Llegó un momento en que Maureen dejó incluso de leer y se pasaba el día durmiendo, sólo salía del apartamento para comprar cigarrillos. La llamé y la convencí para que viniera a verme y conversar de su futuro. Cuando llegó, apenas la reconocí. Se había teñido el cabello y las cejas de rubio platino y llevaba maquillaje oscuro, una capa gruesa como un bailarín kabuki. Encendía un cigarrillo tras otro, mirando continuamente a su alrededor. Cuando hice alusión a algunas posibles carreras que podría estudiar, me dijo que lo único que quería era combatir a las sectas mormonas que habían secuestrado a miles de personas en Utah.
—¿Qué sectas? —pregunté.
—No te hagas la tonta —dijo—. Eso sólo significa que eres uno de ellos.
Luego llamé a Brian.
—¿Te parece que Maureen está drogándose? —le pregunté.
—Si no lo hace, debería hacerlo —respondió—. Está chiflada.
Le comenté a mamá que Maureen debería recibir ayuda profesional, pero ella respondió que necesitaba aire fresco y sol. Hablé con varios médicos, pero por lo que yo les contaba, Maureen se negaría a buscar ayuda por sí misma y sólo podría recibir tratamiento por orden judicial, si se probaba que era un peligro para ella misma o para otros.
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Seis meses después, Maureen apuñaló a mamá. Sucedió después de que mamá decidiese que ya era hora de ser autosuficiente, trasladándose y encontrando su propio sitio. Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos, le dijo mamá a Maureen; por su propio bien, tendría que dejar el nido paterno y abrirse camino en el mundo. Mi hermana no pudo soportar la idea de que su propia madre la pusiera de patitas en la calle y estalló. Mamá insistía en que Maureen, en realidad, no había intentado matarla —sólo estaba confundida y alterada, aseguró— pero tuvieron que coserle las heridas, y la policía arrestó a mi hermana.
Compareció ante un tribunal unos días después. Mamá, papá, Lori, Brian y yo estábamos allí. Brian echaba chispas. Lori parecía afligida, con una pena infinita. Papá medio borracho, armó bronca contra los guardias de seguridad. Pero mamá actuó como era habitual en ella: despreocupada ante la adversidad. Mientras esperábamos en los bancos del juzgado, tarareaba una cancioncilla desafinada y hacía bocetos de los asistentes.
Maureen entró en la sala del tribunal arrastrando los pies, con grilletes y vestida con un mono naranja. Su rostro estaba hinchado, aturdido, pero cuando nos vio, sonrió y nos saludó con la mano. Su abogado pidió al juez que le concediera la libertad bajo fianza. Yo le pedí prestados algunos miles de dólares a Eric y tenía el dinero en mi bolso. Tras escuchar la versión de los hechos del fiscal, el juez sacudió la cabeza con gravedad:
—Se deniega la fianza.
En el pasillo, Lori y papá se pusieron a discutir a gritos sobre quién era responsable de haber empujado a Maureen al abismo. Lori culpaba a papá de crear un ambiente enfermizo, y papá sostenía que a Maureen le faltaba un tornillo. Mamá trató de meter baza, diciendo que toda la comida basura digerida por Maureen la empujó a un desequilibrio químico y Brian vociferó que cerraran la maldita boca o los arrestaría a todos. Me limité a quedarme allí de pie, mirando uno por uno los rostros desencajados, escuchando aquel alboroto en el que los miembros de la familia Walls daban rienda suelta a sus muchos años de dolor e ira; cada uno descargaba sus propios agravios acumulados y culpaba a los otros por permitir que la persona más frágil se hubiera roto en mil pedazos.
El juez envió a Maureen a un hospital al norte del Estado. La liberaron al año e inmediatamente se compró un billete de ida a California. Le dije a Brian que teníamos que impedírselo. No conocía a nadie en California. ¿Cómo iba a sobrevivir? Pero Brian pensó que era lo más inteligente que podía hacer por sí misma. Mi hermano aseguró que necesitaba alejarse tanto de mamá y papá, y posiblemente de todos nosotros, como fuera posible.
Llegué a la conclusión de que tenía razón. Pero también tuve la esperanza de que Maureen elegía California porque lo reconocía como su verdadero hogar, el lugar al que realmente pertenecía, donde siempre hacía calor y uno podía bailar bajo la lluvia, recoger uvas de las vides y dormir por las noches al aire libre bajo las estrellas.
Maureen no quiso que ninguno de nosotros fuera a despedirla. La mañana de su partida, me levante al alba. Salía temprano, y yo quería estar despierta y pensar en ella en el momento en que arrancaba su autobús, para poder despedirme, al menos en mi interior. Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera, al cielo frío y húmedo. Me pregunté si estaría pensando en nosotros y nos echaría de menos. Siempre había tenido sentimientos contradictorios con respecto a la idea de traerla a Nueva York, pero consentí en que viniera. Y cuando llegó, estaba demasiado ocupada cuidando de mí misma como para atenderla.
—Lo siento, Maureen —dije cuando llegó la hora—, lo siento por todo.
Después de eso, rara vez veía a mamá y papá. Brian tampoco. Se casó, compró una casa victoriana en mal estado en Long Island y la restauró, tenían una niña. Ahora, ellos eran su familia. Lori, que todavía vivía en su apartamento cerca de la Autoridad Portuaria, estaba más en contacto con mamá y papá, pero también construyó su propio camino. No habíamos vuelto a reunimos desde el juicio de Maureen. Ese día se rompió algo en todos nosotros, y luego, ya no tuvimos más ánimos para reuniones familiares.
Más o menos un año después de la partida de Maureen hacia California, recibí en mi trabajo una llamada de papá. Dijo que teníamos que vernos para hablar de algo importante.
—¿No podemos arreglarlo por teléfono?
—Tengo que verte en persona, cariño.
Papá me pidió que bajara al Lower East Side esa noche.
—Y si no es mucha molestia —añadió—, ¿podrías parar de camino en algún sitio y comprarme una botella de vodka?
—Ah, así que se trata de eso.
—No, no, cariño. Tengo que hablar contigo. Pero te agradecería mucho que me trajeras un poco de vodka. Nada del otro mundo, sólo el matarratas más barato que tengan. Medio litro estaría muy bien. Tres cuartos ya sería magnífico.
Me fastidió el descarado encargo de papá, soltándolo así, al final de la conversación, como si fuera algo que se le acababa de ocurrir, aunque seguramente fuera ése el principal motivo de su llamada. Esa tarde llamé a mamá, que nunca bebía nada más fuerte que té, y le pregunté si debía comprarle el vodka a papá.
—Tu padre es como es —dijo mamá—. Ya es un poco tarde para jugar al juego de hacerle cambiar. Síguele la corriente.
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Esa noche me detuve en una licorería y compré un litro y medio del matarratas más barato que había en la estantería, tal como lo había solicitado, y luego cogí un taxi hacia el Lower East Side. Subí por las oscuras escaleras y empujé la puerta sin cerrojo. Ellos estaban recostados en su cama bajo un montón de finas mantas. Tuve la impresión de que llevaban todo el día allí. Al verme, mamá dio un grito de alegría, y papá empezó a disculparse por el desorden, diciendo que si mamá le permitiera tirar algunas de sus porquerías, al menos podría caber algo más, a lo cual mamá replicó acusando a papá de ser un vago.
—Me alegro de veros —les dije, dándoles un beso—. Después de tanto tiempo.
Con gran esfuerzo, se sentaron en la cama. Noté que papá le echaba el ojo a la bolsa de papel marrón, y se la tendí.
—Un botellón —exclamó papá, con la voz ahogada de gratitud, mientras sacaba la botella de la bolsa. Desenroscó el tapón y le dio un largo y profundo trago—. Gracias, cariño mío —dijo—. Eres muy buena con tu viejo.
Mamá llevaba puesto un jersey de lana trenzado. La piel de sus manos estaba muy agrietada y el cabello enmarañado, pero su rostro tenía un resplandor rosado y saludable y sus ojos lucían límpidos y brillantes. A su lado, papá tenía un aspecto demacrado. Tenía el cabello —todavía negro como el carbón salvo unos toques de gris en las sienes— peinado hacia atrás, pero las mejillas se mostraban hundidas, y barba de algunos días. Él siempre se afeitaba, incluso durante aquellos días en que vivía en la calle.
—¿Por qué te estás dejando la barba, papá?
—Todo hombre debería dejársela al menos una vez.
—¿Pero por qué ahora?
—Es ahora o nunca —dijo papá—. El hecho es que… me estoy muriendo.
Yo solté una risa nerviosa, y luego miré a mamá, que había cogido su bloc de bocetos sin decir palabra.
Papá me miraba con mucha atención. Me pasó la botella de vodka. Aunque no bebía casi nunca, di un sorbo y sentí el licor ardiente deslizándose por mi garganta.
—A la larga este brebaje te acaba gustando —afirmé.
—No permitas que eso ocurra —me advirtió papá.
Empezó a contar cómo se contagió de una rarísima enfermedad tropical tras haberse metido en una pelea a puñetazos con unos traficantes de drogas nigerianos. Los médicos que le habían revisado diagnosticaron la rara enfermedad incurable y le dijeron que le quedaban unas semanas o, como mucho, unos meses de vida.
Una historia ridícula. El hecho era que, aunque papá sólo tenía cincuenta y nueve años, había fumado cuatro paquetes de cigarrillos diarios desde que tenía trece, y para entonces ya se bebía sus buenos dos litros de alcohol diarios. Estaba, tal como él mismo lo expresó muchas veces, diluido en alcohol.
Pero pese a todas las peleas infernales, a la destrucción y el caos que había provocado en nuestras vidas, no podía imaginarme cómo sería mi futuro —cómo sería el mundo— sin su presencia. Más allá de lo atroz que podía ser, siempre supe que me amaba como nadie lo había hecho jamás. Miré por la ventana.
—Ahora, nada de moquear ni de gimotear por el «pobre viejo Rex» —dijo papá—. No quiero nada de eso, ni ahora ni cuando ya no esté.
Asentí con la cabeza.
—Pero tú siempre has querido a tu viejo, ¿verdad?
—Sí, papá —asentí—. Y tú me has querido siempre.
—Pues, a Dios pongo por testigo de ello. —Papá soltó una risita—. Hemos pasado buenos momentos, ¿a que sí?
—Sí que los hemos pasado.
—Nunca construimos ese Castillo de Cristal.
—No. Pero nos divertimos planeándolo.
—Esos fueron unos planes condenadamente bonitos.
Mamá permanecía ajena a la conversación, haciendo sus bocetos en silencio.
—Papá —dije—. Lo siento, la verdad es que debería haberte dejado asistir a mi licenciatura.
—Al diablo con eso. —Se rió—. Las ceremonias nunca significaron nada para mí. —Volvió a darle otro largo trago a su botella—. Tengo muchas cosas de las que arrepentirme —dijo—. Pero estoy condenadamente orgulloso de ti, Cabra Montesa, de adonde has ido a parar. Cada vez que pienso en ti, llego a la conclusión de que algo bien debo haber hecho.
—Por supuesto que sí.
—Bien; entonces, estupendo.
Hablamos un rato de los viejos tiempos y, al final, llegó la hora de marcharme. Les di un beso a ambos, y en la puerta, me di la vuelta para mirar a papá una vez más.
—Eh —me llamó, guiñándome el ojo y apuntándome con el dedo—. ¿Te he decepcionado alguna vez?
Empezó a reírse, porque sabía que yo tenía una única forma de responder a esa pregunta. Me limité a sonreír. Y luego cerré la puerta.
Dos semanas después, papá sufrió un ataque al corazón. Cuando llegué al hospital, estaba en una cama de la sala de urgencias, con los ojos cerrados. Mamá y Lori estaban de pie a su lado.
—A estas alturas lo único que lo mantiene con vida son las máquinas —aseguró mamá.
Sabía que papá hubiera odiado pasar sus últimos días en un hospital, conectado a unas máquinas. El querría estar al aire libre, en alguna parte, lejos de la civilización. Siempre decía que cuando muriera, le dejáramos en la cima de una montaña para que las águilas y los coyotes destrozaran su cuerpo. Sentí un loco impulso de cargarle en mis brazos y atravesar las puertas con él a cuestas —tramitar la salida al estilo Rex Walls— por última vez.
En cambio, le agarré la mano. Tibia y pesada. Una hora después, apagaron las máquinas.
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Los meses siguientes, me sentí como si quisiera estar en un lugar distinto al que me encontraba. Si estaba en el trabajo, deseaba estar en casa. Si me encontraba en el piso, necesitaba salir a la calle. Si un taxi que había parado se quedaba en un atasco más de un minuto, me bajaba y echaba a andar. Me sentía mejor cuando estaba en movimiento, dirigiéndome a alguna parte en vez de estando quieta. Empecé a hacer patinaje sobre hielo. Me levantaba temprano por las mañanas y caminaba a través de las calles tranquilas, iluminadas por el alba, hasta la pista de hielo, donde me ataba los cordones de los patines tan apretados que latían los pies. Recibía con agrado ese frío que dejaba tumefacto e incluso los porrazos dados cuando me caía sobre el hielo duro y húmedo. Las maniobras repetitivas de pasos veloces me permitían no pensar en nada, y a veces volvía al final de la tarde a patinar, para regresar a casa exhausta al anochecer. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que no era suficiente sólo estar en movimiento; tenía que volver a reflexionar sobre mi vida.
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Un año después de morir papá, dejé a Eric. Era un buen hombre, pero no el hombre adecuado para mí. Y Park Avenue no era mi sitio.
Alquilé un pequeño apartamento en el West Side. No tenía ni portero ni chimenea, pero había enormes ventanales inundando las habitaciones de luz, suelos de parqué y un pequeño vestíbulo, igual que en el primer apartamento que Lori y yo encontramos en el Bronx. Parecía el sitio adecuado.
Empecé a ir menos a patinar, y cuando me robaron los patines, nunca compré otros. Mi compulsión a estar siempre en movimiento empezó a perder intensidad. Pero me gustaba dar largos paseos por las noches. A menudo caminaba en dirección oeste, hacia el río. Las luces de la ciudad impedían ver las estrellas, pero en las noches claras, podía atisbar a Venus en el horizonte, encima de las oscuras aguas, resplandeciendo sin cesar.
Acción de gracias
Estaba de pie en el andén junto a mi segundo marido, John. Se oyó un silbato en la lejanía, se encendieron las luces rojas intermitentes, sonó una campana y bajó la barrera perpendicular a la calzada. El silbato sonó una vez más y, de repente, apareció el tren por la curva que asomaba detrás de los árboles, dirigiéndose estruendosamente hacia la estación, con sus enormes luces gemelas delanteras empalidecidas por la luminosa tarde de noviembre.