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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

El Círculo Platónico (19 page)

BOOK: El Círculo Platónico
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De repente, Manfred Hesse, el nuncio de Roma en España, sintió la oscuridad. Al principio creyó que era presa de una pesadilla, pero por mucho que lo intentaba no lograba despertar. Se sentía adormecido y embotado, sus pensamientos no se desarrollaban con claridad. Pasaron bastantes minutos antes de que se diera cuenta de que realmente se encontraba sentado en una silla metálica con sus extremidades sujetas fuertemente a las patas y brazos. No sabía a ciencia cierta qué era lo que le mantenía inmóvil, una especie de cinta adhesiva que daba infinidad de vueltas sobre sus antebrazos y pantorrillas, la misma que le rodeaba la boca y que a duras penas le permitía respirar por la nariz. No podía mover la silla por muchas contorsiones que hiciera. Debía estar atornillada o soldada al suelo, también metálico.

Pero lo peor de todo era la oscuridad. La falta de luz era absoluta, por lo que daba lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados. A pesar de no ver nada, por el eco que producía el sonido de su respiración notó que se encontraba en un habitáculo reducido, aunque era imposible saber su tamaño exacto.

Poco a poco sus sentidos comenzaron a agudizarse. Se estaba despertando. Pero no era un despertar usual, sino muy lento. Le recordaba a un estado febril, en el que los párpados se convertían en persianas de acero, imposibles de levantar.

Optó por relajarse, de nada le servía mantenerse tenso. Intentó recordar algo. Sólo llegó al momento en que se quedó dormido en su habitación del obispado. Lo siguiente fue encontrarse allí, a merced de alguien desconocido que lo había trasladado sin que él lo notara. Sólo cabía la posibilidad de que lo hubieran drogado de alguna manera. Eso sólo podía significar un secuestro. Comprendió las implicaciones del asunto y recordó inevitablemente al obispo florentino. ¿Cobrarían el dinero los secuestradores y lo dejarían allí, abandonado? ¿Pagaría el Vaticano el rescate?

Volvió a ponerse tenso involuntariamente y comenzó a sentirse acalorado. Notó que su frente se perlaba de sudor al tiempo que una antigua y olvidada úlcera de estómago recordaba su existencia. Los latidos del corazón rebotaron dentro del oído interno, demasiado rápidos. ¿Era una de sus taquicardias? Se percató con inquietud de que al nerviosismo intrínseco a aquella situación se unía una dificultad respiratoria. Pero no era propia de su cuerpo, sino de origen externo. Aquel compartimento parecía estanco, y se estaba quedando sin oxígeno. Su excitación no hacía sino agravar la situación aumentando el consumo. Le costaba cada vez más respirar. ¿Cuánto oxígeno le quedaba? ¿Lo habrían calculado los secuestradores?

El sonido del mecanismo de apertura de una cerradura lo sacó de sus deprimentes pensamientos. Enfrente de él se abrió una puerta y el intenso haz de una linterna hizo que sus ojos se cerraran de dolor. Una oleada de aire fresco entró al mismo tiempo que un hombre vestido de negro con un pasamontañas —la cabeza cubierta de su captor le dio esperanza. Si quisieran matarlo no se preocuparían en ocultar sus rostros—. El hombre portaba en la mano derecha una jeringuilla. Sin mediar palabra, y cuando el nuncio entreabría los ojos tratando de ver algo, le clavó la aguja en el brazo y vació su contenido en apenas un par de segundos. Demasiado rápido, la entrada del líquido en su cuerpo le produjo un agudo dolor.

El encapuchado acabó su cometido sin mirar al cautivo, caminó despacio hacia atrás y salió del habitáculo dando un salto de medio metro. A continuación, cerró la puerta rápidamente. Antes de que la negrura se apoderara de todo, el nuncio vio cómo el secuestrador miraba su reloj. ¿Estaba calculando la duración de la nueva provisión de aire? Eso podría significar que el fin estaba cerca. Para bien o para mal, Hesse estaba seguro de que no volvería a ver a aquel tipo.

Si al menos le hubiera dicho algo. Había sido demasiado frío, excesivamente impersonal, marcadamente profesional.

Se sintió muy solo. ¿Cómo podía haber gente tan malvada e insensible? ¿Por qué se cebaban en personas que sólo buscaban hacer el bien a los demás?

Notó un creciente entumecimiento de sus piernas y brazos. La droga estaba haciendo efecto. Lo siguiente sería la cabeza. Tal vez fuera mejor así, sin darse cuenta de lo que sucedería a continuación.

Se ahorraría la desesperación.

Se dispuso a perder la consciencia colocando el cuerpo de la forma más cómoda posible. Era cuestión de segundos. Nada podía hacer, allí se quedaría, indefenso.

A oscuras.

35

La Laguna, sábado. 04:50 horas.

El brillo de la cruz dorada de la capilla de los Herreros atraía las miradas de Marta y de Pedro Hernández, pero no les daba respuestas. La Cruz repujada, de una belleza extraordinaria, resaltaba delante de una colgadura enorme de terciopelo rojo y se apoyaba en un altar que ocupaba casi todo el espacio de aquella pequeña construcción. A sus pies unas flores mustias y vencidas formaban parte de un cuadro que había languidecido desde la última apertura de la capilla, en el mes de mayo. Ni el mismo mayordomo —tal vez por el sueño que lo dominaba— reparó en ellas.

La arqueóloga y el archivero habían revisado la Capilla por todos lados en los diez minutos que llevaban en ella. A la derecha de la cruz un conjunto escultórico de un ángel con un niño —un ángel de la guarda, aventuró Hernández— era la única posibilidad de conexión con el enigma. El ángel, con un brazo levantado en pose de agarrar algo con la mano que había desaparecido, no parecía concordar con el arcángel del texto en clave. Sin embargo, el archivero estaba seguro de que la ermita debía formar parte del círculo. Sobre el plano, la capilla de los Herreros, y unos cien metros más al oeste la capilla de la Cruz de los Álamos, pertenecían a ese conjunto circular de edificios religiosos que rodeaba la ciudad.
Bueno
—matizaba Pedro mentalmente—
que rodeaba la ciudad antigua, la del plano de Torriani, que es donde mejor se observa
. Por ello analizaba más a menudo el plano de 1592 que el actual.

—¿Por qué se llama capilla de la Cruz de los Herreros? —preguntó Marta.

—Es un nombre erróneo —respondió Hernández al instante—. En realidad es la capilla de Juan de Vera, un médico de comienzos del siglo XVIII que la levantó a su costa como muestra de fervor religioso. Hubo un tiempo en que estuvo de moda hacerlo. Con el tiempo se olvidó su origen y alguien, en un momento dado, la rebautizó con ese nombre.

El teléfono móvil de Pedro sonó con el
Allegro
de
La Primavera
de Vivaldi. El archivero miró la pantalla. Era Ariosto. Deseó que hubiera tenido más suerte que ellos.

—Amigo Pedro —la voz familiar de su amigo sonaba fresca, como si la hora no hiciera mella en su tono—, ¿Han alcanzado algún progreso?

—Dimos con el extemporáneo en la capilla Moure, pero nos hemos estancado en la siguiente. No vemos cómo seguir adelante.

—Nosotros hemos sacado algo en claro, aunque no demasiado. Necesito que venga a la plaza del Adelantado para ayudarnos en la pesquisa, ya que tampoco nosotros avanzamos.

—De acuerdo, vamos para allá —finalizó Hernández.

Marta y Pedro agradecieron al somnoliento mayordomo la gentileza de abrir la capilla en horas tan intempestivas y caminaron a paso ligero por la calle Quintín Benito. Dejaron a su izquierda la inmensa explanada de la plaza del Cristo, que siempre transmitía la sensación de que faltaba algo en su centro, demasiado vacío. Tomaron por la peatonal calle Viana, más cómoda para caminar que la estrecha acera de la paralela, la calle del Agua. En siete minutos en los que no se cruzaron más que con la furtiva sombra de un gato parduzco y esquivo, llegaron a la plaza del Adelantado. A un lado de la barroca fuente central, triste y sin agua, les esperaban Sandra y Ariosto. Los árboles entorpecían la luz de los faroles, dando al entorno un aire mortecino y melancólico. La ermita de San Miguel, extraña entre dos edificios modernos que destruían el buen gusto de la plaza, permanecía muda y cerrada.

—Estamos bloqueados, —confesó Ariosto, que puso al corriente a los recién llegados de lo averiguado en San Juan y de la teoría aportada por doña Enriqueta.

—En la capilla de los Herreros-Juan de Vera sólo había un ángel, pero no era el que buscamos —respondió Pedro.

—Por nuestra parte —añadió Sandra—, la pista termina sin salida. La ermita de San Miguel no contiene ningún objeto religioso y se destina a exposiciones culturales esporádicas. Está vacía.

Hernández meditó sobre la última frase de Sandra. Era conocido que la ermita no estaba destinada al culto. ¿Se había conservado algo de su contenido? De repente, una luz se hizo en sus sombríos pensamientos.

—¡La imagen de san Miguel! —La exclamación sobresaltó a sus amigos—. La talla original todavía se conserva, un poco cascada, pero está. De hecho, todos los años se pasa, el día de su festividad, por delante de la antigua ermita y la devuelven al lugar donde se halla actualmente.

—¿Y dónde está? —Preguntó la periodista.

—Aquí cerca. En la iglesia de Santo Domingo. En uno de los altares principales.

—Entonces… —dijo Marta—, no está donde debería estar…

—Pero está cerca —concluyó Sandra—. Es lo que decía el enigma. Repite el texto Pedro, por favor.


«Allí donde debe estar; no está, pero se acerca»
—Pedro releyó una vez más el texto—. Sí, es muy posible que se refiera a San Miguel, ahora que lo pienso. Eso quiere decir que el círculo pasa por aquí.

—Efectivamente —añadió Ariosto—, seguro que lo cerraremos en breve, pero centrémonos en el arcángel. ¿Dice usted que está en la iglesia?

—Así es —contestó el archivero—, pero hay que llamar al párroco.

—No tenemos tiempo —repuso—. Busquemos una entrada desde el convento.

Pedro recordó que en el antiguo convento de Santo Domingo se inauguraría la exposición de cruces a la mañana siguiente de la que Ariosto era el comisario. Los edificios se encontraban adosados en ángulo, formando una pintoresca plaza en la que una espadaña de sillares negros delimitaba las fachadas de la iglesia y del amplio cenobio.

Ariosto hizo una señal con el brazo y Olegario descendió del coche. Con su usual tranquilidad, abrió el maletero y cogió el estuche negro. El grupo caminó una manzana en dirección sur, y se plantó ante la iglesia y convento de los dominicos. Un enorme cartel vertical recordaba el evento que se produciría en apenas unas horas.

Ariosto saludó a la pareja de policías locales que vigilaban la entrada del convento y pasaron al interior del edificio. En vez de seguir recto y dirigirse a la zona de exposición, torcieron a la izquierda y accedieron a un antiguo claustro ajardinado restaurado en todos sus detalles. La segunda puerta del lado norte daba acceso a una estancia sin utilizar. Ocasionalmente se usaba para exposiciones de arte, aunque la sala principal era la siguiente, la del lado este.

—Aquí hay un acceso a la iglesia —dijo Ariosto, señalando una maciza puerta oscura asegurada por dentro por dos barras metálicas colocadas transversalmente—. No se puede entrar desde la iglesia, pero sí es posible hacerlo al revés.

—Debe dar a la zona de la sacristía —comentó Hernández, haciendo cálculos.

—Sebastián, por favor —solicitó Ariosto.

Olegario quitó con algo de esfuerzo las barras de sus soportes y se puso a trabajar en la cerradura. Todos lo miraban expectantes, pero esa circunstancia no fue obstáculo para que se concentrara en la utilización de dos artilugios de acero que trastearon en el ojo del mecanismo hasta que un sonido metálico avisó que dejaba de ser un obstáculo. Ariosto dio gracias por segunda vez aquella noche por contar con las habilidades fuera de contrato de su chófer. Ninguno de sus acompañantes hizo preguntas, sólo Pedro se santiguó involuntariamente, como pidiendo disculpas por aquella invasión.

De la sacristía pasaron al interior del templo, que lucía más amplio de lo que parecía por fuera. Santo Domingo poseía sólo dos naves, pero pasaba por ser una de las iglesias más bonitas de la isla. Las luces del techo se encendieron y mostraron un suelo con dibujo geométrico estilizado que servía de base para que ascendieran las altas y elegantes columnas que sostenían un techo mudéjar de madera labrada. Las paredes laterales aparecían decoradas con frescos del siglo XX y desembocaban en el altar mayor, en el que destacaba, entre reflejos dorados y plateados, por encima de un enorme manifestador, la Virgen del Rosario, la principal imagen de la iglesia.

—¡Aquí está el san Miguel! —exclamó Marta, entrando en la capilla de la Epístola, a la izquierda del altar. En lo alto de una hornacina, la estatua de un ángel vestido con ropajes dorados de centurión romano, con espada y escudo, estaba a punto de pisar y dar un tajo con su arma a un curioso diablillo negro con cuernos que trataba de evitarlo.

—Que alguien lea el texto, por favor —pidió Ariosto.


«El arcángel lo recibe y lo entrega desde el arcano lar a la cruz de plata»
—Leyó Sandra, atenta.

—Creo que debemos fijarnos en la postura de los brazos de la estatua —dijo Ariosto.

—No veo que este san Miguel reciba nada —dijo Marta—, más bien va a dar un buen espadazo al que pille por delante.

—La verdad es que, viendo la imagen, es difícil encontrarle significado a la frase del enigma —reconoció Pedro.

Los cuatro amigos miraron una y otra vez al arcángel, cuya inexpresiva mirada no les ayudaba lo más mínimo.

—Me temo que este arcángel no es el que buscamos, amigos —dijo Ariosto—. Volvemos a quedarnos atascados.

—Retomemos el enigma, que en algún lugar nos habremos equivocado —indicó Pedro—. Estamos de acuerdo en que el verso
«Allí donde debe estar, no está, pero se acerca»
, se refiere a la ermita de San Miguel. Pero el problema se encuentra en el otro, en el de
«El arcángel lo recibe desde el arcano lar y lo entrega a la cruz de plata»
. Y da la impresión de que este san Miguel no recibe ningún espíritu ni nada parecido.

—¿Hay alguna otra imagen del arcángel en esta iglesia? —preguntó Sandra.

—Del arcángel san Miguel no —respondió Pedro, enfrascado en sus recuerdos—. Hay una… pero no es de san Miguel, sino de san Rafael.

—San Rafael era otro arcángel ¿No es cierto? —preguntó Ariosto.

—Sí, así es —contestó el archivero—. Está aquí cerca, en una de las capillas del lateral norte.

El grupo se desplazó rápidamente por la segunda nave, dejando a un lado un gigantesco cuadro en el que la familia dominica al completo —varias decenas de rostros severos del siglo XVIII— los amonestaba por aquella intrusión. La siguiente capilla, con tres nichos ocupados por sendas estatuas, los esperaba impasible. En el extremo más cercano a la puerta de entrada encontraron la imagen que estaban buscando. Una escultura de fábrica más tosca, vestida con ropas de piel de color verde y rojo, esta vez sin casco, escudo ni alas, adoptaba una pose de cierto fatalismo al notar que le faltaba algo que portaba en la mano, desaparecido en algún momento oscuro de su historia.

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