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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El castillo de Llyr (2 page)

BOOK: El castillo de Llyr
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Y, sin más preámbulos, sin tomarse ni tan siquiera el tiempo necesario para exprimir un poco su capa, hizo tal reverencia que Taran temió que el joven fuera a perder el equilibrio. Volvió a erguirse y, con voz solemne, proclamó:

—En nombre de Rhuddlum, hijo de Rhudd y de Teleria, hija de Tannwen, rey y reina de la isla de Mona, saludo a la princesa Eilonwy de la casa real de Llyr, y a…, bueno, al resto de vosotros —añadió, parpadeando a toda velocidad como si acabara de pensar en algo—. Tendría que haberos preguntado cuáles eran vuestros nombres antes de empezar.

Taran, sorprendido y un tanto molesto ante una conducta tan peculiar, dio un paso hacia adelante y se encargó de presentarle a los compañeros. El joven le interrumpió antes de que pudiera preguntarle su nombre.

—¡Espléndido! Tenéis que volver a presentaros después, uno por uno, si no quizá me olvide de vuestros nombres… Oh, veo que el capitán nos está haciendo señas. Estoy seguro de que debe tratarse de algo relacionado con las mareas. Siempre anda preocupado por ellas… Es la primera vez que dirijo una expedición — siguió diciendo con orgullo—. Es sorprendentemente fácil. Lo único que debes hacer es decirle a los marineros…

—Pero ¿quién sois? —le preguntó Taran, perplejo. El joven le miró, pestañeando.

—Oh, ¿no os lo he dicho? Soy el príncipe Rhun.

—¿El príncipe Rhun? —repitió Taran con incredulidad.

—Cierto, cierto —respondió Rhun sonriéndole afablemente—. El rey Rhuddlum es mi padre; y, naturalmente, la reina Teleria es mi madre. ¿Qué os parece si vamos embarcando? No me gustaría poner nervioso al capitán; realmente se preocupa mucho por esas mareas…

Coll abrazó a Eilonwy.

—Creo que cuando volvamos a verte no te reconoceremos —le dijo—. Serás una princesa soberbia.

—¡Quiero que me reconozcan! —gritó Eilonwy—. ¡Quiero ser yo!

—No temas —le dijo Coll, guiñándole el ojo. Se volvió hacia Taran—. Y tú, muchacho… Adiós. En cuanto vayas a regresar, manda a Kaw para que me avise y te recibiré en la bahía de Avren.

El príncipe Rhun le ofreció su brazo a Eilonwy y la ayudó a cruzar la pasarela. Gurgi y Taran les siguieron. Taran, que ya se había formado cierta opinión sobre la agilidad de Rhun, no quitó ojo a la princesa hasta que Eilonwy se encontró sana y salva a bordo de la nave.

La embarcación era sorprendentemente espaciosa y bien provista. La cubierta, bastante larga, tenía a cada lado bancos para los remeros. En la popa se alzaba una gran estructura en forma de cuadrado, coronada por una plataforma.

Los marineros hundieron sus remos en el agua y llevaron la nave hasta el centro del río. Coll les siguió, trotando a lo largo de la orilla y saludándoles con la mano. La embarcación dobló una curva del río, que seguía haciéndose cada vez más ancho, y el viejo guerrero desapareció. Kaw se había posado en la punta del mástil: la brisa silbaba por entre sus plumas y estaba agitando las alas con tanto orgullo que más parecía un gallo negro que un cuervo. La distancia hizo que la orilla fuera volviéndose gris, y la embarcación avanzó hacia el mar.

Su primer encuentro con Rhun había logrado dejarle perplejo y vagamente irritado, pero Taran ya estaba empezando a desear no haber conocido al príncipe. Taran había tenido intención de hablar a solas con Eilonwy, pues había muchas cosas que su corazón anhelaba contarle. Pero cada vez que lo intentaba, el príncipe Rhun parecía surgir de la nada, con su redondo rostro iluminado por una sonrisa jovial, gritando «¡Hola, hola!», un saludo que Taran iba encontrando más irritante con cada nueva repetición.

En una ocasión el príncipe de Mona fue corriendo hacia los compañeros para mostrarles un gran pez que había capturado, lo cual encantó a Eilonwy y a Gurgi, pero no a Taran; pues un instante después Rhun concentró su atención en alguna otra cosa y partió a la carrera, dejando a Taran con el mojado y escurridizo pez entre las manos. Y en otra ocasión el príncipe se inclinó sobre la borda para señalarles un grupo de delfines, y estuvo a punto de que se le cayera la espada al mar. Por suerte Taran logró cogerla antes de que el arma se perdiera para siempre.

Cuando estuvieron en alta mar, el príncipe Rhun decidió encargarse del timón: Pero apenas lo hubo cogido éste se le escapó de entre los dedos. Rhun intentó dominarlo, y la embarcación empezó a oscilar y a saltar con tal violencia que Taran se vio arrojado contra la borda. Un tonel de agua se soltó de sus ataduras y empezó a rodar por la cubierta, la vela se agitó locamente ante el repentino cambio de curso y toda una hilera de remos casi se partió en dos antes de que el timonel lograra quitarle el timón de las manos al príncipe, que seguía decidido a aprender su manejo. El doloroso bulto que apareció en la cabeza de Taran no hizo nada por aumentar su estima hacia las habilidades marineras del príncipe Rhun.

Aunque el príncipe no hizo más intentos de dirigir la nave, trepó a lo alto de la plataforma y, una vez allí, se dedicó a darle órdenes a la tripulación.

—¡Sujetad bien la vela! —gritó alegremente—. ¡Mantened el rumbo! Aunque nunca había navegado, Taran se dio cuenta de que la vela ya estaba más que sujeta y la embarcación avanzaba siguiendo un rumbo inalterable; y no tardó en percibir que los marineros, sin decir nada, se ocupaban tranquilamente de sus tareas y de mantener la buena marcha de la nave, no prestando ni la más mínima atención a lo que les gritaba el príncipe.

A Taran le dolía la cabeza a causa del chichón; su jubón seguía desagradablemente húmedo y olía a pescado, y cuando por fin tuvo ocasión de hablar con Eilonwy su estado de ánimo no era el más adecuado para tal conversación.

—¡Príncipe de Mona! Ya… —farfulló—. No es más que un…, un aspirante a príncipe, un crío torpe, un cabeza de chorlito. ¿Y afirma dirigir la expedición? Si los marineros obedecieran sus instrucciones no tardaríamos en encallar. Nunca he gobernado una nave, pero no me cabe duda de que podría hacerlo mejor que Rhun. Jamás había visto a nadie tan bobo como él.

—¿Bobo? —respondió Eilonwy—. Bueno, sí, a veces da la impresión de que no es muy espabilado. Pero estoy segura de que obra impulsado por una buena intención, y creo que posee un gran corazón. De hecho, creo que es bastante agradable.

—Sí, ya me lo imaginaba —replicó Taran, aún más irritado por las palabras de Eilonwy—. Y todo porque te ofreció el brazo para que te apoyaras en él, ¿no? Un gesto galante y de lo más principesco… Tuviste suerte de que no te hiciera caer al agua.

—Bueno, por lo menos supo mostrarse cortés —observó Eilonwy—, lo cual es algo que no suele darse con frecuencia en los Ayudantes de Porquerizo.

—Ayudante de Porquerizo… —dijo secamente Taran—. Sí, ése es mi destino. Nací para ser Ayudante de Porquerizo, igual que el principito de Mona nació teniendo ese rango. Es hijo de un rey y yo…, yo ni tan siquiera sé quiénes eran mis padres.

—Bueno —dijo Eilonwy—, no puedes culpar a Rhun por haber nacido, ¿verdad? Quiero decir que podrías culparle de ello pero no te serviría de nada. Sería igual que dar patadas a una roca con el pie descalzo.

Taran lanzó un bufido.

—Estoy seguro de que esa espada que lleva al cinto pertenece a su padre y estoy seguro de que nunca la ha utilizado para nada que no sea asustar a un conejo. Al menos yo me he ganado el derecho a llevar la mía. Y aun así sigue llamándose príncipe… ¿Es que le basta con nacer para ser digno de su rango? ¿Crees que vale tanto como Gwydion, hijo de Don?

—El príncipe Gwydion es el mejor guerrero de toda Prydain —replicó Eilonwy—. No puedes esperar que todo el mundo sea como él. Y tengo la impresión de que si un Ayudante de Porquerizo hace todo lo que está en su mano y un príncipe también, no hay ninguna diferencia entre ellos.

—¡Ninguna diferencia! —exclamó Taran, irritado—. ¡Ya veo que tienes una gran opinión de Rhun!

—Taran de Caer Dallben, realmente creo que estás celoso —declaró Eilonwy—. Y que estás compadeciéndote de ti mismo. Y eso es tan ridículo como…, como pintarte la nariz de verde.

Taran no dijo nada más; se dio la vuelta y se dedicó a contemplar las olas con expresión hosca.

Para empeorar las cosas, el viento se hizo más fuerte, el mar acabó encrespándose y Taran descubrió que apenas si era capaz de conservar el equilibrio. La cabeza le daba vueltas, y temía que la embarcación pudiera acabar hundiéndose. Eilonwy, pálida como una muerta, se aferraba a la borda.

Gurgi gimoteaba, lanzando terribles aullidos.

—;Ay, mi pobre y tierna cabeza está llena de giros y mareos! A Gurgi ya no le gusta este barco. ¡Gurgi quiere ir a casa!

El príncipe Rhun parecía encontrarse estupendamente. Comía con gran apetito y se mostraba extremadamente animado, mientras que Taran, enfermo y miserable, yacía acurrucado y cubierto por su capa. El mar no se calmó hasta el ocaso y cuando cayó la noche Taran agradeció mucho el que la embarcación atracara en una cala de aguas tranquilas. Eilonwy sacó de su equipaje la esfera dorada. Nada más tenerla en sus manos la esfera empezó a relucir y sus rayos hicieron brillar las oscuras aguas.

—Oh, ¿qué es eso? —exclamó el príncipe Rhun, que había bajado de su plataforma.

—Es mi juguete —dijo Eilonwy—. Siempre lo llevo conmigo. Nunca se sabe cuándo puede resultar útil.

—¡Asombroso! —gritó el príncipe—. Jamás había visto nada igual. — Examinó cuidadosamente la esfera dorada, pero apenas la tomó en sus manos la luz dejó de brillar. Rhun alzó los ojos, muy preocupado—. Me temo que la he roto.

—No —le tranquilizó Eilonwy—. No todo el mundo puede hacerla funcionar, eso es todo.

—¡Increíble! —dijo Rhun—. Tienes que enseñársela a mis padres. Ojalá tuviéramos unas cuantas esferas como ésa repartidas por el castillo.

Rhun le devolvió la esfera a Eilonwy después de una última ojeada llena de curiosidad. Insistió en que la princesa debía dormir cómodamente en su cama y se preparó un lecho entre un montón de cordajes. Gurgi se hizo una bola cerca de él mientras que Kaw, sin hacer caso de las llamadas de Taran, quien le pedía que abandonara el mástil, siguió en la punta de éste. Rhun se durmió en seguida y empezó a roncar de forma tan estruendosa que Taran, llegando a los límites de su paciencia, decidió tumbarse en la cubierta tan lejos del príncipe como le fuera posible. Cuando por fin logró quedarse dormido, soñó que los compañeros seguían en Caer Dallben y que nunca habían salido de allí.

2. Dinas Rhydnant

El paso de los días hizo que el humor de Taran mejorara. Los compañeros acabaron acostumbrándose a los movimientos de la nave; las atmósfera estaba siempre limpia, fresca y olía a sal, y Taran podía sentir en sus labios el sabor de las olas. El príncipe Rhun se pasaba el tiempo subido a su plataforma, gritando órdenes a las que la tripulación no hacía caso, y los compañeros mataban las horas echándole una mano a los marineros. Tal y como le había profetizado Coll, el trabajo logró calmar poco a poco el turbado corazón de Taran, pero, aun así, había momentos en los que recordaba el propósito de aquel viaje y deseaba que nunca llegara a su fin.

Taran acababa de enrollar una cuerda cuando Kaw se dejó caer del mástil y empezó a revolotear a su alrededor, graznando como un loco. Un instante después el vigía gritó anunciando haber divisado tierra. El príncipe Rhun les dijo a los compañeros que subieran a la plataforma y éstos se apresuraron a trepar por ella. Taran vio las colinas de Mona, bañadas por el amanecer, que asomaban en el horizonte. La embarcación se fue acercando al puerto de Dinas Rhydnant, con sus atracaderos y muelles, su rompeolas de piedra y sus grupos de naves. Abruptos acantilados se alzaban casi junto a las aguas, y en el más alto de ellos había un gran castillo desde el que se veían los estandartes de la casa de Rhuddlum, que crepitaban movidos por la brisa.

La embarcación se deslizó hasta el muelle; los marineros arrojaron las cuerdas de amarre y saltaron a tierra. Los compañeros, con el príncipe Rhun a la cabeza, fueron escoltados hasta el castillo por filas de guerreros que les rindieron honores con sus lanzas.

Pero ni tan siquiera aquel breve trayecto pudo terminar sin incidente. El príncipe de Mona desenvainó su espada para devolver el saludo que le había hecho el Capitán de la Guardia y blandió el arma con un floreo tan exagerado que su punta se enganchó en la capa de Taran.

—Oh, cómo lo siento… —exclamó Rhun, examinando con gran curiosidad el profundo desgarrón de la tela causado por su hoja.

—Yo también lo siento, príncipe de Mona —murmuró Taran, enfadado con Rhun y preocupado ante la mala impresión que su capa rota causaría en el rey y la reina.

No dijo nada más, pero apretó los labios y deseó con todas sus fuerzas que los reyes no se dieran cuenta del desperfecto. El cortejo entró por las puertas del castillo y llegó a un gran patio. «¡Hola, hola!», gritó alegremente el príncipe Rhun, y corrió hacia sus padres, que le estaban esperando. El rey Rhuddlum tenía la misma cara redonda y jovial que el príncipe Rhun. Saludó cordialmente a los compañeros, repitiendo las mismas palabras un montón de veces. No dio señal alguna de haberse fijado en el desgarrón de la capa de Taran, lo cual sólo consiguió aumentar la incomodidad de éste, y cuando acabó de hablar la reina Teleria fue hacia ellos.

La reina era una mujer robusta y de expresión afable, y vestía un holgado traje blanco; una tiara dorada ceñía su cabellera, que tenía el mismo color pajizo que la del príncipe Rhun. Cubrió de besos a Eilonwy, abrazó al todavía preocupado Taran y dio un respingo de sorpresa cuando vio a Gurgi, pero acabó abrazándole también.

—Bienvenida, hija de Angharad —dijo la reina Teleria, volviéndose hacia Eilonwy—. Tu presencia honra…, niña, deja de moverte todo el rato, estate quieta…, tu presencia honra a nuestra casa. —Y, de repente, se calló y cogió a Eilonwy por los hombros—. ¡Llyr bendito! —exclamó—. ¿De dónde has sacado esas ropas tan horribles? Sí, ya iba siendo hora de que Dallben te dejara salir de ese miserable agujero suyo perdido en mitad de los bosques…

—¡Miserable agujero! —gritó Eilonwy—. Amo Caer Dallben. Y Dallben es un gran hechicero.

—Exactamente —dijo la reina Teleria—. ¡Está tan ocupado arrojando hechizos y encantamientos que te ha dejado crecer igual que si fueras un hierbajo! —Se volvió hacia el rey Rhuddlum—. ¿No crees que tengo razón, querido?

—Cierto, cierto, igual que un hierbajo —dijo el rey, contemplando a Kaw con gran interés.

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