—La primera, a mi modo de ver,
«Acoge en tu mente la séptima oración»
, es la más importante, ya que antepone la séptima frase a todas las demás, de lo que deduzco que el verdadero mensaje comienza a partir de esa séptima oración.
—Es decir, a partir de la séptima línea de la carta —concluyó Ariosto.
—Bien, veo que vas mejorando, Luisito. —apostilló Enriqueta.
Sandra se acordó de Marta y Pedro dando vueltas en La Laguna siguiendo las primeras líneas del texto. Si lo que decía aquella mujer era cierto, estaban perdiendo el tiempo. La anfitriona continuó el estudio del enigma.
—Veamos, ¿qué decía la séptima oración? A ver…,
«El bautista te indica el espíritu»
, y la octava
«El arcángel lo recibe y lo entrega desde el arcano lar a la cruz de plata»
. La palabra espíritu tiene una multitud ingente de acepciones, desde un don sobrenatural y gracia particular que Dios suele dar a algunas criaturas, pasando por el vigor natural y virtud que alienta y fortifica el cuerpo para obrar, hasta llegar a significados poco utilizados como el vértice superior de un pentagrama o el vapor sutilísimo que exhalan el vino y los licores. Para determinar su significado, debemos saber algo más.
La mujer permaneció en silencio unos minutos que a Ariosto y Sandra les parecieron eternos. El primero no pudo evitar echar un vistazo de reojo a su reloj.
—Es una ruta —sentenció la señora. Sus invitados se miraron. Hasta ahí ya habían llegado solos—. Cada frase señala un lugar. Creo que los versos segundo al sexto dibujan el círculo dentro del cual se encuentra lo que se describe en las líneas séptima a decimoprimera, y que debe ser otra figura geométrica. —Sandra y Ariosto dieron un respingo, aquello sí que era nuevo—. Si no me equivoco, al unir en un plano los lugares descritos, saldrá dibujada una figura multiangular, que debe estar cerrada en todos sus lados.
—¿Y por qué cerrada? —preguntó Sandra, mordiéndose las uñas.
—Porque, para buscar algo en el interior de una figura, ésta debe estar cerrada —respondió Enriqueta con suficiencia—. Acuérdate del penúltimo verso:
«Busca profundamente en el interior y hallarás la verdad»
.
—¿Y por qué profundamente?
—No te pases, querida —Enriqueta tomó de nuevo la taza de té—, ¿te crees que soy la Sibila? Si tuviera respuesta para todo me presentaría a algún concurso de la televisión.
—Bien —intervino oportunamente Ariosto—. ¿Podrías localizar algún lugar partiendo del texto?
Enriqueta bebió, dejó la taza en su lugar y volvió a estudiar el texto.
—El espíritu no sabemos exactamente lo que es, con lo que volvemos a encontrarnos con que la primera línea de esta parte del mensaje se soluciona al final de todo. En la segunda está la pista apuntada por el profesor. El «arcángel» podría ser san Miguel. Si «el Bautista» hacía referencia a la iglesia de San Juan, el «arcángel» puede dirigirte perfectamente a la iglesia de San Miguel.
—No hay iglesia de San Miguel en La Laguna, me parece —dijo Ariosto.
—Está la ermita de San Miguel, levantada por el mismísimo conquistador don Alonso de Lugo en la plaza del Adelantado poco después de la fundación de la ciudad. Por ahí es donde hay que empezar. Déjame una copia del enigma y me llamas con tu móvil con lo que encuentres allí. Debe haber algo que nos señale al siguiente lugar, algo que «reciba», y al mismo tiempo «entregue». A fin de cuentas, hay que dibujar una figura y las líneas entre los lugares la van a conformar.
Sandra y Ariosto meditaron unos segundos sobre lo manifestado por Enriqueta. En cierta manera, sus sospechas se estaban confirmando. Necesitaban un plano de la ciudad para establecer los puntos que debían unirse. Ariosto volvió a leer una vez más el texto:
«Busca profundamente en el interior y hallarás la verdad»
. La «verdad» debía ser el objetivo, el lugar donde estaba secuestrado el nuncio. Sopesó las posibles alternativas que de momento tenía en aquel asunto y llegó a la conclusión de sólo le quedaba una, la de seguir jugando el juego que le habían propuesto.
Así lo haría.
Los invitados dieron por terminada la reunión, bajaron la escalera y abrieron la puerta de la calle. Enriqueta les acompañó, colocándose un chal filipino de mil hilos con un elegante movimiento de
larga cambiada
, que dirían los aficionados al toreo.
—Cubríos la boca al salir y poneros abrigo, que la noche está fría —aconsejó.
Al otro lado del vano, en el exterior, la figura incólume de Olegario permanecía de pie frente a la puerta. Portaba en sus manos una caja de galletas inglesas que ofreció a Enriqueta.
—Menos mal que alguien tiene un detalle con esta pobre vieja —dijo la dueña, aceptando el regalo—. Todo un caballero, gracias, don Sebastián.
Ariosto tuvo un cruce de miradas con su chófer. No sabía si aquel presente lo dejaba en buen o mal lugar. Lo que sí estaba seguro es que su empleado no dejaba de sorprenderle.
Roma, sábado 05:30 horas.
04:30 hora canaria.
Darius Kosciewski, el secretario de Estado del Vaticano, intentaba rezar, en vano. Mil pensamientos le venían a la cabeza y eran desechados con la misma velocidad con que aparecían. En su mano estaba telefonear a cualquier mandatario o millonario afín a la iglesia y pedirle el dinero prestado. Pero no podía hacerlo. El papa había sido tajante, ellos no pagarían. La impotencia, para un hombre de acción como él, era el peor de los castigos, con la pena añadida de estar obligado a estar sentado allí, en su despacho del primer piso, localizado en una de las antiguas estancias de los Borgia, sin hacer nada, contando los minutos que se dirigían inexorablemente a un destino fatal.
Una señal luminosa en su teléfono años setenta indicó que tenía una llamada. Descolgó con el típico
«pronto»
italiano.
—Una llamada para su Santidad —dijo el telefonista—, pero la he desviado a usted por su importancia. Es el presidente del Gobierno de España.
—Pásamelo, Stéfano —respondió Kosciewski, que presumía de conocer por su nombre a todos los empleados de la Santa Sede—, gracias.
—Buenas noches, monseñor —la voz habló en español. Como casi siempre, los presidentes hispanos no hablaban otra lengua—. Quería hablar con su Santidad, pero no me lo permiten.
Koscieswki hablaba correctamente el español, aunque con un acento rechinante fruto de la Cracovia profunda de donde era originario, aunque eso debería saberlo ya su interlocutor.
—El papa está descansando en este momento —repuso el secretario—. Sufre un fuerte
stress
emocional. Me imagino que se hace cargo. Yo le atenderé con mucho gusto.
—De acuerdo. —El tono seco del presidente español no podía ocultar su irritación por no poder puentear al secretario polaco—. Perdone que no me exprese muy diplomáticamente, pero nos ha llegado la noticia de que la iglesia ha decidido no pagar el rescate del nuncio en España.
Koscieswki no se esperaba que la noticia se hubiera filtrado fuera de aquellos muros en tan poco tiempo. Habría que revisar los expedientes de las personas que habían tenido acceso al secreto. Dado que se sabía, era inútil negarlo.
—Es una decisión del Santo Padre, hijo, y como tal, debo respetarla —contestó.
—Un momento, monseñor. En nombre de mi gobierno y mi país no puedo menos que exponer mi más enérgica protesta. —El español estaba realmente disgustado—. No podemos dejar morir al nuncio Hesse. Acuérdese de lo que pasó en Florencia.
El secretario era consciente de que el presidente del Gobierno de España no le hubiera llamado con aquella insistencia si el secuestro se hubiera producido en otro país. Era evidente que una de las innumerables elecciones españolas estaba a la vuelta de la esquina.
—Hijo mío —interrumpió Kosciewski—, aunque quisiéramos, no podemos pagar el rescate. Como debe saber, la iglesia practica la pobreza.
—Lo sé —mintió el español—, y ése es el motivo de mi llamada. Como comprenderá, no existe nada más lejos de nuestra voluntad que ocurra en nuestro suelo algo similar a lo del obispo florentino. Si ustedes no pueden pagar, permitan que les hagamos un préstamo. Nuestra experiencia nos dice que es mejor pagar, aunque, claro, eso nunca lo reconoceremos públicamente.
El secretario guardó silencio unos instantes, reflexionando. Los españoles eran famosos por la forma de resolución de sus secuestros. Se abría una puerta que había permanecido cerrada hasta ese momento. Una puerta de esperanza. Pero no convenía traspasar el umbral a lo loco.
—El Vaticano no puede aceptar préstamos que no puede devolver, hijo. Pero gracias por el ofrecimiento.
—De acuerdo —la modulación de voz del presidente recordaba a un refunfuño—. Permitan entonces que ofrezcamos una donación.
—¿A fondo perdido? —El secretario fue víctima inconsciente de sus años al frente de la Banca Vaticana.
—A fondo perdido, padre —la voz al otro lado del hilo telefónico se oyó muy baja, como si temiera que el electorado pudiera estar escuchando.
—De acuerdo, entonces. Hágase la voluntad del señor.
El presidente consideró que era una manera peculiar de darle las gracias, pero no hizo comentario alguno al respecto.
—Mis secretarios se pondrán de acuerdo con los suyos para ultimar los detalles de la transferencia.
—Abriremos nuestras oficinas bancarias de inmediato —dijo el eclesiástico—. No sabe cómo se lo agradezco, el nuncio es amigo personal mío. Rezaré por usted y por su país, hijo mío.
—Gracias, padre —al presidente aquella respuesta le sonó a un
que Dios se lo pague
, pero se aguantó la réplica y no dijo nada.
El secretario de Estado colgó suavemente el teléfono y acto seguido levantó el auricular y marcó en el dial un número corto, de sólo dos cifras.
—¿Santidad?, ya tenemos el milagro.
La Laguna, sábado. 04:30 horas.
Eliseo Dorta no quería acordarse de la última vez que estuvo en una comisaría. Por eso le sudaban las manos y los pies. Era una reacción involuntaria que le producía gran desasosiego. Sobre todo por los pies, y a pesar de calzar unas plantillas con fibra de carbono contra olores y humedades, no las tenía todas consigo.
Se encontraba en un despacho aséptico casi vacío —una mesa vacía de formica marrón fabricada lo menos cuarenta años atrás y tres sillas a juego—, bajo una deprimente luz fluorescente amarillenta, la misma que existía en todas las comisarías españolas. Tras la puerta abierta que daba al pasillo, oía un conjunto de sonidos variados, tacones en la escalera, máquinas de escribir antiguas que sólo usan ya algunos policías, portazos incontrolados y algo indefinido que le sonó al aullido desesperado de un detenido borracho en lo más profundo de las mazmorras. Bueno, no eran mazmorras, pero los calabozos las imitaban modernamente a la perfección.
En uno de aquellos calabozos pasó una noche de carnaval en Santa Cruz. Todo por pasarse de listo. La fiesta comenzó cuando unos amigos de la peña futbolística del barrio tuvieron la ocurrencia de disfrazarse de policías locales. El error consistió en que eligieron el uniforme femenino, con unas enormes pelucas rubias que apenas permitían encasquetarse la gorra de los municipales. Si la primera idea no era buena, fue peor la de aprovisionarse de una poción con la que sus compañeros de juerga llenaron varias cantimploras y botellas de plástico de dos litros. Los cócteles resultantes perdieron por completo la denominación de bebidas blancas y su efecto no se hizo esperar al par de horas de baile en la calle, entre las miles de personas que abarrotaban el centro de la ciudad. No se acordaba de la hora en que perdió a su grupo. No importaba, se divertiría solo. Los problemas comenzaron cuando se obstinó en multar a un par de policías nacionales muy serios que llevaban toda la noche sin probar una gota de alcohol, controlando al personal. Sí, el coche patrulla no estaba estacionado correctamente, pero ese detalle parecía ser irrelevante. A pesar de ser conminado dieciocho veces a que desistiera de su actitud obsesiva con los agentes del orden, Eliseo, cabezota él, quiso seguir con la broma y acabó dentro del coche policial mal aparcado que se había empeñado en multar. El hecho de que vomitara dentro del automóvil poco después no mejoró la situación. El traslado a una furgoneta blindada y el acceso a una suite de barrotes para seis personas con todos los gastos pagados no duró más de quince minutos. Eficiencia policial. Para que luego digan.
Pero si aquello había sido una pesadilla, no tenía nombre lo que ocurrió al salir del juzgado a la resacosa mañana siguiente, cuando una juez con cara de eterno cabreo le dejó en libertad tras echarle un rapapolvo y a la salida le esperaba su mujer, que debía haber comido lo mismo que la juez, por la expresión de su cara.
Eliseo corrió un telón de acero sobre aquellos recuerdos y trató de devolverlos a la cripta mental de donde habían salido.
Dejó el archivador de documentos sobre la mesa y trató de recordar detalles de los tipos que alquilaron el
Altea XL
y la
Yamaha
.
—¿Señor Dorta?
Un tipo atlético entró en el despacho y se sentó en una de las sillas. A pesar de ir vestido de calle, con una camisa de marca remangada en los antebrazos y pantalón vaquero, debía ser el poli a quien tenía que ver. Por lo menos no era el tipo duro y desagradable que se esperaba.
—Soy el inspector Antonio Galán —el hombre sonrió, tratando de tranquilizar al citado a declarar—. Según nos ha comunicado la policía del Puerto de la Cruz, usted trabaja en una agencia de alquiler de coches —Dorta asintió, todavía tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. El policía continuó—. La semana pasada alquiló usted dos vehículos a la misma persona. ¿Ha traído los contratos?
—Sí —el interpelado sacó los documentos del archivador. Ya los tenía preparados—, aquí los tiene.
Galán examinó los documentos durante unos minutos. Dos contratos tipo, de los que se rellenan en el ordenador y salen impresos incluso con la firma del responsable de la agencia. Uno de ellos era la copia gemela del que había encontrado dentro del coche. Sólo aparecían a bolígrafo cuatro firmas repartidas en distintos lugares de la hoja, tras unos párrafos que para leerlos se necesitaba una lupa, y las cruces de aceptación o exclusión de algunos servicios suplementarios, igualmente microscópicos. Buscó los datos del cliente. Tomasso Ranieri, vía Goldoni, 34, Milano. Un número de pasaporte. El apartado de pago con tarjeta de crédito estaba vacío.