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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El castillo de Llyr

BOOK: El castillo de Llyr
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Una vez más, el reino imaginario de Prydain vuelve a la vida con su encantador carrusel de sinsentidos y su desfile de estrafalarios e inolvidables personajes. La princesa Eilonwy debe recibir una educación propia de su rango y es enviada a la Isla de Mona (más bien a su pesar: mucho se teme que eso de aprender buenas maneras puede resultar mortalmente aburrido). Pero Eilonwy deberá enfrentarse a peligros mucho peores que llegar a convertirse en una dama, pues está en posesión de poderes mágicos que Achren, la hechicera más temida en todo Prydain, reclama para sí a cualquier precio…

El castillo de Llyr
es la tercera entrega de las
Crónicas de Prydain
, una serie de fantasía en la que se aúna un delicioso sentido del humor con una personalísima reelaboración de la mitología galesa.

Lloyd Alexander se cuenta entre esos pocos creadores de obras de fantasía privilegiados que han logrado seducir al público de todas las edades. Su máxima fama proviene de estas
Crónicas de Prydain
, llevadas al cine por
Walt Disney
y cuyo último volumen recibió la
Newbery Medal
, el más cotizado galardón que se concede en Norteamérica a la literatura juvenil.

Lloyd Alexander

El castillo de Llyr

Crónicas de Prydain nº3

ePUB v1.1

Smoit
26.07.12

Título original:
The Castle of Llyr

Lloyd Alexander, 1966.

Traducción: Albert Solé

Diseño de portada: Llorenç Martí

Retoque portada: Tagus

Editor original: Smoit (v1.0 a v1.x)

ePub base v2.0

Comentario del autor

En esta crónica de Prydain, que sigue a
El Libro de los Tres
y
El caldero mágico
, lo que le sucede a la heroína es tan importante y peligroso como la misión que debe llevar a cabo el héroe. La princesa Eilonwy, la del cabello rojo y oro, debe hacer mucho más que enfrentarse a la inevitable (y, en su opinión, absolutamente innecesaria) ordalía de convertirse en una joven dama. Tal y como le advierte Dallben, el viejo hechicero, «A cada uno de nosotros le llega el momento en el que debe ser más de lo que es». Y esto es así tanto para las princesas como para los ayudantes de porquerizo.

En cierto sentido,
El castillo de Llyr
es una crónica más romántica que las dos anteriores: Taran es claramente consciente de cuáles son sus sentimientos hacia Eilonwy. Y en algunos momentos incluso resulta más cómica: por ejemplo, la terrible desesperación de los compañeros cuando tienen que vérselas con el bienintencionado pero más bien inútil príncipe Rhun. El tono del relato quizá sea más agridulce que abiertamente heroico. Pero la aventura debería contener algo más aparte de los elementos típicos del cuento de hadas: una joya mágica, una reina vengativa, un castillo misterioso y rivales que aspiran a obtener la mano de la princesa. La naturaleza del género fantástico permite que ocurran cosas capaces de revelar mucho más claramente cuáles son nuestras debilidades y nuestras virtudes. Los habitantes de Prydain son figuras creadas por la fantasía; tengo la esperanza de que también resulten humanos.

Sin embargo, Prydain es un lugar totalmente imaginario. Mona, el telón de fondo donde se desarrolla
El castillo de Llyr
, es el antiguo nombre galés de la isla de Anglesey. Pero ese telón de fondo no ha sido trazado con la precisión de quien dibuja un mapa y, más que describirla de una forma realista, mi esperanza es haber logrado que el lector sienta cómo era la tierra de Gales y sus leyendas.

Algunos lectores quizá protesten, indignados ante el destino de varios villanos de esta historia, especialmente ante el de uno de los canallas más desagradables de todo Prydain. Creo mi deber recordarles que, aunque
El castillo de Llyr
, igual que los dos libros anteriores, es una crónica independiente y puede ser leída aparte de las demás, algunos de los acontecimientos que se relatan en él tienen consecuencias que llegan hasta un futuro bastante lejano. Salvo lo dicho, no voy a dar más pistas, y me limitaré a recomendarles que procuren dar muestra de una de las virtudes más difíciles de practicar: la paciencia.

1. El príncipe Rhun

Eilonwy, la del cabello rojo y oro, la princesa Eilonwy, hija de Angharad, hija de Regat de la Casa Real de Llyr, estaba a punto de abandonar Caer Dallben. Dallben en persona lo había ordenado; y aunque el corazón de Taran se había llenado de una repentina y extraña tristeza, sabía que no servía de nada discutir las órdenes del viejo hechicero.

La mañana de primavera en que Eilonwy debía partir, Taran ensilló los caballos y los sacó del establo. La princesa, que se comportaba con una desesperada jovialidad, había recogido sus escasas pertenencias y hecho un pequeño fardo que colgaba de su hombro. Rodeaba su cuello una cadenita de la que pendía una luna creciente de plata; en su dedo llevaba un anillo muy antiguo, y en el pliegue de su capa transportaba otra de sus más preciadas posesiones: la esfera dorada que, a una orden suya, brillaba con una luz más potente que la de cualquier antorcha.

Dallben, cuyo rostro estaba más ceñudo que de costumbre y cuya espalda se encorvaba como si llevara una pesada carga, abrazó a la joven ante la puerta de la cabaña.

—Siempre tendrás un sitio en Caer Dallben —le dijo—, y otro sitio más grande en mi corazón. Pero, desgraciadamente, educar a una joven dama es un misterio tan grande que supera incluso a las artes de un hechicero. Y —añadió con una rápida sonrisa—, ya he tenido bastantes problemas educando a un Ayudante de Porquerizo. Te deseo un buen viaje hasta la isla de Mona —siguió diciendo Dallben—. El rey Rhuddlum y la reina Teleria son buenos y generosos. Están dispuestos a protegerte y cuidar de ti igual que si fueran tus padres, y la reina Teleria podrá enseñarte cómo ha de comportarse una princesa.

—¡Bah! —exclamó Eilonwy—. ¡No tengo ganas de ser princesa! Y dado que ya soy una joven dama, ¿de qué otra forma pueda portarme, sino como tal? ¡Eso es como pedirle a un pez que aprenda a nadar!

—Bueno —dijo sarcásticamente Dallben—, jamás he visto a un pez con las rodillas despellejadas, la ropa llena de agujeros y los pies descalzos. No creo que le favorecieran demasiado, igual que no te favorecen a ti. —Y puso suavemente su nudosa mano sobre el hombro de Eilonwy—. Niña, niña, ¿es qué no lo comprendes? A cada uno de nosotros le llega un momento en el que debe ser más de lo que es. —Se volvió hacia Taran—. Cuida bien de ella —le dijo—. Que Gurgi y tú vayáis con ella es algo que no acaba de hacerme muy feliz, pero si eso puede ayudar a que vuestra separación sea menos dura…

—La princesa Eilonwy llegará sana y salva a Mona —respondió Taran.

—Procura volver tú también sano y salvo —le dijo Dallben—. Mi corazón no estará tranquilo hasta que no lo hayas hecho.

Abrazó a la joven de nuevo y entró rápidamente en la cabaña.

Habían decidido que Coll les acompañaría hasta la embocadura del Gran Avren y volvería con los caballos a Caer Dallben. El viejo y fornido guerrero, ya montado, les aguardaba pacientemente. Gurgi, siempre hirsuto, esperaba sobre su pony con el aspecto melancólico de un búho al que le duele el estómago. Kaw, el cuervo amaestrado, se había posado sobre la silla de montar de Taran y mantenía un silencio nada propio de él. Taran ayudó a Eilonwy a montar en

Lluagor, su corcel favorito, y subió a la grupa de Melynlas, su caballo de crines plateadas.

El pequeño grupo dejó Caer Dallben a su espalda y partió hacia las colinas que debían atravesar para llegar hasta el Avren. Taran y Coll iban un poco por delante de los demás, y Kaw se había acomodado en el hombro de Taran.

—Nunca paraba de hablar y hablar —dijo Taran con voz lúgubre—. Bueno, al menos Caer Dallben estará más tranquilo…

—Sí —dijo Coll.

— Y no tendremos tantas preocupaciones. Siempre estaba metiéndose en líos.

—Es verdad —afirmó Coll.

—Creo que es lo mejor para todos —dijo Taran—. Después de todo, Eilonwy es una princesa de Llyr. No puede vivir igual que si fuera tan sólo una Ayudante de Porquerizo.

—Muy cierto —dijo Coll, contemplando las pálidas colinas. Siguieron avanzando en silencio durante un rato.

—La echaré de menos —acabó diciendo Taran, sin poderse contener, entre triste e irritado.

El viejo guerrero sonrió y se frotó su reluciente calva.

—¿Se lo has dicho?

—No…, no exactamente —tartamudeó Taran—, Supongo que tendría que habérselo dicho, ¿no? Pero cada vez que me disponía a hablarle de ello, yo… Me sentía muy raro. Además, cuando intentas hablar seriamente con ella nunca sabes con qué observación estúpida te va a salir…

—Quizá aquello que más valoramos sea lo que más nos cuesta comprender —replicó Coll, sonriendo—. Pero cuando vuelvas tendremos muchas cosas de que ocuparnos. Ya lo verás, muchacho, no hay nada como el trabajo para hacer que un corazón turbado recobre la calma.

—Supongo que tienes razón —dijo Taran con tristeza.

A primera hora de la tarde pusieron rumbo hacia el oeste, allí donde las colinas empezaban su prolongado descenso hasta llegar al valle del Avren. Cuando coronaban el último risco, Kaw saltó del hombro de Taran y remontó el vuelo, graznando nerviosamente. Taran hizo que Melynlas apretara el paso. Cuando llegó a la cima vio bajo él la curva del gran río, más ancho aquí de lo que nunca había podido verlo. El sol arrancaba destellos al agua remansada en la bahía. Una embarcación de casco largo y esbelto se movía lentamente junto a la orilla, y a bordo de ella Taran pudo distinguir siluetas que tiraban de cuerdas para izar el cuadrado de una vela blanca.

Eilonwy y Gurgi también habían apretado el paso. Taran sintió que el corazón le daba un vuelco; y para todos los compañeros ver la bahía y el navío que aguardaba en ella fue como si una brisa del mar hubiera soplado sobre ellos trayéndoles una aguda pena. Eilonwy empezó a parlotear alegremente, y Gurgi agitó los brazos con tal frenesí que casi se cayó de la silla de montar.

—¡Sí, oh, sí! —gritó—. ¡El osado y valiente Gurgi se alegra de seguir a su bondadoso amo y a la noble princesa en el flotar y el navegar!

Bajaron por la pendiente y desmontaron junto a la orilla. Al verles llegar, los marineros colocaron una tabla a modo de pasarela que iba del barco hasta la arena.

Apenas lo habían hecho, un joven subió corriendo a ella y fue hacia los compañeros con gran premura. Pero cuando solo había dado unos cuantos pasos por la oscilante pasarela perdió el equilibrio, tropezó y cayó de bruces en el agua con un sonoro chapoteo.

Taran y Coll corrieron hacia él para ayudarle, pero el joven ya había logrado ponerse en pie y estaba avanzando torpemente hacia la orilla. Tenía más o menos la misma edad que Taran, un rostro redondo como la luna, ojos azul claro y una cabellera pajiza. Llevaba una espada, y una pequeña daga ricamente adornada colgaba de su cinturón de eslabones plateados. Su capa y su jubón, bordados con oro y plata, habían quedado totalmente empapados; pero el desconocido no parecía sentir ninguna preocupación, ni por su caída ni por el lamentable estado de su ropa. Al contrario, sonreía tan alegremente como si no le hubiera ocurrido nada.

—¡Hola, hola! —gritó, agitando una mano de la que aún caía agua—. ¿Estoy viendo acaso a la princesa Eilonwy? ¡Naturalmente! ¡Tiene que ser ella!

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