La señora nos contó que su hija, que conducía por la carretera en la otra dirección, nos vio, y cuando llegó a casa de su madre le contó lo de la pobre familia andando por el arcén.
—Le dije a mi hija: «Vaya, no puedo dejar a esa pobre gente por ahí. Esos pobres niños deben de estar muriéndose de sed, pobres diablos».
—No somos pobres —repliqué yo.
La señora se calló la boca, y durante el resto del viaje nadie habló demasiado. Tan pronto nos dejó en casa, papá desapareció. Esperé sentada en los escalones de la entrada hasta la hora de irse a la cama, pero no regresó.
Tres días después, mientras Lori y yo estábamos sentadas ante el viejo piano vertical de la abuela, intentando enseñarnos la una a la otra a tocar, oímos unos pasos pesados, desacompasados, en la puerta principal. Nos giramos y vimos a papá. Tropezó con la mesa de centro. Cuando tratamos de ayudarle, nos soltó un taco y se nos echó encima, tambaleándose, agitando el puño. Quería saber dónde estaba la condenada desgraciada que teníamos por madre; se puso tan furioso cuando no quisimos decírselo que golpeó el aparador con la porcelana de la abuela, provocando que se cayera al suelo y se hiciera añicos. Brian vino corriendo. Trató de agarrar a papá por una pierna, pero se lo quitó de encima de un puntapié.
Papá abrió el cajón de la plata y arrojó los cubiertos por la habitación; luego levantó una de las sillas y la estrelló contra la mesa de la abuela.
—Rose Mary, demonio del infierno, ¿dónde diablos estás, perra sarnosa? —gritó—. ¿Dónde está escondida esa puta?
Encontró a mamá en el cuarto de baño, agazapada en la bañera. Salió disparada como una flecha, pero al pasar a su lado él la agarró del vestido, mientras agitaba las manos tratando de liberarse. Recorrieron enzarzados y luchando el camino hasta el comedor, y allí la arrojó al suelo, propinándole un tremendo golpe. Ella estiró la mano hacia el montón de cubiertos tirados por papá, aferró un cuchillo de cocina y dio una puñalada en el aire, delante de él.
Papá se inclinó hacia atrás.
—Un combate a cuchillo, ¿eh? —En su rostro se dibujó una sonrisa burlona—. De acuerdo, si eso es lo que quieres. Aferró él también un cubierto y empezó a pasárselo de una mano a otra. Luego de un golpe le quitó el cuchillo a mamá, dejó caer el suyo y, arrojándose sobre ella, la derribó. Nosotros empezamos a golpearlo en la espalda, rogándole que se detuviera, pero nos ignoró. Finalmente, inmovilizó las manos de mamá, poniéndoselas detrás de la nuca.
—Rose Mary, eres una mujer infernal —dijo papá. Mamá le dijo que era un podrido borracho apestoso—. Ajá, pero tú amas a este viejo borracho, ¿o no? —preguntó papá.
Mamá primero dijo que no, que no lo amaba, pero papá siguió preguntándoselo una y otra vez, y cuando finalmente ella dijo que sí, el ánimo de lucha desapareció de los dos. Se volatilizó, como si nunca hubiera existido. Papá empezó a reírse y a abrazar a mamá, que también se reía y le abrazaba. Parecían tan contentos de no haberse matado mutuamente que habían vuelto a enamorarse como la primera vez.
Yo no tenía ganas de celebrar nada. No podía creer que después de haber pasado por todo lo que él mismo se había impuesto, hubiera vuelto a la bebida.
• • •
Con papá de nuevo sumergido en el alcohol, y sin ningún ingreso, mamá empezó a hablar de trasladarnos al Este, a Virginia Occidental, donde vivían los padres de papá. Tal vez ellos consiguieran tenerle a raya. Y si no era así, a lo mejor podrían ayudarnos económicamente, como hizo la abuela Smith de vez en cuando.
Dijo que nos iba a encantar Virginia Occidental. Viviríamos en un bosque lleno de ardillas en una zona montañosa. Podríamos conocer a los abuelos Walls, que eran auténticamente rústicos.
Mamá intentaba que lo de vivir en Virginia Occidental sonara como otra gran aventura, y, de inmediato, nos apuntamos al viaje. Sin embargo, papá detestaba la idea y se negó a ayudar a mamá, así que lo planeó todo ella sola. Como nunca volvimos a recuperar el coche —ni ninguna otra cosa— de la fallida expedición al Gran Cañón, lo primero que necesitaba mamá era un vehículo. Decía que los caminos del Señor son inescrutables, y resultó que había heredado un trozo de tierra en Texas al morir la abuela. Esperó hasta recibir un cheque de varios cientos de dólares de la compañía que explotaba los derechos de perforación. Y entonces se compró un coche de segunda mano.
Una vez por semana, una emisora de radio local emitía un programa promocional de un concesionario de coches por el que pasábamos de camino a la escuela. Los miércoles, el posible comprador y el vendedor de coches usados se ponían a charlar sobre las increíbles gangas. El vendedor afirmaba que tenía los precios más bajos de la ciudad, y para demostrarlo anunciaba el «coche especial ahorro»: un vehículo con un precio inferior a mil dólares, que sería vendido al que tuviera la suerte de llamar primero. Mamá tenía en el punto de mira el «especial ahorro». Pero no pensaba probar fortuna para ver si era la primera en llamar; se dirigió con su dinero a la oficina del concesionario y se sentó allí, mientras nosotros la esperábamos en un banco en la acera de enfrente, escuchando el programa en un transistor.
Ese miércoles, el «coche especial ahorro» era un Oldsmobile de 1956, y mamá lo consiguió por doscientos dólares. Oímos cómo salía al aire para contarles a los oyentes de la radio que sabía reconocer una ganga cuando se encontraba con ella.
No le permitieron probar el «coche especial ahorro» antes de comprarlo. El vehículo daba bandazos y se caló varias veces de camino a casa. Era imposible decir si se debía a la forma de conducir de mamá o si habíamos comprado un auténtico cacharro.
A nosotros no nos entusiasmaba demasiado la idea de que mamá fuera conduciendo de un extremo al otro del país. En primer lugar, no tenía carné de conducir y, además, siempre había conducido fatal. Si papá no podía llevar el coche a causa de su borrachera, entonces era mamá la que se hacía cargo del volante, pero con ella los coches nunca funcionaban bien. Una vez cruzando el centro de Phoenix se quedó sin frenos; nos hizo asomar la cabeza por la ventanilla a Brian y a mí para gritar «¡No llevamos frenos! ¡No llevamos frenos!» cuando doblábamos las esquinas, mientras buscaba algo relativamente blando con lo que chocar. Terminamos estrellándonos contra un contenedor de basura detrás de un supermercado y volviendo a casa a pie.
Ella siempre decía que, al que no le gustara su forma de conducir, que llevara el coche. Ahora que había comprado el Oldsmobile, anunció que saldríamos a la mañana siguiente. Estábamos en octubre, y ya hacía un mes que había empezado la escuela, pero dijo que no teníamos tiempo de decirles a nuestros profesores que nos marchábamos, ni de recoger nuestra documentación escolar. Al matricularnos en Virginia Occidental, ella respondería de nuestros éxitos académicos, y cuando nuestros nuevos profesores nos escucharan leer, se darían cuenta de que éramos muy inteligentes.
Papá todavía se negaba a venir con nosotros. Cuando partiéramos, dijo, él se encaminaría solo al desierto para convertirse en un buscador de oro. Le pregunté a mamá si íbamos a vender la casa de la calle 3 Norte o si la íbamos a alquilar.
—Ninguna de las dos cosas —dijo—. Es mi casa.
Explicó que era agradable ser el dueño de algo, ahora que sabía su significado, y no tenía sentido venderla únicamente porque nos trasladáramos. Tampoco quería alquilarla, ya que no le gustaba que vivieran extraños. La dejaríamos tal como estaba. Para prevenir los robos y el vandalismo, colgaríamos algo de ropa en el tendedero y platos sucios en el fregadero. De ese modo, señaló, los potenciales intrusos pensarían que la casa estaba ocupada y que los dueños podían volver en cualquier momento.
A la mañana siguiente cargamos el coche; mientras, papá se quedó sentado en el salón, enfurruñado. Atamos los materiales de arte de mamá a la baca y llenamos el maletero con ollas, sartenes y mantas. Mamá nos había comprado un abrigo calentito a cada uno en una tienda de segunda mano, así tendríamos qué ponernos en Virginia Occidental, donde hacía tanto frío en invierno que nevaba. Mamá dijo que cada uno podía llevarse sólo una cosa, como la vez que salimos de Battle Mountain. Quise meter mi bicicleta, pero mamá insistió en que era demasiado grande, así que llevé mi geoda.
Corrí al jardín de atrás para decirles adiós a los naranjos, y luego me dirigí a la fachada de la casa para meterme en el Oldsmobile. Tuve que arrastrarme por encima de Brian y sentarme en el medio porque él y Lori se habían apropiado de las ventanillas. Maureen iba en el asiento delantero con mamá, que ya había puesto en marcha el motor y practicaba cómo cambiar de marcha. Papá todavía estaba en la casa, así que me incliné por encima de Brian y grité. Papá apareció en la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¡Papá, por favor, ven, te necesitamos! —chillé.
Lori, Brian, mamá y Maureen se unieron a mí:
—¡Te necesitamos! —gritamos todos—. ¡Eres el cabeza de familia! ¡Eres el padre! ¡Ven!
Papá se quedó mirándonos durante un minuto, de pie, inmóvil allí donde estaba. Luego arrojó el cigarrillo al jardín, cerró la puerta principal, se acercó al coche y le dijo a mamá que se apartara; conducía él.
Welch
En la época de Battle Mountain, abandonamos la costumbre de ponerle nombre a los coches de la familia Walls, porque todos eran unos cacharros que según papá no se merecían un nombre. Mamá nos contó que cuando era pequeña y vivía en el rancho, nunca ponían nombre al ganado, pues sabían que tendrían que matarlo. Si no le poníamos nombre al coche, no nos sentiríamos tan tristes cuando tuviéramos que abandonarlo.
Así que el «coche especial ahorro» era sólo el Oldsmobile, y nunca pronunciamos el nombre con cariño, ni siquiera con compasión. Ese Oldsmobile resultó una chatarra desde el día de su compra. La primera vez que se paró, estábamos a una hora de la frontera de Nuevo México. Papá hundió la cabeza bajo el capó, le metió mano al motor y lo hizo funcionar, pero se volvió a averiar un par de horas después. Papá volvió a hacerlo funcionar —«más bien cojear», dijo—, pero no avanzó a más de veinticinco o treinta kilómetros por hora. Además, empezó a abrirse el capó, por lo que tuvimos que atarlo con una cuerda.
Esquivamos los peajes desviándonos por carreteras secundarias de un solo carril en las dos direcciones, en las que formábamos una larga caravana de vehículos detrás de nosotros, tocando el claxon con exasperación. Cuando una de las ventanillas dejó de funcionar en Oklahoma, y se quedó definitivamente abierta, la cubrimos con bolsas de basura pegadas con cinta adhesiva. Dormimos todas las noches en el coche, y un día, después de llegar de madrugada a Muskogee y aparcar en una calle desierta del centro, cuando nos despertamos, nos encontramos en medio de un grupo de gente rodeando el coche, niños que pegaban la nariz contra las ventanillas y personas mayores que sacudían la cabeza y sonreían con sorna.
Mamá saludó con la mano a la muchedumbre.
—Cuando los de Oklahoma se ríen de ti, puedes estar seguro de que has caído en la miseria —afirmó.
Con nuestra ventanilla tapada con bolsas de basura, nuestro capó atado con cuerdas y el material de mamá sujeto al techo, parecíamos más de Oklahoma que los propios de Oklahoma. La idea le causó un ataque de risa.
Me puse una manta encima para ocultarme y me negué a quitármela hasta que salimos de los límites del condado de Muskogee.
—La vida es un drama en el que se mezclan la tragedia y la comedia —me dijo mamá—. Deberías aprender a disfrutar un poco más de los episodios cómicos.
• • •
Tardamos un mes en cruzar el país. Hubiera sido lo mismo si hubiésemos viajado en una carreta de las de las películas de vaqueros. Encima, mamá insistía en desviarnos para ver paisajes pintorescos que ampliarían nuestros horizontes. Bajamos hasta El Álamo.
—Davy Crockett y James Bowie recibieron su merecido —nos informó mamá—, por robarle esta tierra a los mexicanos.
Luego seguimos hasta Beaumont, donde las bombas de extracción de petróleo cabeceaban como pájaros gigantes. En Luisiana, mamá nos hizo subirnos al techo del coche para que arrancáramos matas de musgo español que colgaba de las ramas de los árboles.
Después de cruzar el Misisipí, giramos con rumbo al Norte hacia Kentucky, y luego al Este. En lugar del desierto llano bordeado por montañas escarpadas, la tierra desaparecía en la lejanía como una sábana cuando se sacude para hacer la cama. Finalmente, entramos en tierra montañosa. Primero aparecieron unas colinas y luego seguimos ascendiendo cada vez más para meternos de lleno en los montes Apalaches, deteniéndonos de vez en cuando para permitirle recuperar el aliento al Oldsmobile en las empinadas y sinuosas carreteras. Estábamos en noviembre. Las hojas se habían tornado ocres y caían de los árboles, y una bruma húmeda envolvía las laderas de las colinas. Había arroyos y riachuelos por todas partes, en lugar de las acequias de regadío vistas en el Oeste, y se podía percibir el aire diferente. Calmado, más pesado, más denso, y, de alguna manera, más oscuro. Por alguna razón, todos nos quedamos en silencio.
Al anochecer, nos acercamos a una curva en la que habían clavado a los árboles que había al margen de la carretera carteles pintados a mano de talleres de reparación de coches y de reparto a domicilio de carbón. Cuando doblamos la curva, nos encontramos de pronto en un profundo valle. Casas de madera y pequeñas construcciones de ladrillo bordeaban el río, irguiéndose en grupos irregulares a ambos lados de la ladera.
—¡Bienvenidos a Welch! —exclamó mamá.
Anduvimos por las calles oscuras y estrechas, hasta que nos detuvimos delante de una casa grande y desvencijada. Estaba del lado de la calle que quedaba en pendiente, así que tuvimos que bajar por una escalera para llegar a ella. Cuando nos acercamos al porche, haciendo mucho ruido, una mujer abrió la puerta. Era enorme, tenía la piel cerúlea y una gran papada. Unas horquillas le sostenían los lacios cabellos canos, y de su boca colgaba un cigarrillo.
—Bienvenido a casa, hijo —dijo, y le dio un gran abrazo a papá. Se volvió hacia mamá—. Ha sido amable por tu parte permitirme ver a mis nietos antes de que me muera —afirmó sin sonreír.
Sin sacarse el cigarrillo de la boca, nos dio a todos un abrazo fugaz y rígido. Su mejilla estaba pegajosa de sudor.