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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (6 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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—¡Eh! —gritó con su voz estentórea—. ¿Qué estás haciendo en mi carretera?

—Soy Otori Takeo —respondí—. Atravieso la montaña con mi ejército. ¡Abre la barrera!

El hombre soltó una carcajada y su risa sonó como un desprendimiento de rocas por la ladera de la montaña.

—Nadie pasa por aquí a menos que Jin—emon dé su consentimiento. ¡Regresa y díselo a tus tropas!

La lluvia arreciaba, la luz del día se desvanecía a toda velocidad. Me encontraba agotado, hambriento y empapado; el frío me atenazaba.

—Despeja la carretera —grité con impaciencia—. Vamos a pasar.

Jin—emon, sin pronunciar palabra, se acercó a mí a grandes zancadas. Llevaba un arma, pero la sujetaba a la espalda de modo que yo no pudiera ver de qué artefacto se trataba. Escuché un sonido metálico antes de ver el movimiento de su brazo. Con una mano hice que mi caballo girase la cabeza a un lado y con la otra saqué a
Jato. Aoi
también percibió el sonido producido por el arma. Al ver cómo el gigante levantaba el brazo, el animal, asustado, se echó hacia un lado y la cadena del ogro, que emitía un aullido como de lobo, casi me rozó la oreja.

La cadena tenía una bola de hierro en un extremo y estaba sujeta a un palo que a su vez llevaba adosada una guadaña. Yo nunca había visto un arma semejante y no sabía cómo enfrentarme a ella. La cadena osciló otra vez y golpeó a mi caballo en la pata trasera derecha.
Aoi
soltó un grito de dolor y, aterrorizado, empezó a retroceder. Saqué los pies de los estribos, me bajé del caballo de un salto y me planté frente al ogro. Me había topado con un loco dispuesto a matarme si yo no le mataba antes.

Me miró con una sonrisa burlona. Por mi tamaño, debía de parecerle un duendecillo salido de un cuento. Al notar que sus músculos empezaban a tensarse para atacar de nuevo, me desdoblé en dos y me aparté hacia la izquierda. La cadena atravesó mi segundo cuerpo sin posibilidad de daño alguno,
Jato
saltó en el aire la distancia que nos separaba y clavó su hoja en el brazo del monstruo, justo encima de la muñeca. En condiciones normales, le habría separado la mano del cuerpo, pero los huesos de aquel adversario parecían hechos de piedra. La repercusión del golpe me llegó hasta el hombro y por un momento temí que mi sable se quedase clavado en el brazo de aquel hombre colosal, como un hacha en el tronco de un árbol.

Jin—emon soltó una especie de gruñido, parecido al lamento de la montaña cuando se congela, y se pasó el palo a la otra mano. De su brazo derecho rezumaba sangre de un rojo tan oscuro que parecía negro; pero no manaba a borbotones, como hubiera sido de esperar. Me hice invisible durante unos instantes, a medida que la cadena surcaba el aire de nuevo, y me planteé la posibilidad de batirme en retirada hacia el río al tiempo que me preguntaba con irritación dónde estarían mis hombres cuando más los necesitaba. Entonces tuve la oportunidad de atacar y clavé a
Jato
con todas mis fuerzas en la carne del ogro. La herida que le provoqué era enorme y, sin embargo, apenas brotó la sangre. El pánico me invadió. Estaba luchando contra algo inhumano, sobrenatural. ¿Tendría alguna posibilidad de alzarme con la victoria?

En el siguiente ataque por parte del monstruo, la cadena quedó enrollada en la hoja de mi sable. Jin—emon soltó un grito de triunfo y me arrancó a
Jato
de las manos. La espada voló por el aire y fue a caer a unos metros de donde me encontraba. El ogro se acercó a mí mientras movía sus enormes brazos de un lado para otro, por si yo volvía a utilizar alguno de mis trucos.

Me quedé inmóvil. Llevaba el cuchillo en el cinturón, pero no deseaba sacarlo porque temía que el monstruo volviese a balancear la cadena y me matase en aquel preciso instante. Se acercó hasta mí, me agarró por los hombros y me levantó en el aire. Nunca supe cuál era su plan; tal vez pensaba desgarrarme la garganta con sus gigantescos dientes y beberse mi sangre. Pensé: "No es mi hijo, no puede matarme", y me quedé mirándole fijamente a los ojos, tan inexpresivos como los de una bestia. Cuando se encontraron con los míos, noté que el asombro les hizo abrirse de par en par. Tras ellos aprecié la maldad del ogro, su naturaleza despiadada y brutal. Me concentré en mis poderes y dejé que salieran de mí. Los ojos del monstruo empezaron a nublarse. Soltó un ligero gruñido y sus dedos, sobre mis hombros, empezaron a perder fuerza hasta que vaciló y se desplomó en el suelo como un árbol gigantesco bajo el hacha del leñador. Me arrojé hacia un lado para no morir aplastado por él y rodé por el suelo hasta recuperar a
Jato. Aoi,
que, nervioso, había estado dando vueltas a nuestro alrededor, se encabritó y se irguió otra vez. Sable en mano, regresé rápidamente hasta donde Jin—emon había caído; roncaba a causa del sueño de los Kikuta. Intenté levantar la gigantesca cabeza para cortarla con el sable, pero pesaba demasiado y no quería arriesgarme a que la hoja de
Jato
resultara dañada. Opté por clavar la espada en la garganta del monstruo y cortarle la arteria y la tráquea. Incluso tras este tajo brutal, la sangre manaba con parquedad. Movió los talones, arqueó la espalda; pero no se despertó. Al rato, cesó de respirar.

Yo había creído que me encontraba solo, pero entonces llegó un sonido de la cabaña y al girarme vi a un hombre mucho más pequeño que salió corriendo por la puerta. Gritó algo incoherente, atravesó el dique situado a espaldas de la choza y desapareció en el bosque.

Yo mismo abrí la barrera mientras miraba las calaveras y me preguntaba a quiénes habrían pertenecido. Con el movimiento, dos de ellas cayeron al suelo y de las cuencas de los ojos salieron volando enjambres de insectos. Coloqué los cráneos sobre la hierba y regresé hasta mi caballo; sentía frío y náuseas. La pata de
Aoi
sangraba donde la cadena del ogro la había golpeado, pero no daba la impresión de que estuviese rota. Podía caminar, aunque cojeaba. Lo llevé hasta el río.

La confrontación había sido como una pesadilla, pero cuanto más reflexionaba sobre ella mejor me sentía. Jin—emon me habría matado con toda seguridad y mi cabeza habría sido colgada en la barrera como las demás, de no haber sido por mis poderes extraordinarios heredados de la Tribu. Aquello parecía confirmar la profecía. Si semejante monstruo no había conseguido matarme, ¿quién podría hacerlo? Para cuando hube regresado al río, una nueva energía corría por mis venas. Sin embargo, lo que allí me encontré hizo que la cólera estallara en mi interior.

El puente estaba terminado, pero sólo los parias lo habían cruzado. El resto de mi ejército aún se encontraba al otro lado. Los parias estaban en cuclillas, en la característica actitud taciturna que, como yo empezaba a comprender, era su reacción ante el irracional desprecio que el mundo les mostraba.

Jo—An se sentaba apoyado sobre las piernas y miraba, melancólico, las turbulentas aguas. Al verme, se puso en pie.

—No quieren cruzar, señor. Me parece que tendrás que ordenárselo.

—Lo haré —repuse, mientras mi furia iba en aumento—. Llévate a mi caballo, límpiale la herida y hazle caminar en círculos para que no se enfríe.

Jo—An tomó las riendas.

—¿Qué ha ocurrido?

—He tenido un enfrentamiento con un demonio —repliqué brevemente, y me planté sobre el puente.

Los hombres que esperaban en la otra orilla prorrumpieron en gritos de júbilo al verme, pero ninguno de ellos se atrevió a poner un pie en el otro extremo de la pasarela flotante. No era fácil mantener el equilibrio al caminar sobre el puente de los parias, una masa oscilante y sumergida a medias que empujaban las aguas del río. Avancé casi corriendo, mientras me venía a la memoria el suelo de ruiseñor que yo había atravesado de forma tan ligera, casi flotando, en la casa de Hagi. Recé para que el espíritu de Shigeru me acompañase.

Cuando alcancé la otra orilla, Makoto desmontó y me agarró por el brazo.

—¿Dónde estabas? Temíamos que hubieras muerto.

—Estuve a punto de hacerlo —respondí colérico—. ¿Dónde estabais?

Antes de que Makoto pudiese responder, Kahei se acercó a nosotros a lomos de su caballo.

—¿A qué se debe este retraso? —estallé con un grito—. Que los hombres empiecen a avanzar.

Kahei titubeó.

—Temen que los parias los contaminen.

—Desmonta —le ordené. Kahei bajó del caballo y di rienda suelta a mi furia—: Por vuestra culpa he estado al borde de perder la vida. Cuando os dé una orden, debéis obedecer de inmediato, sin importar que la consideréis acertada o no. Si no os parece bien lo que os digo, dad la vuelta al instante y dirigíos a Hagi, a Terayama o adonde queráis, pero bien lejos de mi vista.

Hablaba en voz baja, pues no deseaba que mi ejército me escuchara. Percibí que mis palabras los avergonzaron.

—Ahora, enviad a los jinetes que quieran ser los primeros en cruzar a nado. Que los caballos de carga atraviesen el puente mientras se vigila la retaguardia; después, que pasen los soldados de a pie, no más de treinta de una vez.

—Señor Otori —dijo Kahei, y acto seguido subió a su caballo de un salto y salió galopando.

—Perdóname, Takeo —me suplicó Makoto con voz calmada.

—La próxima vez, te mataré —le amenacé—. Dame tu caballo.

Cabalgué junto a las líneas de soldados y repetí el mismo mensaje una y otra vez:

—No temáis que los parias os contaminen —les decía—. Yo ya he cruzado el puente. Si en verdad existe alguna posibilidad de contagio, que ésta recaiga por completo sobre mí.

Me encontraba en un estado cercano a la exaltación y estaba convencido de que no existía nada en el cielo o en la tierra que pudiera dañarme.

Con un grito formidable, el primer guerrero se lanzó al agua con su cabalgadura; los demás le siguieron. Los primeros caballos de carga fueron llevados hasta el puente y observé con alivio que éste resistía el peso. Una vez que se hubo iniciado el proceso de tránsito, di la vuelta y volvía cabalgar junto a las líneas de tropas, dando órdenes y tranquilizando a los soldados de a pie, hasta que llegué al lugar donde Kaede aguardaba junto a Manami y las otras mujeres que nos acompañaban. Se refugiaban de la lluvia bajo los paraguas que Manami había traído consigo. Amano se encontraba junto al grupo, a cargo de los caballos. El rostro de Kaede se iluminó al verme. Su cabello brillaba a causa de la lluvia y el agua le goteaba de las pestañas.

Desmonté y le entregué las riendas a Amano.

—¿Qué le ha ocurrido a
Aoi? —
preguntó al reconocer el caballo de Makoto.

—Está herido, quizá de gravedad. Se encuentra al otro lado del río; lo cruzamos a nado.

Me hubiera gustado comentarle a Amano lo valiente que había sido el animal, pero no disponía de tiempo.

—Vamos a cruzar el río —les comuniqué a las mujeres—. Los parias han construido un puente.

Kaede permaneció en silencio sin apartar la vista de mí, pero Manami abrió la boca de inmediato con intención de protestar.

Levanté la mano para silenciarla.

—No existe alternativa. Debéis obedecer.

Entonces repetí lo que les había dicho a los hombres, que cualquier contaminación recaería sólo sobre mí.

—Señor Otori —murmuró la criada, al tiempo que hacía una pequeña reverencia y me miraba de soslayo.

Reprimí el deseo de golpearla, si bien creí que lo merecía.

—¿Pasaré a lomos de mi caballo? —preguntó Kaede.

—No, el puente es muy inestable. Es mejor caminar. Yo cruzaré tu caballo a nado.

Amano mostró su disconformidad.

—Hay muchos mozos que pueden hacerlo —replicó mientras observaba mi armadura, empapada y llena de barro.

—Que uno de ellos venga conmigo —ordené—. Puede llevar a
Raku
y traer otro caballo para mí. Ahora tengo que regresar a la otra orilla.

No había olvidado yo al hombre que huyó de la cabaña. Si hubiera alertado a otros sobre nuestra llegada, quería estar allí para enfrentarme a ellos.

—Trae a
Shun
para el señor Otori —gritó Amano a uno de los mozos.

El hombre se acercó hasta nosotros a lomos de un caballo bayo de pequeño tamaño y tomó las riendas de
Raku.
Me despedí rápidamente de Kaede y le pedí que se asegurase de que el caballo de carga que transportaba los documentos de Shigeru cruzara el puente sin sufrir daños; entonces, volví a montarme a lomos del caballo de Makoto.

Regresamos a medio galope junto a las líneas de soldados, que ya se movían con celeridad en dirección al puente. Kahei organizaba pequeños grupos, cada uno con un hombre al mando, y unos doscientos hombres ya habían cruzado a la otra orilla.

Makoto me estaba esperando al borde del agua. Le devolví su caballo y sujeté a
Raku
mientras que el mozo atravesaba el río a lomos de
Shun.
Observé al pequeño bayo, que se lanzó al agua sin miedo y nadó con fuerza y calma asombrosas, como si fuera algo cotidiano. El mozo regresó caminando sobre el puente, tomó las riendas de
Raku
y entró con él al agua.

Mientras los jinetes cruzaban el río a nado, me unía los hombres que cruzaban el puente a pie. Avanzaban casi a gatas, como las ratas del puerto de Hagi, intentando atravesar la empapada pasarela a toda velocidad. Imaginé que muchos de ellos no sabían nadar. Algunos me saludaron y uno o dos me pusieron la mano en el hombro, como si al hacerlo yo pudiera alejar el peligro y traerles buena suerte. No paré de animarlos y hacía bromas acerca de los baños calientes y los deliciosos manjares que nos esperaban en Maruyama. Los hombres parecían estar de buen humor, aunque todos éramos conscientes de lo distante que quedaba aquel dominio.

Una vez que hube llegado a la otra orilla, le pedí al mozo que esperase con
Raku
hasta la llegada de Kaede y monté a lomos de
Shun.
A pesar de su reducido tamaño y de que no destacaba por su belleza, había algo en el animal que me agradaba. Ordené a los guerreros que me siguieran y me coloqué, junto a Makoto, a la cabeza del ejército. Tenía mucho interés en que los arqueros nos cubrieran, y ya había dos grupos de unos treinta preparados para el ataque. Les pedí que se ocultaran detrás del dique y esperaran allí mi señal.

El cuerpo de Jin—emon yacía junto a la barrera, y en los alrededores, aparentemente desiertos, reinaba el silencio.

—¿Tienes algo que ver con esto? —preguntó Makoto mientras miraba con repugnancia el cadáver gigantesco y la colección de cabezas cortadas.

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