, ya que en la Biblia es al único al que se le llama así, y este término nunca se emplea en plural en el libro sagrado.
—El arcángel Miguel —repuso Hernández—. La iglesia de San Miguel. La antigua ermita, levantada originariamente por el fundador Alonso de Lugo en la plaza del Adelantado. Pero está vacía, no hay ningún ornamento religioso dentro. Sólo se dedica a exposiciones de arte.
—Es otra pista —contestó Ariosto—, y hay que agotarla. Les propongo lo siguiente. El profesor Lugo se queda aquí dándole vueltas al texto y nosotros comenzamos a seguir las pistas. Nos dividiremos, si les parece bien, Pedro con Marta y Sandra conmigo. Vayamos a esas iglesias.
—¿Sabe usted la cantidad de personas que hay que despertar a esta hora para que nos abran las puertas de las iglesias? —preguntó Pedro, atónito ante la iniciativa propuesta.
—Yo no —contestó Ariosto, con tranquilidad—, pero estoy seguro de que usted sí que lo sabe.
Bolonia, Italia. Hace veintisiete años.
—Estimado Carlo —dijo pomposamente Duvalier—, nos hemos reunido y hemos llegado a un consenso en cuanto a la resolución de tu último enigma.