No iba a darle ese gusto. A la mañana siguiente, saqué el reloj de la caja de madera en la que guardaba mi geoda, lo puse en mi bolso y lo llevé otra vez a la tienda. Esperé nerviosamente toda la mañana a que el señor Meeker saliera a comer. Cuando se fue, abrí la vitrina, metí el reloj dentro y volví a ordenar los otros relojes de alrededor. Actué a toda prisa. La semana anterior había robado el reloj sin sudar ni una gota. Sin embargo, ahora me moría de miedo de que alguien me pillara devolviéndolo a su sitio.
A finales de agosto, lavaba ropa en la palangana de latón, en el salón, cuando oí que alguien subía cantando por la escalera. Era Lori. Irrumpió en el salón, con la bolsa de lona gruesa colgada del hombro, riendo y cantando a grito pelado una de esas canciones tontorronas de acampada de verano, que los niños entonan por las noches alrededor del fuego. Jamás había oído antes a Lori cantar con tal desenfado. Venía eufórica. Me contó todos los detalles sobre las comidas calientes, las duchas de agua caliente y especialmente los amigos que había hecho. Incluso se echó un novio que la había besado.
—Todos supusieron que yo era una persona normal —dijo—. Me resultó un tanto extraño.
Luego me contó que se le había ocurrido que si se marchaba de Welch y se alejaba de la familia, tal vez tendría una oportunidad de alcanzar una vida feliz. Desde entonces, pensó con ansiedad en el día que se iría de la calle Little Hobart y se independizaría.
Unos días después, llegó mamá a casa. También parecía cambiada. Había vivido en una residencia de estudiantes en el campus de la universidad, sin cuatro niños de los que ocuparse, y le había encantado. Había ido a clases y pintado. Había leído una gran cantidad de libros de autoayuda, que le habían hecho darse cuenta de que estaba viviendo su vida para otros. Tenía intención de dejar su trabajo de profesora y dedicarse al arte.
—Ya es hora de que haga algo para mí misma —afirmó—. Es hora de que empiece a vivir mi propia vida.
—Mamá, te has pasado todo el verano haciendo la renovación de tu certificado.
—Si no lo hubiera hecho, nunca habría dado este paso decisivo.
—No puedes dejar tu trabajo, mamá —repliqué—. Necesitamos el dinero.
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que traiga a casa el dinero? —preguntó mamá—. Tú tienes trabajo. Puedes ganar dinero, y Lori también. Yo tengo cosas más importantes que hacer.
• • •
Pensé que a mamá le había dado otro de sus berrinches. Supuse que cuando llegara el primer día de clase, se iría en el Dart de Lucy Jo a la escuela primaria de Davy, aunque tal vez tuviéramos que convencerla. Pero llegó ese día y mamá se negó a salir de la cama. Lori, Brian y yo le quitamos las mantas y tratamos de hacerla salir a rastras, pero se mantuvo en sus trece.
Le dije que ella tenía responsabilidades y que podrían volver los de protección de menores si no trabajaba. Se cruzó de brazos y nos miró fijamente hasta obligarnos a apartar la vista.
—No voy a ir a la escuela —aseguró.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Estoy enferma.
—¿Qué te pasa? —volví a preguntar.
—Tengo mocos amarillos —contestó mamá.
—Si todos los que tienen mocos amarillos se quedaran en casa, las escuelas estarían bastante vacías —repuse.
Mamá alzó bruscamente la cabeza.
—No puedes hablarme de ese modo —dijo—. Soy tu madre.
—Si quieres que te tratemos como una madre —contraataqué—, tendrás que actuar como tal.
Mamá rara vez se enfadaba. Generalmente estaba o cantando o llorando, pero, en aquel momento, su rostro se cubrió de furia. Ambas sabíamos que me había pasado de la raya, pero no me importaba. Yo también había cambiado a lo largo del verano.
—¿Cómo te atreves? —gritó—. Te has buscado un buen lío. Se lo voy a contar a tu padre. Espera y verás cuando regrese a casa.
• • •
La amenaza de mamá no me preocupó. Tal como yo lo veía, papá estaba en deuda conmigo. Había cuidado de sus hijos todo el verano, le había dado dinero para cerveza y cigarrillos, y le había ayudado a desplumar a ese minero, Robbie. Creía tener a papá en el bolsillo.
Cuando regresé a casa del instituto, esa tarde, mamá todavía estaba acurrucada en el sofá cama, con un montoncillo de libros a su lado. Papá estaba sentado en la mesa de dibujo, liando un cigarrillo. Me hizo señas de que le siguiera a la cocina. Mamá nos miró al salir.
Papá cerró la puerta y me miró con expresión grave.
—Tu madre afirma que le has contestado.
—Sí —afirmé—. Es cierto.
—Sí, señor —me corrigió, pero yo no dije nada—. Me has defraudado —prosiguió—. Tú sabes condenadamente bien que tienes que respetar a tus padres.
—Papá, mamá no está enferma; está luciendo novillos —dije—. Tiene que tomarse sus obligaciones más en serio y madurar un poco.
—¿Quién te crees que eres? —preguntó—. Es tu madre.
—Entonces, ¿por qué no actúa como una madre? —Miré a papá durante lo que me pareció una eternidad. Luego le espeté—: ¿Y por qué tú no actúas como un padre?
Vi cómo le subía la sangre al rostro. Me agarró del brazo.
—¡Pide disculpas por ese comentario!
—¿O qué? —pregunté.
Papá me empujó contra la pared.
—O como que me llamo Rex Walls que te enseñaré quién es el que manda aquí.
Su rostro estaba a pocos centímetros del mío.
—¿Qué vas a hacer para castigarme? —pregunté—. ¿Dejar de llevarme a los bares?
Papá alzó la mano como si fuera a abofetearme.
—Cuida tu lengua, señorita. Todavía puedo darte unos azotes en el trasero, y no creas que no lo haré.
—No puedes estar hablando en serio —dije.
Papá dejó caer la mano. Se sacó el cinturón que llevaba puesto en sus pantalones de trabajo y lo enrolló un par de vueltas alrededor de sus nudillos.
—Pídenos disculpas a tu madre y a mí —ordenó.
—No.
Papá alzó el cinturón.
—Discúlpate.
—No.
—Entonces, inclínate hacia adelante.
Papá estaba de pie entre la puerta y yo. No había manera de salir, salvo pasando a su lado. Pero no pensé ni en huir ni en pelear. Tal como lo veía, él estaba en una situación más comprometida que yo. Tenía que echarse atrás, porque si se ponía del lado de mamá y me azotaba, me perdería para siempre.
Nos miramos fijamente el uno al otro. Papá parecía estar esperando a que bajara la mirada, que me disculpara y le dijera que había cometido un error, y así podríamos volver, a ser como éramos hasta ahora, pero no lo hice. Al final, para ponerle en evidencia y mostrar que se echaba un farol, me di la vuelta, me incliné ligeramente y apoyé las manos en las rodillas.
Esperaba que diera media vuelta y se fuera, pero sentí el escozor de seis golpes en la parte de atrás de mis muslos, cada uno acompañado por un silbido en el aire. Pude sentir cómo me salían los moratones antes de haberme vuelto a levantar.
• • •
Salí de la cocina sin mirar a papá. Mamá estaba del otro lado de la puerta. Se había quedado allí de pie, escuchándolo todo. Ni siquiera la miré, pero pude ver por el rabillo del ojo su expresión triunfal. Me mordí el labio para no llorar.
Nada más salir de casa, corrí hacia el bosque, apartando las ramas de los árboles y las parras silvestres de mi cara. Cuando me alejé lo bastante, creí que me echaría a llorar, pero en cambio vomité. Comí un poco de menta silvestre para quitarme el sabor a bilis y caminé por las colinas silenciosas lo que parecieron horas. El aire estaba claro y fresco, y el suelo del bosque tapizado por una gruesa capa de hojas caídas de los castaños y los álamos. A última hora de la tarde, me senté sobre un tronco, inclinándome hacia adelante porque todavía me escocía la parte posterior de los muslos. Durante la caminata, el dolor me hizo pensar; cuando llegué al tronco, había tomado dos decisiones.
La primera fue que era la última vez que me azotaban. Nadie iba a volver a hacer eso jamás. La segunda que, al igual que Lori, me marcharía de Welch. Cuanto antes mejor. Antes de terminar el instituto, si podía. No tenía idea de adónde, pero me marcharía. También sabía que no resultaría fácil. La gente se quedaba varada en Welch. Había dado por hecho que papá y mamá nos terminarían sacando de allí, pero ahora tenía que hacerlo por mí misma. Tendría que ahorrar y planear las cosas. Decidí que al día siguiente iría a G. C. Murphy y compraría una hucha-cerdito de plástico rosa que había visto allí. Pondría en ella los setenta y cinco dólares que logré ahorrar mientras estuve trabajando en El Joyero de Becker. Serían el ingreso inicial para la huida.
Ese otoño aparecieron en Welch dos hombres distintos a todas las personas que había conocido jamás. Eran realizadores de cine de Nueva York, y los habían enviado como parte de un programa gubernamental para el fomento de la cultura en la zona rural de los Apalaches. Se llamaban Ken Fink y Bob Gross.
Al principio, pensé que estaban de guasa. ¿Cómo iban a llamarse Fink y Gross
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? Podrían haber dicho que se llamaban Ken Estúpido y Bob Feo. Pero Ken y Bob no bromeaban. No creían que sus nombres fueran graciosos, y ni siquiera sonrieron cuando les pregunté si me estaban tomando el pelo.
Ken y Bob hablaban tan rápido —su charla estaba plagada de referencias a gente de la que jamás había oído hablar, como Stanley Kubrick o Woody Allen— que a veces era difícil seguirlos. Aunque no mostraban ningún sentido del humor en cuanto a sus nombres, les gustaba mucho bromear. No era la clase de humor del instituto de Welch al que estaba acostumbrada —chistes de polacos ignorantes y tipos que se ahuecaban la mano bajo la axila para hacer ruido de pedos—. Ken y Bob tenían esa forma inteligente y competitiva de humor en el que uno hacía un chiste, el otro le replicaba y el primero contrarréplica. Podían seguir así hasta que la cabeza daba vueltas.
Un fin de semana, Ken y Bob proyectaron una película sueca en el auditorio del instituto. Estaba filmada en blanco y negro, tenía subtítulos y un argumento cargado de simbolismo, así que fuimos menos de una docena de personas, aunque era gratis. Luego, Lori les mostró a Ken y a Bob algunas de sus ilustraciones. Le dijeron que tenía talento y que si su propósito de convertirse en pintora iba en serio, tenía que ir a Nueva York. Era un lugar de energía, creatividad y estímulo intelectual como no habíamos visto jamás. Estaba lleno de gente que, como eran individuos irrepetibles, no tenían cabida en ningún otro lugar.
Esa noche Lori y yo, acostadas en nuestras camas de cuerdas, conversamos sobre Nueva York. Las cosas que había oído siempre formaron, en mi cabeza, la idea de un lugar enorme y ruidoso, con mucha contaminación y un torbellino de gente vestida con traje, dándose codazos unos a otros, en las aceras, al pasar. Pero Lori empezó a ver a Nueva York como una especie de Ciudad Esmeralda, ese lugar resplandeciente y bullicioso, al final del largo camino, en donde finalmente podría ser la persona que estaba destinada a ser.
Lo que más le gustó de la descripción de Ken y Bob fue que la ciudad atraía a las personas diferentes. Lori era más o menos todo lo diferente que se podía ser en Welch. Mientras que el resto de los chavales usaban vaqueros, zapatillas Converse y camisetas de manga corta, ella aparecía en el instituto con botas militares, un vestido blanco con lunares rojos, y una cazadora vaquera con una poesía oscura que ella misma había pintado en la espalda. Sus compañeros la llamaban sucia, se empujaban unos a otros a su paso y escribían pintadas dedicadas a ella en las paredes de los servicios. Lori les devolvía el golpe insultándolos en latín.
En casa, leía y pintaba hasta altas horas de la noche, a la luz de las velas o de la lámpara de queroseno si teníamos cortada la electricidad. Le gustaban los detalles góticos: la niebla suspendida sobre un lago silencioso, las raíces retorcidas y llenas de nudos brotando de la tierra, un cuervo solitario en las ramas de un árbol desnudo en la costa. Pensaba que Lori era fascinante, y no me cabía duda de que se convertiría en una artista de éxito, pero sólo si se marchaba a Nueva York. Decidí que yo también quería ir allí, y ese invierno trazamos un plan. Lori se iría sola en junio, después de su graduación. Se instalaría, buscaría un sitio para las dos, y la seguiría tan pronto como pudiera.
Le conté lo de mi fondo para la huida, los setenta y cinco dólares ahorrados. De ahora en adelante, dije, sería nuestro fondo común. Haríamos trabajos extra al salir del instituto y pondríamos lo que ganáramos en la hucha. Lori podría llevárselo a Nueva York y utilizarlo para establecerse allí, de modo que para cuando yo llegara, todo estaría encauzado.
Lori siempre hizo unos carteles muy buenos para los encuentros de jugadores de fútbol americano, para las obras montadas por el club de teatro y para los candidatos a las elecciones al consejo estudiantil. Empezó a hacer carteles por encargo, a un dólar con cincuenta la unidad. Era demasiado tímida para ofrecer sus servicios, así que lo hice por ella. Montones de chicos del instituto de Welch querían carteles personalizados para colgar en la pared de su habitación —con el nombre de su novio o novia, de su coche, de su signo del zodiaco o de su banda favorita—. Lori dibujaba sus nombres en grandes letras tridimensionales solapándose, como las que aparecían en los álbumes de rock, y luego las pintaba con colores fluorescentes, con los bordes en tinta china, de modo que las letras adquirían relieve; también las rodeaba con estrellas, circulitos y líneas serpenteantes logrando cierto movimiento. Sus dibujos eran tan buenos que se corrió la voz, y pronto tuvo tal cantidad de encargos que se quedaba trabajando hasta la una o las dos de la madrugada.
Yo ganaba dinero trabajando de canguro y haciendo los deberes de casa a los otros niños. Hice reseñas de libros, ensayos científicos y ejercicios de matemáticas. Cobraba un dólar por cada trabajo y garantizaba una calificación mínima de nueve sobre diez, o el cliente tenía derecho a la devolución total del importe. Después del instituto, hacía de canguro por un dólar la hora, y podía hacer los deberes por encargo simultáneamente. También daba clases particulares a niños, por dos dólares la hora.
Le contamos a Brian lo del fondo para la huida, y él se dispuso a ayudar, a pesar de que no lo habíamos incluido en nuestros planes porque apenas estaba en séptimo curso. Cortaba el césped de las casas, la leña o limpiaba los hierbajos de la ladera con una guadaña. Trabajaba después de la escuela hasta que caía el sol, y el sábado y el domingo todo el día, y venía a casa con los brazos y la cara arañados por los arbustos arrancados. Sin buscar agradecimientos ni cumplidos, añadía en silencio sus ganancias al cerdito, al que bautizamos Oz.