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Me licencié en Barnard esa primavera. Brian vino a la ceremonia, pero Lori y Maureen tenían que trabajar, y mamá dijo que no consistiría en otra cosa que un montón de discursos aburridos acerca del largo y sinuoso camino de la vida. Quería que papá viniera, pero cabía la posibilidad de que apareciera borracho e intentara debatir con el presentador de la ceremonia.
—No puedo arriesgarme a eso, papá —le dije.
—Demonios —exclamó—. No necesito ver a mi Cabra Montesa agarrando una papeleta para saber que tiene un título universitario.
La revista para la que había estado trabajando dos días a la semana me ofreció un trabajo a tiempo completo. Ahora necesitaba un lugar para vivir. Durante años estuve saliendo con un hombre llamado Eric, un amigo de uno de los genios y excéntricos amigos de Lori; provenía de una familia acomodada, dirigía una pequeña empresa y vivía solo en el apartamento de Park Avenue en el que se crió. Era distante, ordenado casi al extremo del fanatismo, llevaba agendas para optimizar el tiempo y podía recitar interminables estadísticas de béisbol. Pero era decente y responsable, nunca apostaba ni perdía los estribos y siempre pagaba sus facturas a tiempo. Cuando oyó que buscaba una chica para compartir un piso, me sugirió que fuese a vivir con él. No podía pagar la mitad del alquiler, le dije, y no viviría allí a menos que pudiera contribuir de alguna manera. Sugirió que pagara lo que pudiera, y a medida que subiera mi sueldo, incrementaría la suma. Sonaba a propuesta comercial, pero una propuesta comercial muy razonable, y después de pensármelo, acepté.
Cuando le conté a papá mis planes, me preguntó si Eric me hacía feliz y me trataba bien.
—Porque si no lo hace —amenazó papá—, como me llamo Rex Walls que le daré tantos puntapiés en el trasero, que le dejaré el agujero del culo entre los omóplatos.
—Me trata muy bien, papá —le tranquilicé. Lo que quise decirle era que Eric nunca me robaría el cheque de mi nómina o me arrojaría por la ventana, que siempre había tenido pánico a enamorarme de un bebedor empedernido, camorrista, un bribón carismático como él, pero que al final terminaba con un hombre que era exactamente lo contrario.
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Todas mis pertenencias entraron en dos embalajes de plástico de leche y una bolsa de basura. Las bajé a la calle, paré un taxi y crucé la ciudad hasta el edificio de Eric. El portero, vestido de uniforme azul con ribetes dorados, vino corriendo desde debajo del toldo e insistió en llevar mis paquetes de leche al vestíbulo.
El piso de Eric tenía techos con vigas de madera y una chimenea con repisa
art decó.
No podía creer que estuviera viviendo en Park Avenue. Tenía que repetírmelo a mí misma una y otra vez mientras colgaba mi ropa en el armario que Eric había vaciado para mí. Luego empecé a pensar en mamá y papá. Cuando se trasladaron a su
squat
—quince minutos en metro hacia el sur y a diez universos de distancia— parecía como si finalmente hubieran encontrado su lugar en el mundo, y yo me preguntaba si a mí me acababa de pasar lo mismo.
Invité a mamá y papá al piso. Papá dijo que se sentiría fuera de lugar y decidió no ir, pero mamá acudió casi de inmediato. Se puso a girar los platos para leer el nombre del fabricante y levantó el borde de la alfombra persa para contar los nudos. Puso la porcelana a contraluz y pasó el dedo a lo largo del antiguo arcón. Luego se acercó a la ventana y miró los edificios de ladrillo y piedra caliza de la acera de enfrente.
—La verdad, Park Avenue no me gusta —sentenció—. La arquitectura es demasiado monótona. Prefiero la arquitectura de la parte oeste de Central Park.
Le dije a mamá que era la
squatter
más estirada que había conocido en mi vida, y le hizo mucha gracia. Nos sentamos en el sofá del salón. Tenía algo que comentarle. Ahora tenía un buen trabajo, dije, y la posibilidad de ayudarlos a ella y papá. Quería comprarles algo que hiciera mejorar sus vidas. Podría ser un coche pequeño. Podría ser la fianza y los primeros meses de alquiler de un apartamento. Podría ser la entrada para una casa en un barrio barato.
—No necesitamos nada —aseguró mamá—. Estamos perfectamente. —Apoyó su taza de té en el plato—. Eres tú la que me preocupa.
—¿
Tú
estás preocupada
por mí?
—Sí. Muy preocupada.
—Mamá —dije—, me va muy bien. Me siento muy, muy cómoda.
—Eso es lo que me preocupa —dijo mamá—. Mira la forma en que vives. Te has vendido. Lo siguiente será que te conviertas en republicana. —Sacudió la cabeza—. ¿Dónde han ido a parar los valores en los que te he educado?
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Mamá empezó a preocuparse todavía más por mis valores cuando mi editor me ofreció un trabajo que consistía en escribir una columna semanal dedicada a lo que él llamaba la trastienda de la gente importante. Mamá pensó que debería escribir denuncias sobre terratenientes explotadores, injusticia social y la lucha de clases en el Lower East Side. Pero me arrojé sobre ese trabajo con los brazos abiertos, porque así me convertiría en una de esas personas que sabían lo que de verdad estaba sucediendo. Además, la mayor parte de la gente de Welch tenía una idea bastante aproximada de lo paupérrima que era la familia Walls, pero la verdad era que todos ellos también tenían sus problemas, simplemente eran mejores que nosotros a la hora de disimularlos. Quería que el mundo supiera que nadie llevaba una vida perfecta y que incluso la gente que parecía poseerlo todo tenía sus secretos.
Papá pensó que era fantástico que escribiera una columna semanal dedicada a, en su propia denominación, las damas escuálidas y los peces gordos. Se convirtió en uno de mis más fieles lectores. Iba a la biblioteca para investigar sobre la gente de la columna y luego me llamaba para darme consejos prácticos.
—Esa tal Astor tiene un pasado que para qué te cuento —me dijo una vez—. Tal vez deberíamos escarbar un poco en esa dirección.
Al final, hasta mamá acabó por reconocer que había tomado la decisión correcta.
—Nadie esperaba que llegaras tan lejos —me contó—. Lori era la inteligente, Maureen la guapa, Brian el valiente. Tú nunca tuviste muchos puntos a tu favor salvo que siempre fuiste muy trabajadora.
Mi nuevo trabajo me encantaba, todavía más de lo que me encantaba vivir en Park Avenue. Me invitaban a decenas de fiestas por semana: inauguraciones de galerías de arte, bailes benéficos, estrenos cinematográficos, fiestas de presentación de libros y cenas privadas en casas en las que el suelo del comedor era de mármol. Conocí a constructores, agentes inmobiliarios, herederas, administradores de fundaciones, abogados, diseñadores de ropa, jugadores profesionales de béisbol y corresponsales de televisión. Me presentaron a gente que poseía colecciones enteras de casas y que gastaba más en una sola comida en un restaurante que lo que había pagado mi familia por la propiedad del 93 de Hobart Street.
Fuera o no verdad, estaba convencida de que si toda esa gente se enteraba de quiénes eran mamá y papá y quién era yo en realidad, me sería imposible conservar mi trabajo. Así que no hablaba de mis padres. Cuando eso era imposible, mentía.
Un año después de haber empezado con la columna, estaba en un pequeño restaurante atestado de gente. En la mesa, frente a mí, había una señora mayor, elegante, con un turbante de seda, supervisando el listado internacional de los mejor vestidos.
—Entonces, ¿de dónde eres, Jeannette?
—De Virginia Occidental.
—¿De qué parte?
—De Welch.
—Qué bonito. ¿Cuál es la principal actividad económica de Welch?
—Las minas de carbón.
A medida que me interrogaba, examinaba el tipo de ropa que llevaba puesta, evaluando la tela y calculando el precio de cada prenda, mientras se formaba un juicio general sobre mi gusto.
—Y tu familia, ¿posee minas de carbón?
—No.
—¿A qué se dedican tus padres?
—Mi madre es pintora.
—¿Y tu padre?
—Es empresario.
—¿En qué rama?
Respiré hondo.
—Está desarrollando una técnica para lograr una combustión más eficiente del carbón bituminoso de bajo poder calorífico.
—¿Y todavía viven en Virginia Occidental? —preguntó la mujer.
Decidí que tenía que llegar hasta el final.
—Les encanta vivir allí —aseguré—. Tienen un enorme caserón antiguo en una colina, con vistas a un hermoso río. Estuvieron restaurándolo durante años.
Mi vida con Eric era tranquila y predecible. A mí me gustaba que fuera así, y cuatro años después de trasladarme a su piso, nos casamos. Poco después de la boda, el hermano de mamá, mi tío Jim, murió en Arizona. Mamá vino a casa a darme la noticia y a pedirme un favor.
—Tenemos que comprar las tierras de Jim —dijo.
Mamá y su hermano heredaron cada uno la mitad de las tierras del oeste de Texas que pertenecieron a su padre. Mientras nosotros crecíamos, ella había mostrado una misteriosa ambigüedad con respecto al tamaño y el valor de esas tierras; yo tenía la impresión de que serían un par de cientos de hectáreas de desierto más o menos inhabitable, situadas a bastantes kilómetros de la carretera más cercana.
—Esas tierras tienen que quedar en la familia —me pidió mamá—. Es importante, por razones afectivas.
—Veamos si podemos comprarlas, entonces —asentí—. ¿Cuánto costarán?
—Puedes pedirle prestado el dinero a Eric ahora que es tu marido —dijo mamá.
—Yo tengo algún dinero —declaré—. ¿Cuánto van a costarnos?
Había leído en alguna parte que las tierras apartadas de la carretera en el reseco oeste de Texas se vendían por apenas doscientos dólares la hectárea.
—Puedes pedirle prestado a Eric —repitió mamá.
—Bien, ¿cuánto?
—Un millón de dólares.
—¿Qué?
—Un millón de dólares.
—Pero si el tío Jim tenía la misma cantidad de tierras que tú —dije. Hablé lentamente, porque quería asegurarme de estar entendiendo las implicaciones de lo que mamá acababa de decirme—. Vosotros dos heredasteis la mitad de las tierras del abuelo Smith.
—Más o menos —admitió mamá.
—Así que si las tierras del tío Jim valen un millón de dólares, eso significa que tus tierras valen un millón de dólares.
—No lo sé.
—¿Qué quieres decir con que no lo sabes? Es la misma superficie.
—No sé cuánto valen, porque nunca las hice tasar. Nunca iba a venderlas. Mi padre me enseñó que las tierras no se venden, jamás. Por eso tenemos que comprar las tierras del tío Jim. Tienen que quedar en la familia.
—¿Estás diciendo que tus tierras valen un millón de dólares? —Estaba estupefacta. ¿Todos esos años en Welch sin comida, sin carbón, sin agua corriente, y mamá retuvo unas tierras que valían un millón de dólares? ¿Todos esos años, a los que añadir el tiempo que mamá y papá estuvieron en la calle —por no mencionar su vida actual en un inmueble abandonado— fueron un capricho que nos infligió mamá? ¿Podría haber resuelto nuestros problemas de dinero vendiendo esas tierras que nunca conoció? Pero ella evitaba mis preguntas, y quedó claro que para mamá, aferrarse a las tierras no era tanto una estrategia de inversión como un acto de fe, una verdad revelada tan profunda y tan incontestable para ella como su catolicismo. Y por nada del mundo logré que me dijera cuánto valían las tierras.
—Te he dicho que no lo sé —repitió.
—Entonces dime cuántas hectáreas son y dónde están exactamente, averiguaré cuánto vale la hectárea en esa zona.
A mí no me interesaba el dinero; sólo quería saber; tenía necesidad de saber la respuesta a mi pregunta: ¿cuánto cuestan esas malditas tierras? Tal vez fuera cierto que ella no lo sabía. Quizás tuviera miedo de averiguarlo. O es probable que tuviera miedo a lo que pensaríamos si lo supiéramos. Pero en lugar de responderme, siguió repitiéndome que era importante conservar las tierras del tío Jim —tierras que habían pertenecido a su padre y antes a su abuelo y antes que él a su bisabuelo— en la familia.
—Mamá, no puedo pedirle un millón de dólares a Eric.
—Jeannette, no te he pedido muchos favores, pero ahora te estoy pidiendo uno. No lo haría si no fuera importante. Y esto es importante.
Le dije a mamá que no creía que Eric me prestara un millón de dólares para comprar unas tierras en Texas, y que aunque fuera a hacerlo, yo no se lo pediría prestado.
—Es demasiado dinero —aseguré—. ¿Y qué voy a hacer con las tierras?
—Conservarlas, para que queden en la familia.
—No puedo creer que me estés pidiendo esto —dije—. Ni siquiera he visto esas tierras jamás.
—Jeannette —dijo mamá cuando se dio cuenta de que no iba a salirse con la suya—, me has decepcionado profundamente.
Lori trabajaba como artista independiente especializada en temas fantásticos; ilustraba calendarios, tableros de juegos de mesa y portadas de libros. Brian había entrado en el cuerpo de policía apenas cumplidos los veinte años. Papá no entendía qué había hecho mal, al criar un hijo que, al crecer, se convirtió en miembro de la Gestapo. ¡Pero yo estaba muy orgullosa de mi hermano el día que juró su cargo, allí de pie, entre las filas de nuevos agentes, sacando pecho, ataviado con su uniforme azul marino con botones de bronce centelleantes!
Mientras tanto, Maureen se graduó en el instituto y se matriculó en una de las universidades de la ciudad, pero nunca se aplicó realmente, y terminó viviendo con mamá y papá. Trabajó intermitentemente como camarera, pero los trabajos nunca le duraban. Desde que era una niña, buscó a alguien que la cuidara. En Welch, los vecinos de la iglesia pentecostal se ocupaban de ella, y ahora en Nueva York, con sus largos cabellos rubios y sus enormes ojos azules, encontró a varios hombres dispuestos a ayudarla.
Los novios nunca le duraban más que los trabajos. Hablaba de terminar el preuniversitario e ir a la facultad de Derecho, pero siempre surgían cosas que la desviaban de su objetivo. Cuanto más se quedaba en casa de mamá y papá, más perdida estaba, y al cabo de no mucho tiempo pasaba casi todo el día en el apartamento, fumando cigarrillos, leyendo novelas y haciendo de vez en cuando autorretratos en los que se pintaba desnuda. Estaban hacinados en aquella casa de dos habitaciones, y Maureen y papá se peleaban a gritos. Maureen le llamaba borracho despreciable y papá a Maureen cría enferma, la débil de la carnada de cachorros, a la que habría que haber ahogado cuando nació.