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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna

BOOK: El brillo de la Luna
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El reciente matrimonio de Kaede y Takeo es fruto de una profunda pasión amorosa, pero también supone una importante alianza política entre dos herederos.

El relato arranca en el templo de Terayama, en cuyo suelo sagrado la joven pareja se ha refugiado. Allí han logrado reunir un ejército fiel. La situación es de máxima tensión y todo está dispuesto para las terribles batallas que tendrán lugar. La diplomacia, la habilidad política y las dotes de mando serán decisivas para aclarar el incierto futuro.

Lian Hearn

El brillo de la Luna

Leyendas de los Otori - 3

ePUB v1.1

OZN
 
26.05.12

2005,
Brilliance of the Moon

Traducción: Mercedes Núñez

1

La pluma reposaba sobre la palma de mi mano. Yo la sostenía con cuidado, pues era consciente de su antigüedad y delicadeza. A pesar del paso de los años, su blancura se mantenía intacta y el color púrpura de los bordes aún resplandecía.

—Perteneció al
houou,
el pájaro sagrado —me explicó Matsuda Shingen, el abad del templo de Terayama—. El ave se le apareció a Shigeru, tu padre adoptivo, cuando era un muchacho de tan sólo quince años, más joven de lo que tú eres hoy. ¿Te habló de aquello alguna vez, Takeo?

Hice un gesto de negación con la cabeza. Matsuda y yo nos encontrábamos en su alcoba, situada en un extremo del claustro que rodeaba el patio principal del templo. Del exterior llegaba el alboroto de los preparativos para nuestra partida, que ahogaba los cánticos y el tañido de campanas habituales en el santuario. Yo escuchaba a Kaede, mi esposa, quien se encontraba al otro lado de la cancela departiendo con Amano Tenzo acerca de los problemas que supondría la alimentación de nuestro ejército durante la marcha. Nos disponíamos a viajar al gran dominio de Maruyama, en el Oeste, del que Kaede era legítima heredera; nuestra intención era reclamarlo y, si fuera necesario, luchar por su propiedad. Desde finales del invierno, numerosos guerreros habían acudido a Terayama a unirse a mis tropas y habíamos logrado reunir cerca de un millar de hombres, que se alojaban en el templo y en las aldeas circundantes. También contaba yo con los campesinos que habitaban en la comarca, quienes apoyaban mi causa firmemente.

Amano procedía de Shirakawa, la casa familiar de mi esposa, y era el más fiel de sus lacayos. Experto jinete, su habilidad con los animales resultaba excepcional. En los días que siguieron a nuestro matrimonio, Kaede y su doncella, Manami, demostraron una destreza considerable a la hora de manipular y distribuir comida y equipamiento. Trataban todos los asuntos con Amano, quien se encargaba de transmitir las decisiones a los soldados. Aquella mañana, el lacayo estaba contando las carretas de bueyes y los caballos de carga que teníamos a nuestra disposición. Intenté concentrarme en las palabras del abad, pero me encontraba inquieto y ansioso por iniciar la marcha.

—Ten paciencia —me aconsejó Matsuda con suavidad—. Sólo será cuestión de un momento. ¿Qué sabes acerca del
houou?

Con desgana, volví a centrar mi atención en la pluma que tenía en la mano y me esforcé por recordar lo que Ichiro, mi antiguo preceptor, me había enseñado durante el tiempo en el que me había alojado en la casa del señor Shigeru, en Hagi.

—Según la leyenda, es el pájaro sagrado que hace su aparición en tiempos de justicia y paz, y se representa con el mismo signo caligráfico que los Otori, el clan al que pertenezco.

—Exacto —aprobó Matsuda, esbozando una sonrisa—. Sus apariciones son pocas, pues la justicia y la paz escasean en los tiempos que corren. A mi entender, cuando Shigeru vio el
houou
tomó la decisión de iniciar la búsqueda de tan preciados bienes. Yo le hice notar que las plumas del pájaro sagrado están teñidas de sangre, y ahora es la propia sangre derramada por Shigeru la que nos impulsa a actuar a quienes creemos en su causa.

Contemplé la pluma más de cerca. Estaba colocada sobre la cicatriz de mi mano derecha, donde mucho tiempo atrás me había quemado. Sucedió en Mino, mi pueblo natal, el día en el que Shigeru me salvó la vida. Junto a la cicatriz se veía la línea recta característica de los Kikuta, la familia de la Tribu a la que yo pertenecía y de la que había huido el invierno anterior. Mi herencia, mi pasado y mi futuro parecían haberse reunido allí, en la palma de mi mano.

—¿Por qué habéis elegido este momento para mostrarme la pluma?

—Pronto te pondrás en camino. Has pasado el invierno con nosotros, dedicado al estudio y al entrenamiento con el propósito de prepararte para cumplir las últimas órdenes que Shigeru te encomendó. Mi deseo es que compartas la visión de tu padre adoptivo, que siempre recuerdes que su meta era la justicia; ésa es la meta que debes hacer tuya.

—Nunca lo olvidaré —prometí.

Hice una respetuosa reverencia y, sujetando la pluma con las dos manos, se la entregué al abad. Matsuda la recogió, inclinó la cabeza y devolvió la pluma a la pequeña caja laqueada de la que la había sacado. Yo permanecí en silencio mientras recordaba todo lo que Shigeru había hecho por mí y meditaba sobre la ardua tarea que tenía por delante si quería cumplir sus deseos.

—Ichiro me habló del
houou
cuando me enseñó a escribir mi nombre —comenté tras unos instantes—. Cuando le vi en Hagi el año pasado, me aconsejó que le aguardase aquí, en el templo; pero no puedo esperar mucho más tiempo. Debemos partir hacia Maruyama en menos de una semana.

Desde el deshielo de la nieve me encontraba preocupado por mi antiguo preceptor, pues tenía conocimiento de que los señores de los Otori, los tíos de Shigeru, deseaban apropiarse de mi casa de Hagi y de mis tierras. Sin embargo, Ichiro se negaba en redondo a entregarles mis posesiones.

Aún no lo sabía, pero Ichiro había muerto. Lo supe al día siguiente. Me encontraba conversando con Amano en el patio cuando oí ruidos que llegaban de la lejanía: gritos de desconocidos, el sonido apagado de hombres corriendo y el martilleo de cascos de caballo. Este último sonido resultaba tan extraño como inesperado, pues casi nadie subía hasta Terayama a lomos de su montura. Los visitantes ascendían el empinado sendero a pie; los enfermos y los ancianos eran acarreados por fornidos porteadores.

Para cuando, segundos más tarde, Amano escuchó aquellos ruidos, yo ya estaba corriendo hacia los portones del templo y llamaba a gritos a los guardias, quienes, con toda rapidez, empezaron a cerrar las puertas y a atrancarlas por dentro. Matsuda atravesó el patio con paso diligente. No portaba armadura, pero llevaba el sable bajo el cinturón. Antes de que pudiéramos articular palabra, desde la garita surgió una potente voz:

—¿Quién se atreve a cabalgar hasta las puertas del templo? ¡Desmontad y acercaos a este lugar de paz con el debido respeto!

Era Kubo Makoto, uno de los jóvenes monjes guerreros de Terayama, quien, en los últimos meses, se había convertido en mi mejor amigo. Corrí hasta la empalizada de madera y subí a toda prisa la escalera que conducía a la garita de los centinelas. Makoto señaló un agujero en la madera y, a través de la mirilla, divisé a cuatro jinetes. Habían ascendido la ladera al galope y en ese momento tiraban de las riendas para que sus caballos, agotados y jadeantes, se detuvieran. Los hombres iban armados de pies a cabeza y en sus yelmos se apreciaba con claridad el blasón de los Otori. Por un momento, pensé que tai vez fuesen mensajeros de Ichiro. Entonces, mis ojos repararon en la cesta atada al arzón delantero de una de las sillas de montar. El corazón me dio un vuelco, pues no era difícil adivinar lo que la cesta contenía.

Los caballos se encabritaban e intentaban retroceder. No sólo se encontraban exhaustos, sino también atemorizados y doloridos; dos de ellos mostraban graves heridas en las patas traseras. Por el angosto sendero empezó a llegar un reguero de campesinos furiosos, armados con hoces y palos. Reconocí a algunos de ellos: eran vecinos de la aldea más próxima. El guerrero situado en la retaguardia se dispuso a atacarlos y blandió su sable en el aire. Los hombres dieron un paso atrás; pero no se dispersaron, sino que se mantuvieron como una pina alrededor de los jinetes.

El jefe de los guerreros les lanzó una mirada de desprecio y, acto seguido, se plantó frente al portón y gritó:

—Soy Fuwa Dosan, del clan Otori de Hagi. Traigo un mensaje de mis señores Shoichi y Masahiro para un impostor que se hace llamar Otori Takeo.

Makoto respondió:

—Si sois mensajeros que acudís en son de paz, desmontad y abandonad vuestros sables. Entonces, abriremos las puertas.

Ya sabía yo cuál sería el mensaje y notaba cómo la cólera empezaba a nublarme la vista.

—No es necesario —respondió Fuwa con desdén—, nuestro mensaje es breve. Di le a ese tal Takeo que los Otori no reconocen sus exigencias, y que éste es el trato que le dispensarán a él mismo y a todo aquel que le siga.

El jinete situado a un costado del cabecilla soltó las riendas de su caballo, abrió la cesta y de ella sacó lo que yo temía ver. Agarró la cabeza de Ichiro por la cabellera y la lanzó por encima de la muralla. La cabeza cayó con un golpe seco sobre la hierba del jardín tapizada de pétalos.

Saqué
a Jato,
mi sable, del cinturón.

—¡Abrid las puertas! —grité—. Voy a por ellos.

Bajé los escalones de dos en dos, seguido por Makoto.

Mientras las puertas del templo se abrían, los guerreros Otori hicieron girar a sus caballos y, sable en mano, empezaron a cargar contra los hombres que los rodeaban. Posiblemente consideraron que unos simples campesinos no se atreverían a hacerles frente. Yo mismo me sorprendí por lo que ocurrió a continuación. En lugar de apartarse, los aldeanos se arrojaron con violencia contra los caballos. Dos de los campesinos murieron en el acto, decapitados por los sables de los guerreros; pero entonces se desplomó el primer caballo y la multitud se abalanzó sobre el jinete caído. Los demás guerreros corrieron la misma suerte. No tuvieron oportunidad de mostrar su habilidad con la espada, pues los campesinos los derribaron de sus corceles y los golpearon como a perros hasta que murieron.

Makoto y yo intentamos frenar a los aldeanos, mas sólo conseguimos restaurar la calma una vez que hubimos cercenado y colgado las cabezas de los guerreros en las puertas del templo. Los campesinos profirieron insultos contra los soldados muertos durante un buen rato; después, se encaminaron colina abajo al tiempo que aseguraban a gritos que si otros osaban acercarse al templo de Terayama para insultar al señor Otori Takeo, el Ángel de Yamagata, correrían la misma suerte.

Makoto temblaba de cólera; percibí que deseaba decirme algo, pero yo no disponía de tiempo. Regresé de inmediato al recinto del templo. Kaede había traído paños blancos y un cuenco de madera lleno de agua. Estaba arrodillada en el suelo, bajo los cerezos, y lavaba la cabeza con actitud serena. La piel se veía de un gris azulado; los ojos estaban entornados; el cuello no había sido cortado de forma limpia, sino que se apreciaban varios hachazos. Sin embargo, Kaede la sujetaba con tanta delicadeza como si se tratase de un objeto de belleza y valor incalculables.

Me arrodillé junto a mi esposa, alargué la mano y acaricié el cabello de Ichiro. A pesar de las canas, la muerte le hacía parecer más joven que la última vez que me había encontrado con él en la casa de Hagi. En aquella ocasión le había visto apesadumbrado y asediado por los fantasma; del pasado, pero también deseoso de ofrecerme su afecto y su consejo.

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