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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (23 page)

BOOK: El castillo de cristal
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Papá nos condujo por los primeros escalones, hechos con piedras amontonadas y unidas con cemento. A causa del uso y el deterioro, y a que era una construcción abiertamente chapucera, se inclinaban peligrosamente hacia el lado de la calle. Cuando terminaban los escalones de piedra, una escalera desvencijada hecha con listones de cinco por diez centímetros —se trataba más de una escala que de una escalera— subía al porche principal.

El interior se componía de tres habitaciones, cada una de tres por tres metros, y daban todas al porche de la parte delantera. La casa no tenía cuarto de baño, pero debajo, detrás de uno de los pilares de bloques, había un cuarto del tamaño de un armario con un inodoro sobre un suelo de cemento. El inodoro no estaba conectado a ninguna cloaca o fosa séptica. Simplemente estaba puesto encima de un agujero de unos dos metros de profundidad. Dentro de la casa no había agua corriente. Cerca del servicio, surgía unos centímetros por encima del suelo un grifo de agua, así que se tenía que coger un cubo y acarrear el agua al interior. A pesar de existir instalación eléctrica, papá confesó que, por el momento, no podíamos permitirnos tenerla conectada.

El lado bueno, dijo papá, era que la casa sólo había costado mil dólares, y el dueño nos había eximido de pagar una entrada. Se suponía que teníamos que pagarle cincuenta dólares cada mes. Si lográbamos cumplir con los plazos de los pagos, seríamos los propietarios de pleno derecho en menos de dos años.

—Es increíble que un día todo esto sea nuestro —manifestó Lori. Estaba desarrollando lo que mamá llamaba una ligera vena sarcástica.

—Dad las gracias por lo que tenéis —dijo mamá—. Hay gente en Etiopía que mataría por tener un hogar como éste.

La casa, señaló, tenía realmente algunas características atractivas. Por ejemplo, en el salón había una enorme y panzuda estufa de hierro de carbón para cocinar y para calefacción. Era grande y bonita, con gruesas patas en forma de garra de oso, y estaba segura de que sería valiosa, si la llevara a un lugar en que la gente apreciara las antigüedades. Pero como la casa no tenía chimenea, la salida de humos era la ventana de atrás. Alguien reemplazó el cristal de la parte superior con una plancha de contrachapado y envolvió la abertura con papel de aluminio para evitar que el humo del carbón se colara dentro de la habitación. El papel de aluminio no había funcionado como se esperaba y el techo estaba negro de hollín. Alguien —probablemente la misma persona— también había cometido el error de tratar de limpiar el techo en algunas partes, pero sólo consiguió dejar unos manchones blancuzcos en el hollín, que resaltaban lo negro que estaba el resto de la superficie.

—La casa en sí misma no es gran cosa —se disculpó papá—, pero no viviremos en ella mucho tiempo.

Lo importante, la razón por la cual él y mamá decidieron adquirir esa propiedad en particular, era por tener mucho terreno para construir nuestra nueva casa. Papá planeaba ponerse a trabajar en ella inmediatamente. Tenía intención de seguir los planos del Castillo de Cristal, pero habría que hacer ciertas remodelaciones drásticas y aumentar el tamaño de los paneles solares, porque, como estábamos en la ladera norte de la montaña y encerrados por colinas a ambos lados, rara vez tendríamos algo de sol.

• • •

Nos trasladamos esa misma tarde. No había mucho que llevar. Papá pidió prestada una camioneta de la tienda de electrodomésticos en la que trabajaba el tío Stanley y apareció con un sofá cama que un amigo del abuelo iba a tirar a la basura. También rescató un par de mesas y sillas e improvisó unos armarios —que, la verdad, le quedaron bastante vistosos— colgando trozos de tubos del techo con alambres.

Ellos tomaron posesión de la habitación de la estufa, y ésta se convirtió en una mezcla de salón, dormitorio principal, estudio artístico y escritorio. Pusimos allí el sofá cama, aunque una vez que lo abrimos, ya nunca pudimos volver a convertirlo en sofá. Papá construyó unos estantes a lo largo de las paredes más altas para guardar los materiales de pintura de mamá. Ella instaló su caballete bajo el tubo de la estufa, justo al lado de la ventana trasera, porque decía que por allí entraba luz del sol, cosa que era cierta, relativamente hablando. Colocó sus máquinas de escribir bajo otra ventana, con estantes para sus manuscritos y sus trabajos en curso, e inmediatamente clavó con chinchetas en las paredes sus fichas con ideas para nuevos relatos.

Nosotros dormíamos en la habitación del medio. Al principio compartíamos una gran cama dejada allí por el dueño anterior, pero papá dictaminó que éramos un poco mayores para eso. También éramos demasiado grandes para dormir en cajas de cartón y, de todas maneras, no había suficiente espacio en el suelo para ponerlas, así que le ayudamos a construir dos pares de literas. Hicimos las estructuras con listones; luego taladramos agujeros a los lados y pasamos cuerdas por ellos. Como colchones, pusimos cartones encima de las cuerdas. El resultado final no fue precisamente bonito, así que pintamos con aerosol unos arabescos ornamentales rojos y negros en los laterales. Papá apareció con una cómoda de cuatro cajones tirada por alguien, asignándonos un cajón a cada uno. También nos hizo a cada uno una caja de madera con puertas corredizas para colocar las cosas personales. Las clavamos a la pared, encima de nuestras camas, y allí guardé mi geoda.

La tercera habitación de la calle Little Hobart, 93 —la cocina— tenía categoría por derecho propio. Había una cocina eléctrica, pero los cables no estaban, por decirlo de alguna forma, de acuerdo con la normativa: enchufes defectuosos, cables pelados y llaves con un zumbido.

—La instalación eléctrica de esta condenada casa la debe de haber hecho Helen Keller
[3]
—declaró papá. Y decidió que era demasiado enrevesada para que valiera la pena repararla.

A la cocina la llamábamos la habitación de los calambres, porque en las raras ocasiones en que pagamos la cuenta de la luz y tuvimos electricidad, si tocábamos cualquier superficie metálica o húmeda de la habitación, sufríamos una tremenda descarga eléctrica. La primera vez que noté una, me quedé sin respiración y me caí al suelo, quedándome allí tirada temblando. Aprendimos rápidamente que cada vez que nos aventurábamos en la cocina, teníamos que envolvernos las manos en los calcetines o los trapos más secos que pudiéramos encontrar. Si nos daba un calambre, lo anunciábamos a los demás: algo así como dar el parte del tiempo.

—Gran sacudida por tocar la cocina eléctrica hoy —decíamos—. Usar trapos extra.

En un rincón, el techo de la cocina tenía más agujeros que un colador. Cada vez que llovía, el cielorraso de yeso se hinchaba por el peso y caía agua a chorros directamente del centro del abultamiento. Esa primavera, durante un periodo de lluvias particularmente torrencial, el bulto engordó tanto que reventó, cayendo al suelo estrepitosamente el agua y el yeso. Papá nunca lo reparó. Nosotros solos tratamos de parchear el techo, con cartón alquitranado, papel de aluminio, madera y cola de carpintero, pero daba igual lo que hiciéramos, el agua terminaba abriéndose paso. Al final nos dimos por vencidos. Así que cada vez que fuera llovía, en la cocina también llovía.

• • •

Al principio mamá trató que pareciera una aventura vivir en la calle Little Hobart, 93. La mujer que vivió allí antes que nosotros dejó una máquina de coser antigua que funcionaba con un pedal. Mamá señaló que nos sería de utilidad, porque podríamos hacernos nuestra propia ropa, aun cuando no hubiera electricidad. Además sostenía que para coser no se necesitaban patrones; uno podía dar rienda suelta a la creatividad y decidir sobre la marcha. Poco después de habernos trasladado, mamá, Lori y yo nos tomamos las medidas unas a otras e intentamos hacernos nuestros propios vestidos.

Nos llevaba una eternidad y salían abombados y torcidos, con mangas de diferente largo y las sisas en la mitad de la espalda. El mío no me lo pude pasar por la cabeza hasta que mamá le cortó una costura.

—¡Ha quedado maravilloso! —exclamó.

Pero le dije que parecía como si tuviera puesta una enorme funda de almohada con trompas de elefante pegadas a los lados. Lori se negó a usar el suyo fuera de casa, y mamá tuvo que reconocer que la costura no era el mejor destino para nuestra energía creativa, ni para nuestro dinero. La tela más barata que encontramos costaba setenta y cinco céntimos el metro, y se necesitaban más de dos metros para hacer un vestido. Era más sensato comprar ropa en las tiendas de segunda mano, que además tenían las sisas en su lugar.

Mamá también trató de hacer de la casa un lugar alegre. Decoró las paredes del salón con sus cuadros al óleo, y pronto cubrió cada centímetro cuadrado, menos el espacio sobre la máquina de escribir, reservado a las fichas. Teníamos vividas puestas de sol en el desierto, caballos en estampida, gatos durmiendo, montañas cubiertas de nieve, cuencos de frutas, flores llenas de vida y retratos nuestros, de sus hijos.

Dado que mamá tenía más cuadros que la superficie de pared de que disponíamos, papá clavó unos soportes en los muros, y ella colgaba una pintura encima de la otra, hasta que llegó a cuatro capas. Luego rotaba los cuadros.

—Sólo un poco de redecoración para animar el ambiente —decía. Pero yo pensaba que ella sentía que sus cuadros eran como sus hijos y quería que todos fueran tratados por igual.

Mamá construyó, además, unas filas de estantes y dispuso en ellos botellas de colores intensos para que captaran la luz.

—Ahora parece como si tuviéramos vidrieras —anunció.

En cierto modo lo parecía, pero la casa seguía siendo fría y húmeda. Durante las primeras semanas, todas las noches, acostada en mi colchón de cartón y oyendo el ruido del agua de la lluvia encharcando la cocina, soñaba con el desierto, con el sol y la enorme casa de Phoenix con la palmera en el frente y los naranjos y las adelfas en la parte trasera. La casa nos pertenecía por derecho propio. Todavía era nuestra, me quedaba pensando. Era nuestra, la única casa de verdad que habíamos tenido jamás.

—¿Alguna vez vamos a volver a casa? —le pregunté un día a papá.

—¿A casa?

—A Phoenix.

—Ahora nuestra casa es ésta.

Al darnos cuenta de que Welch era nuestro hogar, Brian y yo nos hicimos a la idea de que tendríamos que conseguir que fuera un lugar lo menos malo posible. Papá nos mostró la zona, cerca de la casa, en la que iba a poner los cimientos y el sótano del Castillo de Cristal. Lo midió y lo marcó con estacas y cuerdas. Como él rara vez estaba en casa —estaba por ahí haciendo contactos e investigando al Sindicato Unido de Mineros, nos decía— y nunca movía un dedo por avanzar en la obra, Brian y yo decidimos echar una mano. Encontramos una pala y un pico en una granja abandonada, y pasábamos prácticamente cada minuto libre que teníamos excavando un pozo. Sabíamos que teníamos que hacerlo grande y profundo.

—No tiene sentido construir una buena casa si no se colocan unos buenos cimientos —decía siempre papá.

Era un trabajo duro, pero al cabo de un mes habíamos cavado un pozo lo suficientemente grande como para desaparecer en su interior. Aunque los bordes no nos salieron a escuadra ni habíamos alisado el suelo, estábamos bastante orgullosos de nuestro trabajo. Cuando papá echara los cimientos, podríamos ayudarle con la estructura.

Puesto que no teníamos dinero para pagar la tasa de recogida de basura del pueblo, nuestra basura empezaba a amontonarse. Un día papá nos dijo que la echáramos en el pozo.

—Pero el pozo es para el Castillo de Cristal —protesté yo.

—Es una medida provisional —dijo. Me explicó que contrataría inmediatamente un camión para que se llevara la basura al vertedero. Pero nunca movió un dedo tampoco para eso, y Brian y yo vimos cómo el pozo para los cimientos del Castillo de Cristal se iba llenando lentamente de basura.

Fue entonces cuando, probablemente a causa de toda la basura acumulada, una enorme rata, de aspecto repugnante, se instaló en su nueva residencia de la calle Little Hobart, 93. La primera vez que la vi estaba en el azucarero. La rata era demasiado grande para caber en un azucarero normal, pero como mamá era muy golosa y ponía como mínimo ocho cucharaditas de azúcar a una taza de té, teníamos el azúcar en una ponchera, sobre la mesa de la cocina.

La rata no sólo estaba comiéndose el azúcar, sino que se daba un auténtico baño en él, revolcándose y esparciéndolo por la mesa. Cuando la vi, me quedé helada, retrocedí sobre mis pasos y salí de la cocina. Se lo conté a Brian, y abrimos cautelosamente la puerta de la cocina. La rata había salido del azucarero y saltado sobre la cocina eléctrica. Vimos las marcas de sus dientes en el montón de patatas para la cena, sobre un plato encima de la cocina. Brian le arrojó la sartén de hierro fundido, golpeándola. Al caer al suelo, la sartén resonó estrepitosamente. Pero en vez de huir, la rata nos soltó un bufido sibilante, como si los intrusos fuéramos nosotros. Salimos corriendo de la cocina, la cerramos de un portazo y colocamos trapos debajo de la puerta.

Esa noche, Maureen, que tenía cinco años, estaba demasiado aterrorizada como para dormirse. Repetía continuamente que la rata vendría a buscarla. Podía oírla arrastrarse cada vez más cerca. Le dije que dejara de ser tan miedica.

—De verdad que oigo la rata —dijo—. Creo que está cerca de mí.

Le dije que se estaba dejando dominar por el miedo, y como ésa era una de las veces que teníamos electricidad, encendí la luz para demostrárselo. Allí, agazapada sobre la manta color lavanda de Maureen, a unos pocos centímetros de su rostro, estaba la rata. Maureen dio un grito, sacudiendo sus mantas, y la rata saltó al suelo. Cogí una escoba y le pegué un golpe con el mango, pero lo esquivó. Brian agarró un bate de béisbol y la arrinconamos, con gruñidos y golpes, contra una esquina.

Nuestro perro,
Tinkle,
un chucho con algo de terrier Jack Russell, que un día había seguido a Brian a casa, atrapó a la rata entre sus mandíbulas y la estrelló una y otra vez contra el suelo hasta matarla. Cuando mamá entró corriendo a la habitación,
Tinkle
estaba pavoneándose, hinchado de orgullo como si fuera el asesino de alimañas más famoso del lugar. Mamá dijo que le daba un poco de pena la rata.

—Las ratas también necesitan comer —señaló.

Aunque estuviera muerta se merecía un nombre, prosiguió, así que la bautizó como
Rufus.
Brian, que había leído que los guerreros primitivos colocaban los despojos de sus víctimas en estacas para espantar a sus enemigos, a la mañana siguiente colgó a
Rufus
por la cola de un álamo que había delante de nuestra casa. Esa tarde oímos ruido de disparos. El señor Freeman, que vivía al lado, había visto la rata colgada boca abajo.
Rufus
era tan grande que el señor Freeman creyó que era una comadreja y cogió su rifle de caza, reventándola a balazos. De
Rufus
no había quedado nada, aparte de un trozo de rabo destrozado.

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