Pensé en su oferta.
—Llévese a Lori en mi lugar —le dije—. Y al final del verano, cómprele un billete para Nueva York.
La señora Sanders aceptó.
• • •
La mañana de la partida de Lori, sobre las cimas de las montañas que rodeaban Welch flotaban nubes bajas del color del peltre. Estaban allí casi todas las mañanas, y cuando me fijé en ellas me hicieron darme cuenta de lo aislado y olvidado que estaba aquel pueblo, un lugar triste, perdido en un mar de nubes. Las nubes solían desaparecer hacia media mañana, cuando el sol ascendía por encima de las empinadas colinas, pero había días, como cuando se fue Lori, en que se aferraban a las montañas, mientras en el valle caía una fina niebla que humedecía el cabello y el rostro.
Cuando la familia Sanders detuvo su coche familiar delante de nuestra casa, Lori estaba lista. Había empaquetado su ropa, sus libros preferidos y sus materiales de pintura en una sola caja de cartón. Nos abrazó a todos menos a papá —se negó a dirigirle la palabra desde que desvalijó a Oz—, prometió escribirnos y se subió en el coche.
Nos quedamos allí de pie, mirando cómo desaparecía el coche por la calle Little Hobart. Lori no se dio la vuelta para mirar. Lo tomé como una buena señal. Cuando subí por la escalera a la casa, papá estaba de pie en el porche, fumando un cigarrillo.
—Esta familia se está disgregando —dijo.
—Efectivamente —le contesté.
Ese otoño, cuando pasé a décimo curso, la señorita Bivens me nombró editora de noticias de
The Maroon Wave.
Después de trabajar como correctora de pruebas en séptimo, maqueté páginas en octavo, y en noveno me dediqué a preparar informes, escribir artículos y a hacer fotografías. Mamá compró una cámara Minolta para hacer fotos de sus cuadros y mandárselas a Lori, que podría enseñarlas en galerías de arte de Nueva York. Cuando mamá no la usaba, llevaba la Minolta conmigo a todas partes, porque nunca se sabe cuándo te puedes encontrar con algún suceso de interés periodístico. Lo que más me gustaba al decir que era periodista era que tenía una excusa para aparecer en cualquier parte. Puesto que nunca tuve muchos amigos en Welch, raras veces iba a los partidos de fútbol del instituto, a los bailes o a las reuniones. Me sentía torpemente incómoda al sentarme sola cuando los demás estaban con sus amigos. Pero cuando trabajaba para el
Wave,
tenía un motivo para estar allí. Cumplía con un trabajo, era un miembro de la prensa, con mi libreta en la mano y la Minolta colgada del cuello.
Empecé a ir a prácticamente todos los eventos extraescolares del instituto, y los chicos que antes me rechazaban ahora me aceptaban e incluso me buscaban, posando y haciendo el payaso con la esperanza de que su fotografía saliera en el periódico. Como alguien que podía hacerlos famosos entre su círculo de amistades, dejé de ser una persona a la que faltarle al respeto.
A pesar de que el
Wave
sólo salía una vez al mes, trabajaba todos los días. En lugar de ocultarme en los servicios durante la hora de comer, pasaba el tiempo en el aula de la señorita Bivens, donde escribía mis artículos, editaba las notas escritas por otros alumnos y contaba las letras de los titulares para asegurarme de que entraran en las columnas. Finalmente tenía una buena excusa para explicar por qué nunca almorzaba.
—Estoy a punto de cerrar la edición —decía.
También me quedaba en el instituto después de clase para revelar mis fotografías en el cuarto oscuro. Eso conllevaba una ventaja secreta. Podía colarme en la cafetería cuando ya todos se habían ido y rebuscar en los cubos de basura. Encontraba latas de maíz de tamaño industrial, casi llenas, y enormes envases de ensalada de repollo o de pudin de tapioca. Ya no tenía que escarbar en los contenedores de los servicios para buscar comida, y en muy contadas ocasiones volví a pasar hambre.
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Aunque todavía era muy joven, la señorita Beavens me nombró editora jefe, a pesar de que el puesto se suponía reservado a los alumnos de cursos más aventajados. Muy pocos alumnos querían trabajar para el
Wave,
y terminé escribiendo tantos artículos que decreté la eliminación de las firmas; parecía un poco ridículo que mi nombre apareciera cuatro veces en primera plana.
El
Wave
costaba quince céntimos, y lo vendía yo misma, yendo de aula en aula y poniéndome en los pasillos, gritando como un vendedor de periódicos. El instituto de Welch tenía unos mil doscientos alumnos, pero sólo vendíamos unos doscientos ejemplares. Intenté varios trucos para aumentar las ventas: organicé concursos de poesía, añadí una columna sobre moda y escribí editoriales controvertidos, entre ellos, uno que cuestionaba la validez de los exámenes estandarizados, provocando una carta de respuesta airada del jefe del Departamento de Educación estatal. Nada de eso funcionó.
Un día, un alumno al que trataba de venderle el
Wave
me dijo que no soportaba el periódico porque en él siempre aparecían los mismos nombres una y otra vez: los atletas, las animadoras del instituto y un puñado de chicos a los que llamaban «reglas de cálculo» y siempre ganaban los premios académicos. Así que inauguré una columna titulada «El rincón de los cumpleaños», en la que aparecía una lista con los nombres de unas ochenta personas que cumplían los años durante el mes siguiente. La mayoría de esas personas jamás salían en el periódico, y les entusiasmaba tanto la idea de ver sus nombres impresos en letras de molde que compraban varios ejemplares. Las ventas se duplicaron. La señorita Bivens empezó a poner en duda si «El rincón de los cumpleaños» era periodismo serio. Le dije que no se preocupara: servía para vender periódicos.
• • •
Ese año, Chuck Yeager visitó el instituto de Welch. Había oído a mi padre hablar de aquel hombre toda mi vida: nació en Virginia Occidental, en el pueblo de Myra sobre el río Mud, en el condado de Lincoln; entró en las fuerzas aéreas durante la Segunda Guerra Mundial y a los veintidós años de edad había abatido once aviones alemanes; llegó a ser piloto de pruebas de la Base Edwards del Ejército del Aire, en las alturas del desierto de Mojave, en California; y un día, en 1947, se convirtió en el primer hombre que rompió la barrera del sonido en su X-1, aunque la noche anterior bebió y se cayó de un caballo, fracturándose algunas costillas.
Papá nunca habría admitido tener ídolos, pero el bravucón, bebedor y frío calculador Chuck Yeager era el hombre al que más admiraba en el mundo, por encima de todos los demás. Cuando oyó que Chuck Yeager iba a dar una charla en el instituto de Welch y que había accedido a que le entrevistara, papá apenas si pudo disimular su excitación. El día anterior a la entrevista, cuando llegué a casa me estaba esperando con un lápiz y un papel. Se sentó a ayudarme a redactar una lista de preguntas inteligentes, para no pasar vergüenza ante el más grande de los hijos que había dado Virginia Occidental.
¿Qué le pasaba por la cabeza en el momento en que rompió la barrera del sonido por primera vez?
¿Qué le pasó por la cabeza cuando A. Scott Crossfield rompió la barrera del sonido de nuevo?
¿Cuál es su avión preferido?
¿Qué piensa acerca de conseguir volar a la velocidad de la luz?
Papá escribió unas veinticinco o treinta preguntas por el estilo, y luego insistió en ensayar la entrevista. Se puso en el lugar de Chuck Yeager y me dio respuestas detalladas a las preguntas que había preparado. Sus ojos se humedecieron cuando describía cómo era romper la barrera del sonido. Luego decidió que necesitaba tener una sólida base en historia de la aviación y se quedó levantado hasta medianoche, aleccionándome, a la luz de la lámpara de queroseno, sobre el programa de vuelos de prueba, sobre aerodinámica básica y sobre el físico austriaco Ernst Mach.
Al día siguiente, el señor Jack, el director, presentó a Chuck Yeager durante la reunión en el salón de actos. Se parecía más un vaquero que a alguien oriundo de Virginia Occidental, con la forma de andar propia de los jinetes y el rostro enjuto y curtido, pero tan pronto empezó a hablar no pudo ocultar su acento típico de los Apalaches. Mientras desgranaba su conferencia, los revoltosos alumnos se quedaron pegados a sus sillas, cautivados por aquel hombre legendario que había recorrido el mundo. Nos contó que estaba orgulloso de sus raíces, de ser de Virginia Occidental, y que nosotros también teníamos que enorgullecemos de ello, independientemente de cuál fuera nuestro origen, todos y cada uno de nosotros podía y debía perseguir sus sueños, de la misma forma que él lo hizo. Cuando finalizó, el aplauso ensordecedor estuvo a punto de hacer estallar los cristales de las ventanas.
Subí al escenario antes de que los estudiantes salieran en masa de la sala.
—Señor Yeager —dije, tendiéndole la mano—, soy Jeannette Walls, de
The Maroon Wave.
Chuck Yeager me estrechó la mano y sonrió burlón.
—Escriba bien mi nombre, señorita —dijo—
,pa'
que mis parientes sepan de quién está hablando.
Nos sentamos en unas sillas plegables y hablamos cerca de una hora. El señor Yeager se tomó en serio cada una de las respuestas y actuó como si tuviera todo el tiempo del mundo para dedicármelo. Cuando mencioné los diversos aparatos en los que había volado, de acuerdo con la clase sobre aviones dada por papá, volvió a sonreír burlón y exclamó:
—Caramba, en verdad creo que tenemos aquí a una experta en aviación.
Luego, en los pasillos, los otros chavales empezaron a acercarse y decirme lo afortunada que era.
—¿Cómo es al tratarle? —preguntaban—. ¿Qué te ha dicho?
Todos se dirigieron a mí con la deferencia con la que sólo se actuaba ante los mejores atletas del instituto. Hasta los capitanes de los equipos me miraron, sacudiendo la cabeza. Era la chica que había hablado con Chuck Yeager, nada menos.
Papá se encontraba tan ansioso por saber cómo había ido la entrevista que no sólo estaba en casa cuando regresé del instituto, sino que incluso estaba sobrio. Insistió en ayudarme a hacer el artículo, para asegurarnos de su exactitud técnica.
Ya tenía en la cabeza una introducción que se me había ocurrido. Me senté ante la Remington de mamá y mecanografié:
Las páginas de los libros de historia cobraron vida este mes, cuando Chuck Yeager, el primer hombre que rompió la barrera del sonido, visitó el instituto de Welch.
Papá me miraba por encima del hombro.
—Magnífico —exclamó—. Pero pongámosle un poco más de chispa.
Lori nos escribía regularmente desde Nueva York. Le encantaba estar allí. Vivía en una pensión para chicas en Greenwich Village, trabajaba de camarera en un restaurante alemán y recibía clases de bellas artes e incluso de esgrima. Había conocido a un grupo de personas fascinantes; cada una de ellas era un genio extravagante. La gente de Nueva York amaba tanto el arte y la música que, decía Lori, los pintores vendían cuadros en la propia acera, junto a los cuartetos interpretando a Mozart. Además, Central Park no era tan peligroso como pensaba la gente en Virginia Occidental. Los fines de semana se llenaba de personas andando, patinando o jugando al disco volador, y malabaristas y mimos con el rostro pintado de blanco. Estaba segura de que a mí me encantaría cuando fuera. Estaba convencida.
Desde que empecé el undécimo curso, estuve contando los meses —veintidós— que faltaban para reunirme con Lori. Tenía mi plan muy bien pensado. Tan pronto como me graduara en el instituto, me trasladaría a Nueva York, me matricularía en una universidad de la ciudad y luego conseguiría trabajo en la Associated Press o en la United Press International —las agencias de noticias cuyos cables llenaban los rollos de las máquinas de teletipos del
Welch Daily News
— o en alguno de los famosos periódicos de Nueva York. Había oído de pasada cómo los periodistas de
The Welch Daily News
bromeaban entre sí sobre los pomposos redactores que trabajaban en esos periódicos. Tenía la firme determinación de convertirme en uno de ellos.
• • •
Hacia la mitad de mi penúltimo año me acerqué a la señorita Katona, la consejera de orientación vocacional del instituto, para preguntarle por los nombres de las universidades de Nueva York. La profesora cogió sus gafas, colgadas al cuello con un cordón, y me perforó con la mirada a través de ellas. La Universidad Estatal de Bluefield estaba sólo a sesenta kilómetros, me dijo, y con mis calificaciones, probablemente podría obtener una beca completa.
—Quiero ir a una universidad en Nueva York —afirmé.
La señorita Katona frunció el ceño, desconcertada.
—¿Para qué?
—Ahí es donde quiero vivir.
La señorita Katona dijo que, bajo su punto de vista, era una idea pésima. Era más fácil acceder a la universidad en el Estado en el que uno había ido al instituto. Al pertenecer al mismo Estado, era más fácil conseguir la admisión y la matrícula era más barata.
Lo pensé durante un minuto.
—Tal vez debiera trasladarme a Nueva York ya y graduarme en un instituto de allí. Entonces tendría más posibilidades.
La señorita Katona me miró frunciendo el entrecejo.
—Pero tú vives aquí —dijo—. Este es tu hogar.
La señorita Katona era una mujer de porte delicado que siempre usaba rebecas y sólidos zapatones. Había sido alumna del instituto de Welch, y al parecer jamás se le había pasado por la cabeza vivir en alguna otra parte. Irse de Virginia Occidental, incluso de Welch, hubiera sido una impensable deslealtad, como desertar de la propia familia.
—Que viva ahora aquí —repliqué—, no significa que no pueda moverme.
—Eso sería un terrible error. Tú vives aquí. Piensa en lo que perderás. Tu familia y tus amigos. Y el último curso es la cumbre de toda la experiencia vital de uno en el instituto. Te perderás el Día de los Alumnos del Último Año y el baile de graduación.
• • •
Esa noche regresé a casa andando lentamente, reflexionando sobre lo dicho por la señorita Katona. Era cierto que muchos adultos de Welch contaban que el último año del instituto había sido el momento más memorable de su vida. El Día de los Alumnos del Último Año, una celebración instaurada por el instituto para evitar que los de penúltimo curso abandonaran los estudios, los de último año se ponían ropa graciosa y hacían novillos. No era exactamente una razón demasiado convincente para quedarse un año más. En cuanto al baile de graduación, tenía más o menos las mismas probabilidades de que un chico me invitara a ir como las que tenía papá de poner fin a la corrupción de los sindicatos.