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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (3 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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—Tenemos la obligación de proteger al señor Otori —terció el más joven.

—No estoy en peligro. Dejadnos solos y decidle a Manami que traiga agua, comida y té.

Hicieron una reverencia y se marcharon. A medida que atravesaban el patio empezaron a murmurar. Yo oí sus comentarios y suspiré.

—Ven conmigo —le indiqué a Jo—An.

Me siguió cojeando hasta el pabellón situado en el jardín, no lejos del estanque grande. El agua brillaba bajo la luz de las estrellas, y de vez en cuando un pez se elevaba en el aire y volvía a caer con un chapoteo. Más allá del estanque, las blancas lápidas de las tumbas se distinguían en la oscuridad. La lechuza volvió a ulular, esta vez desde más cerca.

—Dios me pidió que viniese hasta ti —explicó Jo—An una vez que nos hubimos instalado sobre el suelo de madera del pabellón.

—No deberías hablar de tu dios tan abiertamente —le regañé—. Estamos en un templo. Los monjes no tienen mayor aprecio por los Ocultos que los guerreros.

—Tú estás aquí —susurró Jo—An—. Eres nuestra esperanza y nuestra protección.

—Sólo soy una persona. No me es posible protegeros de todo un país.

Jo—An permaneció en silencio durante unos instantes. Entonces, sentenció:

—El Secreto piensa en ti, pese a que tú te hayas olvidado de él.

Yo no deseaba en absoluto que la conversación siguiera tales derroteros.

—¿Qué tienes que decirme? —pregunté, lleno de impaciencia.

—Los hombres que conociste el año pasado, los carboneros, estaban transportando a su dios de regreso a la montaña cuando los encontré en el camino. Me contaron que los ejércitos de los Otori se han desplegado y vigilan todas las carreteras de los alrededores de Terayama y Yamagata. Fui a comprobarlo por mí mismo. Hay soldados escondidos por todas partes. Te tenderán una emboscada en cuanto abandones el templo. Si quieres salir de aquí, tendrás que abrirte camino luchando.

Jo—An me atravesaba con sus pupilas, atento a mi reacción. Yo me maldije a mí mismo por haberme demorado en el templo durante tanto tiempo. En todo momento había sido consciente de que mis armas principales serían la rapidez y el factor sorpresa. Debería haber iniciado la marcha días atrás, pero había pospuesto la partida en espera de noticias de Ichiro. Antes de mi matrimonio, noche tras noche me había dedicado a examinar las carreteras que rodeaban el templo en busca de enemigos; pero desde que Kaede se encontraba a mi lado no había tenido fuerzas para alejarme de ella. Ahora me encontraba atrapado por culpa de mi negligencia e indecisión.

—¿Cuántos hombres puede haber?

—Cinco o seis millares —replicó Jo—An. Yo apenas contaba con mil hombres—. Por tanto, tendrás que atravesar la montaña, como hiciste el invierno pasado. Existe un camino que conduce al Oeste. Nadie lo vigila, porque el desfiladero está cubierto de nieve.

Los pensamientos me cruzaban la mente a toda velocidad. Yo conocía el camino al que Jo—An se refería: pasaba por el santuario donde Makoto había pensado quedarse el invierno antes de que yo apareciera de repente, camino del templo de Terayama. Varias semanas antes, rastreando el sendero, me había visto obligado a dar la vuelta cuando la nieve era demasiado espesa para proseguir. Medité sobre mis tropas: mis hombres, caballos y bueyes. Los bueyes nunca podrían seguir el camino; tal vez los hombres y los caballos sí pudieran hacerlo. Partiríamos de noche, de manera que los Otori creyeran que permanecíamos en el templo... Tendría que consultar al abad de inmediato e iniciar la marcha cuanto antes.

Mis reflexiones quedaron interrumpidas por Manami y el criado que la acompañaba. El hombre transportaba una vasija con agua y ella traía en una bandeja un cuenco con arroz y verduras y dos tazas de té. La doncella colocó la bandeja en el suelo mientras observaba a Jo—An con repugnancia, como quien mira a una serpiente. El hombre también reaccionó con consternación. Me pregunté por un instante si el hecho de que me asociaran con la casta de los parias me perjudicaría. Les pedí que nos dejaran solos, y se marcharon a toda velocidad. Mientras se alejaban en dirección al pabellón de invitados, Manami no dejó de murmurar comentarios de desaprobación.

Jo—An se lavó las manos y la cara; entonces, juntó las manos y se dispuso a entonar la primera oración de los Ocultos. Sin apenas darme cuenta, respondí a aquellas plegarias tan familiares para mí y al momento me invadió una oleada de irritación. Jo—An había vuelto a arriesgar su vida para traerme noticias de vital importancia, pero deseaba que mostrase mayor discreción y entendí que el paria me supondría una pesada carga.

Cuando terminó de comer, le aconsejé:

—Más vale que te marches; tienes un largo camino por delante.

Él no respondió, sino que permaneció sentado, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, en la posición de escucha que ya me resultaba familiar.

—No —contestó por fin—. Te acompañaré.

—Es imposible. No te quiero a mi lado.

—Dios sí lo quiere —replicó Jo—An.

No había forma de convencerle de que se marchara. Podía matarle o encerrarle, mas sería injusta recompensa por la ayuda que me había prestado.

—Muy bien —accedí—, pero no puedes alojarte en el templo.

—No —convino Jo—An dócilmente—. Tengo que ir a recoger a los demás.

—¿Los demás?

—El resto de nosotros, los que me han acompañado; tú conoces a algunos de ellos.

Yo había visto a aquellos hombres en la curtiduría situada junto al río, donde trabajaba Jo—An; nunca olvidaría la forma en la que me miraron, con ojos ardientes como ascuas, suplicando justicia y protección. Recordé la pluma del
houou.
Yo también tenía que buscar la justicia, como Shigeru, para honrar su memoria y para ayudar a aquellos desdichados.

Jo—An juntó las manos de nuevo y dio gracias por los alimentos. Un pez saltó del agua en medio del silencio.

—¿Cuántos hombres viajan contigo? —pregunté.

—Unos treinta. Están escondidos en las montañas. Durante las últimas semanas han cruzado la frontera uno a uno, o de dos en dos.

—¿Es que no hay guardias en la barrera?

—Se han producido algunas escaramuzas entre los Otori y los hombres de Arai. Por el momento, las hostilidades han cesado y las fronteras están abiertas. Los Otori han dejado claro que no desean desafiar a Arai y que tampoco se proponen recuperar Yamagata. Su única intención es acabar contigo.

Daba la impresión de que eran muchos los que tenían mi muerte por objetivo.

—¿Los apoya el pueblo? —pregunté.

—¡Desde luego que no! —exclamó Jo—An con impaciencia—. Ya sabes que el pueblo apoya al Ángel de Yamagata. Todos nosotros lo hacemos y es por ello que hemos venido hasta aquí.

Yo no deseaba que los parias me apoyaran, la verdad; pero su valentía me impresionaba.

—Gracias —musité.

Jo—An sonrió, y al dejar al descubierto los huecos de su dentadura me vino a la mente la tortura a la que le habían sometido por mi causa.

—Nos encontraremos contigo al otro lado de la montaña. Allí te darás cuenta de que nos necesitas.

Hice que los guardias abrieran el portón del templo y me despedí de Jo—An. Me quedé mirando su silueta pequeña y encorvada mientras se adentraba en la oscuridad. Desde el bosque llegó el aullido de un zorro, que recordaba al de un espíritu atormentado. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Jo—An parecía estar guiado y mantenido por algún poder sobrenatural. Como a un niño supersticioso, aquella fuerza me asustaba.

Regresé al pabellón de invitados invadido por el desasosiego. Me quité la ropa y, a pesar de lo tardío de la hora, le pedí a Manami que se la llevase para lavarla y purificarla y que, a continuación, acudiese al pabellón de baños. Manami me restregó el cuerpo a conciencia y después me quedé sumergido en el agua durante largo rato. Tras ponerme ropas limpias, envié a la criada a buscar a Kahei para que le preguntase al abad si podía recibirme. Era la primera mitad de la hora del Buey.

Me encontré con Kahei en el corredor, le expuse brevemente las noticias y en su compañía me dirigí a los aposentos de Matsuda, tras darle la orden a un criado de que fuese a avisar a Makoto al templo, donde se encontraba guardando la vigilia nocturna. Llegamos a la decisión de que partiríamos lo antes posible con todas nuestras tropas, con la excepción de un reducido destacamento de jinetes, que permanecería en Terayama un día más para combatir en la retaguardia.

Kahei y Makoto se dirigieron sin dilación a la aldea situada más allá de las puertas del templo para despertar a Amano y al resto de los hombres, de modo que empezasen a empaquetar los alimentos y el equipaje. El abad envió criados a informar a los monjes, pues no deseaba hacer doblar las campanas a tan altas horas de la noche por si pudieran alertar al enemigo. Yo acudí a reunirme con Kaede.

Ella me estaba esperando vestida con su túnica de dormir. Su cabello suelto le caía por la espalda como un segundo manto; el intenso color negro resaltaba contra el tejido marfil de sus ropas y la palidez de su rostro. Como siempre, al contemplarla me faltó la respiración. Cualquiera que fuese nuestro destino, nunca olvidaría aquella primavera que habíamos pasado juntos. Mi vida parecía estar repleta de bendiciones de las que no era digno; Kaede era la mayor de todas ellas.

—Manami me ha dicho que un paria vino al templo y que hablaste con él.

Su voz denotaba tanta conmoción como la mostrada por su criada con anterioridad.

—Sí, se llama Jo—An. Le conocí en Yamagata.

Me desvestí, me puse la túnica de dormir y me senté frente a Kaede; nuestras rodillas se tocaban. Sus ojos me escrutaron el rostro.

—Pareces agotado. Ven a tumbarte.

—Lo haré; debemos intentar dormir unas horas. Partiremos al alba. Los Otori han rodeado el templo y tendremos que atravesar la montaña.

—¿Te trajo el paria esa noticia?

—Arriesgó su vida para hacerlo.

—¿Por qué? ¿Cómo le conociste?

—¿Recuerdas el día en que llegamos al templo junto al señor Shigeru? —pregunté.

Kaede sonrió.

—Nunca lo olvidaré.

—La noche anterior yo había escalado los muros del castillo para ofrecer el consuelo de la muerte a los prisioneros que estaban allí colgados. Pertenecían a los Ocultos. ¿Has oído hablar de ellos?

Kaede asintió.

—Shizuka me contó algunas cosas. Los Noguchi también los torturaban de la misma manera.

—Uno de los hombres que maté era el hermano de Jo—An, quien me vio cuando salí del foso del castillo y creyó que era un ángel.

—El Ángel de Yamagata —exclamó Kaede pausadamente—. Cuando regresamos aquella noche, todos hablaban de él.

—Más tarde volvimos a encontrarnos; nuestros destinos parecen estar ligados de alguna forma. El año pasado me ayudó a llegar hasta aquí. De no haber sido por él, habría muerto a causa de la nieve. Por el camino me llevó hasta una mujer sagrada que me habló sobre mi vida.

Yo no le había contado a nadie, ni siquiera a Makoto ni a Matsuda, las palabras de la profetisa; pero sentí deseos de compartirlas con Kaede. En voz baja, le expliqué algunas de las cosas que la anciana me había dicho: que en mí se mezclaban tres sangres diferentes; que había nacido entre los Ocultos pero mi vida ya no me pertenecía; que estaba destinado a gobernar de costa a costa en un ambiente de paz, cuando la tierra cumpliese el deseo del cielo. Yo me había repetido a mí mismo estas palabras una y otra vez y, como he mencionado anteriormente, a veces creía en ellas y otras veces no. Le conté a Kaede que cinco batallas nos traerían la paz y que ganaríamos cuatro pero perderíamos una. No le comenté, sin embargo, que yo moriría a manos de mi propio hijo. Me dije a mí mismo que era un peso demasiado terrible como para trasladárselo, aunque lo cierto era que no deseaba compartir con mi esposa otro secreto que hasta entonces le había ocultado: que una muchacha de la Tribu llamada Yuki, la hija de Muto Kenji, estaba embarazada de un hijo mío.

—¿Naciste entre los Ocultos? —preguntó Kaede, asombrada—. ¡Pero si Shizuka me contó que la Tribu te reclamó a causa de la sangre de tu padre!

—Cuando Muto Kenji acudió a casa de Shigeru, reveló que mi padre era un Kikuta de la Tribu. Kenji desconocía, al contrario que Shigeru, que mi padre también llevaba sangre Otori.

Yo ya le había mostrado a Kaede los documentos que confirmaban aquel hecho. El padre de Shigeru, Otori Shigemori, era mi abuelo.

—¿Y tu madre? —preguntó Kaede en voz baja—. Si no te importa contarme...

—Mi madre pertenecía a los Ocultos. Yo fui criado entre ellos. Mi familia fue masacrada en Mino, nuestra aldea, por los hombres de Ilida; también me habrían matado a mí si Shigeru no me hubiese rescatado —hice una pausa, y entonces hablé del suceso que aún me partía el corazón—: Yo tenía dos hermanas pequeñas, de siete y nueve años de edad. Imagino que también las asesinaron.

—¡Qué horror! —exclamó Kaede—. Yo siempre temo por mis hermanas. Confío en que podamos enviar a buscarlas cuando lleguemos a Maruyama. Rezo para que se encuentren a salvo.

Yo permanecí en silencio, pensando en Mino, donde todos nos habíamos sentido tan seguros.

—¡Qué vida tan extraña la tuya! —prosiguió Kaede—. Cuando te conocí, tuve la impresión de que ocultabas todo lo referente a ti. Observaba cómo te apartabas a algún lugar oscuro y secreto y deseaba seguirte hasta allí. Quería saberlo todo acerca de ti.

—Te lo contaré todo, pero ahora debemos tumbarnos y descansar.

Kaede retiró la manta y nos acomodamos sobre el colchón. La tomé entre mis brazos y desaté nuestras túnicas para sentir el roce de su piel contra la mía. Kaede elevó la voz para decirle a Manami que apagase las lámparas. El olor a humo y a aceite permaneció en la habitación una vez que los pasos de la criada hubieron desaparecido.

Para entonces yo conocía todos los sonidos nocturnos del templo: los periodos de calma absoluta, interrumpidos a intervalos regulares por el sonido amortiguado de las pisadas de los monjes a medida que se levantaban en la oscuridad y acudían a entonar sus oraciones; los cánticos en voz baja; el tañido repentino de una campana. Pero aquella noche el habitual y melodioso ritmo de Terayama se había perturbado por el rumor de pasos que iban de un lado a otro sin descanso. Me sentía inquieto, pues consideraba que debería ayudar en los preparativos; pero al mismo tiempo no deseaba apartarme de Kaede. Ella susurró:

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