—¡Ah! ¿Sí? ¿Por consenso? —Maroni, el italiano, sonrió al repreguntar—. Excelente. ¿Y cuál es vuestra respuesta?
—En primer lugar, la traducción:
La más preciada posesión del rey
Hurtó el príncipe bello y estólido
Su mal se contagió a muchas testas coronadas
Diez vueltas dio un planeta antes de que Marte se alejara
El rey recobró lo robado, pero la mercancía estaba averiada.
Por tontos quedaron unos, los otros quedaron en nada.
—La pregunta que nos planteabas fue la siguiente: ¿Qué era la más preciada posesión del rey?
—Correcta la traducción —dijo Maroni—. Por vuestras sonrisas, parece que tenéis la solución.
—La respuesta es la
juventud
—afirmó el francés.
—¿La juventud? —Maroni aparentaba sorpresa—. Explicádmelo, por favor.
—Los dos primeros versos hacen referencia al transcurso de los años —intervino Cavalcanti, el otro italiano—. El rey se hace viejo y el hijo le sucede en la belleza y juventud, aunque todavía no en la sabiduría. En sentido figurado, le roba la juventud. Lo mismo ocurre a todos los reyes, los años pasan inexorablemente. Los monarcas intentan aparentar ser jóvenes, pero sus cuerpos ya no funcionan correctamente. Están «averiados». Y por eso quedan como tontos, unos ilusos que no saben envejecer, cuando no se da el caso de que mueren y quedan en nada.
—Buena explicación —dijo Maroni, sonriendo más todavía—, muy ocurrente, pero… ¿qué pasa con las vueltas del planeta?
—Esa frase no la hemos resuelto —confesó el alemán—. Creo que está ahí para despistar. Una referencia astronómica que se nos escapa, pero que no influye en el resultado final.
—Sí que influye. Todo influye en el texto —repuso Maroni—. Lo siento, pero la respuesta no es correcta.
La coalición de estudiantes de postdoctorado que se enfrentaba al creador del acertijo cayó en un profundo desaliento. Les había llevado horas traducir aquel texto críptico, y más horas todavía llegar a una conclusión.
—¡Maldita sea! ¡Me rindo! —exclamó Hoffmann, exasperado—. ¿De qué demonios se trata?
Maroni dejó pasar unos segundos, manteniendo la mirada con sus contertulios, esperando que alguno aportara otra solución. Ninguno habló.
—La respuesta es Helena —dijo el italiano.
Los amigos se miraron desconcertados.
—¿Helena? ¿Qué Helena? —preguntó Hoffmann.
—Helena de Troya —dijo Ariosto, que captó el desenlace al instante—. Era la esposa de Menelao, rey de Esparta. Fue raptada en un acceso de lujuria —con la aquiescencia de la víctima, según se dice— por el príncipe Paris, hijo de Príamo, rey de Troya. Estaba en su corte como huésped cuando se prendó de la reina y cometió la estupidez de raptarla. Esa irreflexiva decisión trajo funestas consecuencias. Los reyes griegos, haciendo causa común con el agraviado, formaron una coalición que llevó la guerra —de ahí la referencia al dios Marte— a la ciudad de Troya, que fue sitiada durante diez años, hasta que cayó en sus manos y la sometieron a sangre y fuego. Fue el final de los troyanos y Menelao pudo volver con su esposa a su reino, aunque nunca tuvo la seguridad de recobrar su amor.
—Muy bien resumido, Luis. Se nota que eres de humanidades —contestó el italiano—. ¿Qué mejor trofeo que robar la más preciada joya de un rey? El trofeo era la reina.
—Sí, pero fíjate cómo acabó la cosa —repuso Ariosto—. El ladrón, sus familiares y amigos, muertos y olvidados.
—Cierto, pero…, ¿y lo bien que se lo pasó mientras tanto?
La Laguna, sábado. 03:40 horas.
Antonio Galán se encontraba en la sala de juntas de la comisaría de La Laguna, reunido con Marcos Montero, un teniente coronel de la Guardia Civil, y Luis Peraza, el jefe de la Policía Local. También asistían los subinspectores Morales y Ramos, que se mantenían en silencio. La mortecina luz del techo apenas permitía observar con nitidez las marcas que el inspector había dibujado sobre un plano de la ciudad que destacaba en la enorme mesa de pino oscurecido que ocupaba la mayor parte del espacio. La sobria decoración de la estancia —un retrato descolorido del rey y una bandera nacional tan tiesa por los años que podía mantenerse en pie sin necesidad de asta— obligaba a concentrarse en las personas asistentes.
—Estos son los puntos de control que hemos establecido dentro y fuera de la ciudad —Galán no necesitó señalarlos, sus colegas estaban atentos y cogían los detalles el vuelo—. Conviene que nos coordinemos para cubrirlos todos. Si les parece bien, la Guardia Civil ocupará todos los accesos del lado oeste, alrededor de la casa cuartel. La Policía Local lo hará en el sur, en la salida hacia Santa Cruz. Nosotros nos ocuparemos del resto.
—Me imagino que querrá una vigilancia relativamente discreta —añadió el teniente coronel—. No debe cundir la intranquilidad en la población. Es evidente que no podemos parar a todos los que pasen por cada calle de la ciudad.
—Hagan los controles a quienes consideren que se ajustan al perfil de un posible secuestrador —contestó Galán—. Es viernes por la noche, o sábado de madrugada, como quieran, actúen como si se tratara de meros controles de alcoholemia. Nadie se extrañará.
—Desde luego, conocido el afán recaudatorio de las arcas públicas, ya nadie se extraña de tanto control —el Jefe de la Policía Local era conocido por sus opiniones liberales, aunque obedeciera las consignas de los políticos—. Sin embargo, la Policía Nacional no hace controles de alcohol rutinarios. Eso puede parecer anormal.
—Lo sé —el inspector ya había pensado en ese detalle—, nosotros haremos controles de extranjería.
—¿A las cuatro de la madrugada? —el Policía Local le miró con extrañeza.
—Sí, no hay problema —dijo Galán—, es la hora en que cierran los garitos de colombianos, bolivianos y ecuatorianos.
Peraza, el jefe de la Policía Local captó la indirecta del inspector. Aquellos locales cerraban mucho más tarde de la hora establecida en la ordenanza municipal de cierre de locales. Sus propietarios recurrían a la estratagema de cerrar las puertas a la hora legal, aunque se quedaba la clientela dentro. Cuando salían, lo hacían por la puerta trasera. Como quitaban la música, los vecinos circundantes —la mayoría originarios de esos países— no se quejaban y los agentes locales hacían la vista gorda.
Como Peraza no añadió nada, Galán prosiguió.
—La única pista válida que nos puede ayudar de momento es que es posible que se trate de un grupo organizado de origen italiano. Es importante hablar con las personas a quien se controle para tratar de captar el acento. —Sus contertulios le miraron incrédulos—. Sí, ya sé que es muy poco, pero es lo que tenemos. También cabe la posibilidad de que viajen en vehículos de alquiler. A esta hora es poco probable que encontremos turistas en la calle.
El teniente Coronel se rascó la nariz y echó un nuevo vistazo al plano.
—Me imagino que es consciente de que los secuestradores, tal como han montado este asunto —comentó—, pueden estar en cualquier lugar de la isla, si no han salido ya de ella.
—Es cierto —respondió el inspector—. No obstante, debemos estar preparados para observar cualquier actitud sospechosa, sobre todo cuando se aproxime la hora límite fijada por los secuestradores. Si se nos comunica el paradero del nuncio, es necesario estar lo más cerca posible. Acuérdense de lo que ocurrió en Florencia. Nadie quiere que ocurra aquí algo similar por llegar tarde. Es posible que el secuestrado no esté muy lejos, en la ciudad italiana el obispo se encontraba retenido en pleno centro de la ciudad.
—De acuerdo, está claro —dijo el mando de la Guardia Civil—. Estaremos conectados a través de las emisoras. Pongámonos en marcha.
—Un último detalle, Peraza —dijo Galán—. Hay algo que sólo la Policía Local puede hacer, ya que conoce al vecindario.
—Dígame, Galán —respondió el interpelado—. ¿De qué se trata?
—Necesito que las puertas de algunas iglesias de la ciudad se abran para inspeccionarlas antes de una hora. Tal vez los secuestradores sigan el mismo
modus operandi
que en Italia. Conviene por ello registrarlas a fondo.
—¿Sabe usted lo que me está pidiendo? —dijo el Policía Local, asombrado—. Habrá que levantar a la mitad del clero censado, y no crea que tienen buen despertar.
—Sé que se trata de un pequeño esfuerzo, pero no podemos dejar de lado ninguna posibilidad —Galán se levantó, y dio por terminada la reunión—, espero que lo comprenda.
—Haré lo que pueda —dijo Peraza—, pero es algo completamente fuera de lo normal.
—Consulte con el alcalde —contestó Galán—, seguro que está de acuerdo.
—El alcalde está ilocalizable, llevamos toda la noche sin contactar con él. Trataré de hablar con la teniente de alcalde, esa mujer es de las que parece que nunca duermen.
Todos conocían a la mano derecha del alcalde, Cristobalina Macías, una mujer de armas tomar. Seca y fea como un dolor, pero competente y puntillosa en su trabajo, y esa era una actitud que agradecían por los sufridos funcionarios que tenían ganas de trabajar.
—Para dar más fuerza al asunto —añadió Galán, dejando pasar primero a sus colegas por la puerta de la sala— mis dos mejores hombres acompañarán a los agentes municipales a hablar con los curas y las monjas.
—Bien —concluyó Peraza—, me parece buena idea.
—En diez minutos se reunirán con usted en el Ayuntamiento.
Mientras el grupo bajaba las escaleras del segundo piso y cada uno seguía su camino, Morales y Ramos se retrasaron unos escalones.
—Estoy seguro de que sabes quiénes son «mis dos mejores hombres» —dijo Morales, en voz baja—. No hay nada como un buen paseo nocturno por la ciudad visitando iglesias ¿No te parece, Ramos?
El subinspector taladró a Morales con la mirada, lo sobrepasó y siguió bajando la escalera. Si alguien hubiera estado lo suficientemente cerca de él, posiblemente hubiera escuchado su musitada imprecación.
—Hay que joderse.
Las Palmas de Gran Canaria, sábado. 04:00 horas.
Las luces del ala oeste del moderno edificio del Gobierno de Canarias de la calle León y Castillo llevaban encendidas más de media hora. Los pocos automóviles que deambulaban por aquella interminable avenida no se percataban del ir y venir de cabezas a contraluz en los ventanales. Había una crisis que atender en el Gobierno, pero pasaba desapercibida para la población.
Aquello divertía a Rosi Santana, la empleada de seguridad que tenía el turno de noche y que siempre hacía sus rondas por los pasillos desiertos. Esa noche estaban concurridos por las personas que durante el día ocupaban aquellos despachos y a las que nunca veía la cara, y que conocía sólo por las fotos de familia insertas en los portarretratos de las mesas. Y la verdad, que para lo que veía pasar, se quedaba con los familiares. Decenas de hombres en mangas de camisa y sin afeitar y otras tantas mujeres sin arreglar entraban y salían de los despachos con cara de preocupación. Rosi notaba el canguelo en el ambiente. Fuera lo que fuera lo que estaba pasando, estaba claro que los políticos y sus asesores no tenían la situación controlada.
Pero además, notaba algo más en el ambiente, algo frío. El aire acondicionado estaba funcionando. Aquello la indignó. Llevaba siete años trabajando en aquellas dependencias y nunca le habían permitido encender la refrigeración de las salas, ni siquiera en los peores días de tiempo sur del verano. Ahora llegaban aquellos desesperados y lo primero que hacían era conectar el interruptor y poner el ambiente a veinte grados. Como si la conservación en frío les hiciera envejecer menos. Por un momento, pensó que era al revés, todos lo que pasaban delante de ella parecían envejecidos prematuramente. Mejor sin aire acondicionado.
En fin, prefirió pensar en otra cosa. Dentro de un par de horas acababa el turno y se iría a casa, en La Isleta. Llegaría a tiempo para preparar el desayuno a los chicos y a su marido. Cuando se fueran, iría a la compra, prepararía algo de comer para la cena y si el tiempo estaba bueno, se daría un bañito en Las Canteras. Luego, a dormir hasta la tarde.
En esos pensamientos estaba Rosi cuando llegó a la puerta de la gran sala de reuniones enmoquetada que siempre estaba vacía, infrautilizada. En aquel momento estaba ocupada por una decena de personas con expresión tensa. Evitó cruzar la mirada con alguno de ellos, no fuera a ser que el nerviosismo fuera contagioso. Como había tanta gente en el edificio, se tomó con más calma la vuelta de vigilancia. Tocaba un descansito. Se acercó al enorme dispensador de agua mineral que había en el pasillo, lástima que no pudiera echarse un cigarrito. Al menos el agua estaba fresca. Se apoyó a descansar contra la pared forrada de plástico duro de diseño. No pudo evitar escuchar la conversación de la sala.
—Eso es lo que me ha contado la consulesa de Francia en Las Palmas. El Vaticano se niega a pagar el rescate. Según me dice, tienen el dinero, pero como está destinado al África subsahariana, no piensan desviar ni un euro.
A pesar de la hora y de haberle pillado en Gran Canaria aquella crisis, el presidente del gobierno canario no perdía el aplomo que le hizo ganar las últimas elecciones. Parecía más fresco que una lechuga. Al contrario que al resto de su gabinete, sí le había dado tiempo a afeitarse.
—¿Crees que es de fiar la consulesa? —preguntó la consejera de Presidencia.
—Por supuesto —la respuesta del presidente fue rápida—, la conozco muy bien y no me llamaría a deshora si no estuviese segura de la información.
La agradable visión de la consulesa de Francia pasó fugazmente por la mente de los miembros masculinos del gabinete. Una señora de cuarenta y tantos, de una belleza, elegancia y saber estar que ponía verde de envidia a los miembros femeninos. Había enviudado hacía unos cuantos años y la mitad de los hombres de Las Palmas se preguntaba cómo era posible que hubiera evitado a la nube de pretendientes que la acosaban continuamente. Hasta el presidente la veía con buenos ojos. Seguro que la fuente de la consulesa estaba bien informada.
—¿Y estás seguro de que el Gobierno de la Nación no sabe nada al respecto? —Esta vez la pregunta provino del consejero de Interior.
—A tanto no llego —replicó el presidente—. La versión oficial del ministro hasta hace diez minutos era que el Vaticano no había dicho nada. Ahora, con esta nueva noticia, no sé con qué quedarme.