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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (8 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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El muchacho asintió con un gesto, abrumado por el hecho de que yo me dirigiera a él personalmente.

—Si tu padre puede prescindir de tí, nos acompañarás a Maruyama.

Pensaba que podía unirse a los mozos de cuadra de Amano.

—Debemos seguir adelante sin más tardar —indicó Makoto, situado a mi costado.

—Hemos traído todo lo que tenemos —terció el campesino, al tiempo que hacía un gesto a los hombres que le acompañaban.

Los demás agricultores colocaron en el suelo los sacos y cestos que llevaban colgados al hombro y sacaron unos cuantos alimentos: pastelillos de mijo, brotes de helecho y otras hierbas silvestres recogidas en la montaña, pequeñas ciruelas saladas y castañas secas. Yo no deseaba aceptar sus obsequios, pero tuve la impresión de que si los rechazaba les ofendería. Hice que dos soldados recogieran los alimentos y cargaran con los sacos.

—Despídete de tu padre —le dije a Jiro, y observé cómo el anciano se esforzaba por retener las lágrimas.

Lamenté mi ofrecimiento de llevarme al muchacho, no sólo porque era una vida más de la que me haría responsable, sino también porque estaba despojando a su padre de la ayuda que Jiro le podría prestar a la hora de reconstruir los campos de cultivo.

—Le enviaré de vuelta cuando lleguemos al pueblo.

—¡No! —exclamaron al unísono padre e hijo; el muchacho se ruborizó.

—Permitid que os acompañe —suplicó el padre—. Nuestra familia pertenecía a la casta militar. Mis abuelos decidieron dedicarse a la agricultura para huir del hambre. Si Jiro entra a vuestro servicio, tal vez pueda llegar a convertirse en guerrero y así rehabilitar nuestro apellido.

—Más le valdría quedarse y reparar las tierras —repliqué—; pero si de verdad así es como lo deseas, puede acompañarnos.

Envié al chico a que ayudase a Amano con los caballos que habíamos arrebatado a los bandoleros y le pedí que regresara junto a mí una vez que estuviera a lomos de una montura. Me pregunté qué habría sido de
Aoi,
al que no había puesto la vista encima desde que lo dejé al cuidado de Jo—An. Parecía que habían transcurrido varios días desde entonces. Makoto y yo cabalgamos parejos a la cabeza de nuestro ejército, agotado pero feliz.

—Ha sido un buen día, un buen comienzo —comentó Makoto—. Tu labor ha sido excepcional, a pesar de mi estúpida actitud.

Recordé la furia que había sentido contra él. Parecía haberse evaporado por completo.

—Olvidémoslo. ¿Describirías nuestro enfrentamiento como una batalla?

—Para los poco versados en el arte militar sí sería una batalla —replicó Makoto—. Y también una victoria. Has ganado y puedes describir la confrontación como te plazca.

"Quedan tres por ganar y una por perder", pensé, y al momento me pregunté si aquélla era la manera en la que se desarrollaban las predicciones. ¿Podía decidir yo cómo aplicar mi profecía? Empecé a darme cuenta del poder y el peligro de las palabras de la anciana. El hecho de que yo creyera en ellas o no lo hiciera iba a influir en mi vida de forma determinante. Yo había escuchado la profecía y nunca podría borrarla de mi memoria. Sin embargo, me sentía incapaz de creer en aquellas palabras con fe ciega.

Jiro regresó montado en Ki, el caballo castaño de Amano.

—El señor Amano considera que debéis cambiar de montura y os envía ésta. Piensa que no es posible salvar la vida del caballo negro. Su pata está dañada y no podrá seguir el ritmo de la marcha. Nadie de por aquí puede mantener un caballo incapaz de trabajar.

Sentí lástima por el valiente y hermoso corcel. Di unas palmadas en el cuello de
Shun.


Me gusta éste.

Jiro desmontó y agarró las riendas de
Shun.

—K¡
tiene mejor presencia —señaló.

—Debes dar una buena impresión —terció Makoto con sequedad.

Intercambiamos los caballos y
Ki
resopló por los ollares. Su aspecto era tan descansado como si acabara de llegar de un paseo por la pradera. Jiro se montó a lomos de
Shun,
pero en cuanto tocó las riendas el animal bajó la cabeza y levantó las patas traseras, de manera que el muchacho salió volando por los aires. El caballo se quedó observando a Jiro, tumbado sobre el barro, con expresión de sorpresa, como si estuviera pensando: "¿Qué hará ahí abajo?".

Makoto y yo soltamos una carcajada.

—Te lo tienes merecido por hablar mal de él —aseguró Makoto.

Jiro se echó a reír. Se puso en pie y, con tono solemne, se disculpó ante
Shun,
que le permitió que se montara a su lomo sin hacer ninguna señal de protesta.

A partir de entonces, el muchacho perdió parte de su timidez y empezó a señalar los puntos de referencia de la carretera: una montaña habitada por duendes, un santuario cuyas aguas curaban las heridas más profundas, un manantial que nunca se había secado en un millar de años... Imaginé que, al igual que yo, había pasado la mayor parte de su niñez recorriendo las montañas.

—¿Sabes leer y escribir, Jiro? —le pregunté.

—Un poco —respondió el muchacho.

—Tendrás que instruirte para llegar a ser un guerrero —dijo Makoto con una sonrisa.

—¿No me basta con saber luchar? He practicado con el palo de madera y con el arco.

—Necesitas formación académica, pues de lo contrario podrías terminar como los bandoleros.

—¿Sois un gran guerrero, señor?

Las bromas de Makoto habían animado a Jiro a mostrar cierta familiaridad.

—¡En absoluto! Soy un monje.

Jiro se quedó atónito ante el comentario.

—Perdonadme mi atrevimiento, pero no lo parecéis.

Makoto soltó las riendas de su caballo y se quitó el yelmo, de modo que su cabeza afeitada quedara al descubierto. Se frotó el cuero cabelludo con la mano y colgó el yelmo del arzón de la silla de montar.

—Cuento con que el señor Otori evite el combate en lo que queda de día.

Después de casi una hora, llegamos al pueblo. Las viviendas que lo rodeaban parecían habitadas y los campos de cultivo se veían más cuidados; los diques estaban reparados y se habían plantado las semillas de arroz. En una o dos de las viviendas más importantes ardían lámparas de aceite que proyectaban su resplandor naranja sobre las mamparas rasgadas. En otras casas ardían troncos en los hogares de las cocinas de suelo de tierra; el olor a comida que flotaba en el aire hacía que nuestros estómagos gruñeran de hambre.

Tiempo atrás el pueblo había estado fortificado, pero luchas recientes habían destrozado las murallas en muchas zonas; las torres de vigía y los portones habían sido devastados por el fuego. La suave bruma suavizaba el desolador panorama. El río que habíamos cruzado fluía a un lado del pueblo; no se veía puente alguno, pero había señales de que en tiempos pasados se había producido un rico comercio fluvial, aunque casi todas las barcas allí amarradas mostraban desperfectos. El puente junto al que Jin—emon había instalado su barrera era la única vía de comunicación de la localidad con el exterior y el gigante la había bloqueado.

Kahei nos estaba esperando junto a las ruinas del portón principal. Le pedí que permaneciera con los hombres mientras yo entraba en el pueblo con Makoto, Jiro y un reducido destacamento de guardias.

Kahei se mostró preocupado.

—Tal vez sea mejor que vaya yo, por si acaso han tendido una trampa —sugirió.

Yo pensaba que aquel lugar medio en ruinas no ofrecía ningún peligro y me pareció más acertado acercarme hasta el alguacil de Arai como si esperase su amistad y cooperación. No se atrevería a negarme su ayuda personalmente, pero, si mostraba temor a dirigirme a él, tal vez pudiera hacerlo.

Tal y como Kahei nos había informado, no existía castillo en la localidad; pero en el centro del pueblo, sobre un pequeño promontorio, se alzaba una residencia de madera de gran tamaño cuyos muros y cancelas se habían reparado recientemente. La vivienda en sí parecía poco cuidada, pero carente de daños importantes. A medida que nos acercábamos, las cancelas se abrieron y un hombre de mediana edad salió a recibirnos, seguido por un grupo de guardias armados.

Le reconocí de inmediato. Le había visto al lado de Arai en Inuyama, cuando su ejército entró en la ciudad; también le había acompañado al templo de Terayama. De hecho, se encontraba en la sala cuando vi a Arai por última vez. Recordé que se llamaba Niwa. ¿Eran sus hijos los que Jin—emon había matado? Su rostro había envejecido y mostraba nuevas arrugas producidas por el sufrimiento.

Hice parar al caballo castaño y hablé con voz alta:

—Soy Otori Takeo, hijo de Shigeru, nieto de Shigemori. No pretendo dañar a vuestra gente. Mi esposa, Shirakawa Kaede, y yo trasladamos nuestro ejército al dominio Maruyama, del que la señora Otori es legítima heredera. Solicito vuestra ayuda para conseguir alimento y refugio durante esta noche.

—Os recuerdo bien —indicó—. Hace tiempo que nos conocimos. Soy Niwa junkei. Mantengo el control de estas tierras por orden del señor Arai. ¿Acaso buscáis una alianza con él?

—Tal alianza me proporcionaría un enorme placer —afirmé sin titubeos—. Tan pronto como me haya asegurado las tierras de mi esposa, acudiré a Inuyama a ponerme a disposición de su señoría.

—Parece que vuestra vida ha cambiado mucho —replicó—. Al parecer, estoy en deuda con vos, pues me han llegado noticias de que habéis matado a Jin—emon y a sus bandidos.

—Es cierto que Jin—emon y sus hombres han muerto —convine yo—. Hemos traído con nosotros las cabezas de los guerreros para que puedan ser enterradas de forma honorable. Hubiera deseado venir antes y así poder ahorraros vuestro sufrimiento.

Niwa asintió con un gesto y apretó los labios hasta formar una fina y oscura línea; pero no articuló palabra acerca de sus hijos.

—Seréis mis invitados —dijo por fin, al tiempo que intentaba otorgar un matiz de ánimo a su voz derrotada—. Sed bienvenidos. El pabellón del clan está a disposición de vuestros hombres. Ha sufrido daños, pero el tejado aún se conserva. El resto de las tropas puede acampar a las afueras del pueblo. Suministraremos tantos alimentos como nos sea posible. Por favor, traed a vuestra esposa a mi casa; mis mujeres cuidarán de ella. Vos y vuestra guardia personal también os alojaréis con nosotros, por descontado —hizo una larga pausa y, abandonando todo protocolo, dijo con amargura—: Soy consciente de que os ofrezco lo que tomaríais en todo caso, aunque yo me negase. El señor Arai ha ordenado que seáis detenido. Yo, que no he sabido proteger la comarca de un puñado de bandidos, ¿cómo podría enfrentarme a un ejército del tamaño del vuestro?

—Os doy las gracias.

Decidí hacer caso omiso de su tono, que achaqué a su doloroso duelo; pero me extrañaron la escasez de tropas y provisiones, las débiles defensas del pueblo, la impunidad de los bandidos. Arai no debía de prestar mucha atención a aquellas tierras; la campaña para someter a los últimos Tohan debía de acaparar todos sus recursos.

Niwa nos entregó sacos de mijo y de arroz, pescado en salazón y pasta de soja. Distribuimos los alimentos, junto a los obsequios de los campesinos, entre los hombres. Los habitantes del pueblo, agradecidos, dieron la bienvenida a nuestro ejército y le ofrecieron la comida y el alojamiento de que disponían. Se levantaron tiendas de campaña, se encendieron hogueras y se dio de comer y beber a los animales. Recorrí a caballo las líneas de tropas, junto a Makoto, Amano y Jiro. Me admiraba observar cómo, a pesar de mi evidente falta de conocimientos y de experiencia, había conseguido instalar a mis hombres la primera noche de nuestra marcha. Hablé con los centinelas apostados por orden de Kahei y después me acerqué hasta Jo—An y los parias, quienes habían acampado cerca de allí. Entre unos y otros parecía haber surgido un cierto entendimiento.

Tuve la tentación de guardar vigilia yo también, pues sería el primero en escuchar un posible enemigo; pero Makoto me convenció para que regresara a la casa y descansara al menos unas horas, Jiro condujo a
Shun
y al caballo castaño a los establos de Niwa y nosotros nos encaminamos ala vivienda.

Kaede ya había sido escoltada hasta allí y le habían adjudicado una alcoba que compartiría con la esposa de Niwa y otras mujeres de la casa. Yo deseaba verme a solas con ella, pero sabía que no era posible. Estaba dispuesto que Kaede durmiese en la habitación de las mujeres, mientras que yo pasaría la noche junto a Makoto, Kahei y varios soldados; lo más probable era que en la estancia de al lado durmiesen Niwa y sus guardias.

Una anciana que, según nos contó, había sido el ama de cría de la esposa de Niwa nos condujo hasta la habitación de invitados. Era espaciosa y bien proporcionada, aunque las esteras se veían viejas y manchadas y las paredes mostraban huellas de moho. Las ventanas correderas estaban abiertas y la brisa del atardecer traía el aroma a flores y a tierra mojada; pero en el jardín, desatendido, abundaban las malas hierbas.

—El baño está dispuesto, señor —me anunció la anciana.

A continuación me guió hasta el pabellón de baños, construido con madera y situado en el extremo más alejado de la veranda. Ordené a Makoto que montara guardia y le pedí a la vieja mujer que me dejase a solas. Su aspecto era totalmente inofensivo, pero yo no deseaba correr ni el más mínimo riesgo. Había escapado de la Tribu, estaba condenado a muerte y sabía que sus asesinos podían adquirir cualquier clase de disfraz.

La anciana se disculpó porque el baño no estuviera muy caliente y se quejó a regañadientes de la escasez de madera y de alimentos. Lo cierto es que el agua apenas estaba templada, pero la noche era fría y me conformaba con quitarme el barro y la sangre del cuerpo. Me metí en la bañera y comprobé los daños que el día me había deparado. No estaba herido, pero sí magullado. En los antebrazos se notaban las marcas de las manos de acero de Jin—emon y en el muslo había un enorme cardenal ya casi negro; no tenía ni idea de cómo me lo había producido. La muñeca que Akio me había retorcido tanto tiempo atrás en Inuyama y que yo creía curada me dolía de nuevo, posiblemente a causa de los huesos de piedra de Jin—emon. Decidí que al día siguiente me ataría una banda de cuero como protección. Me quedé sumergido en el agua durante un rato, y ya estaba a punto de quedarme dormido, cuando escuché los pasos de una mujer que procedían del exterior; la puerta corredera se abrió y Kaede entró en el pabellón.

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