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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (10 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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»Naomi había sentido cariño por su marido y se entristeció verdaderamente cuando éste murió a los cuatro años de la boda, dejándola con una hija pequeña y un hijo de meses. La señora Maruyama estaba decidida a que su primogénita heredase las tierras. Su hijo murió de forma misteriosa -algunos afirmaban que fue envenenado- y, en los años que siguieron a la batalla de Yaegahara, la viuda Naomi atrajo la atención del mismísimo Ilida Sadamu.

—Pero para entonces Maruyama ya había conocido a Shigeru -tercié yo, mientras pensaba que me encantaría saber cómo y dónde fue el encuentro- y ahora tú eres su heredera.

Kaede, cuya madre había sido prima de la señora Maruyama, era su pariente más cercana, ya que Mariko, hija de Naomi, había muerto junto a su madre en el río de Inuyama.

—Si es que me permiten heredar el dominio -replicó Kaede-. Cuando Sugita Haruki, el lacayo principal de la señora Naomi, fue a visitarme el año pasado, me juró que el clan Maruyama me apoyaría; pero es posible que Nariaki se me haya adelantado.

—De ser así, le expulsaremos de las tierras.

* * *

La mañana del sexto día llegamos a la frontera del dominio. Kahei hizo parar a sus hombres a unos cien metros de allí y yo avancé hasta reunirme con él.

—Confiaba en que mi hermano hubiera venido a buscarnos -dijo Kahei con calma.

Yo había abrigado la misma esperanza. Habíamos enviado a Miyoshi Gemba a Maruyama antes de mi boda con Kaede para anunciar nuestra inminente llegada; desde entonces, no habíamos sabido nada de él. Me sentía preocupado por su seguridad y, además, me hubiera gustado disponer de información sobre la situación del dominio antes de cruzar la frontera; dónde estaba Nariaki, qué opinión tenía la población sobre nosotros...

El puesto fronterizo estaba situado en un cruce de caminos. La garita de los guardias se encontraba en silencio; las carreteras, desiertas. Amano llamó a Jiro y ambos salieron cabalgando en dirección sur. Cuando regresaron, Amano anunció:

—Un ejército numeroso ha pasado por aquí; hay muchas huellas de cascos y estiércol de caballo.

—¿Se dirigen al dominio? -pregunté con un grito.

—¡Sí!

Kahei se acercó a caballo hasta la garita y preguntó a viva voz:

—¿Hay alguien ahí? El señor Otori Takeo trae a su esposa, la señora Shirakawa Kaede, heredera de Maruyama Naomi, a su dominio.

Del edificio de madera no llegó respuesta alguna. Una pluma de humo brotó desde la chimenea. Yo no oía más sonido que el del ejército que tenía a mis espaldas: las patadas de los caballos, inquietos; la respiración de un millar de hombres. El vello se me erizó, pues esperaba que de un momento a otro se iba a escuchar el silbido de cientos de flechas.

A lomos de
Shun,
me acerqué hasta Kahei.

—Echemos una ojeada.

Kahei me miró, pero no articuló palabra, porque había desistido de intentar convencerme para que me quedara atrás. Desmontamos, llamamos a Jiro para que sujetara las riendas de los caballos y desenvainamos los sables.

La barrera del puesto fronterizo había sido derribada y aplastada por los hombres y caballos que por allí acababan de pasar. En el lugar reinaba un extraño silencio. Una curruca emitió su sonoro canto desde el bosque. El cielo estaba parcialmente cubierto de grandes nubes grises, aunque la lluvia había cesado de nuevo y la brisa que llegaba del este era templada.

Yo percibía en el aire el olor a sangre y a humo. En el umbral de la garita de los guardias, nos topamos con el primer cadáver. Et hombre había caído sobre el hogar y sus ropas se estaban quemado. Habrían ardido ya de no haber sido porque estaban empapadas con la sangre procedente de su vientre, seccionado de lado a lado por un arma blanca. Con la mano aún agarraba su espada, pero la hoja de ésta se veía limpia. Tras él yacían, boca arriba, otros dos hombres; sus ropas no estaban manchadas con sangre, sino con sus propios excrementos.

—Los han estrangulado -le dije a Kahei.

Sentí un escalofrío, pues sólo la Tribu empleaba garrotes. Kahei asintió con un gesto y dio la vuelta a uno de los cuerpos para mirar el blasón cosido en la espalda.

—Maruyama.

—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde su muerte? -pregunté mientras recorría la estancia con la vista.

Dos de los hombres habían sido tomados por sorpresa; el tercero fue apuñalado antes de que pudiera hacer uso de su espada. Noté que la cólera me invadía, la misma cólera que sentí contra los guardias de la casa de Hagi cuando permitieron que Kenji entrase al jardín, o cuando yo pasaba a su lado sin que se dieran cuenta; me enfurecía la torpeza de cuantos se dejaban engañar por la Tribu con tanta facilidad. Les habían sorprendido mientras comían; habían muerto a manos de asesinos sin tener la oportunidad de escapar y comunicar a sus señores la llegada de un ejército invasor.

Kahei recogió la tetera del suelo.

—Está templada.

—Tenemos que alcanzarlos antes de que lleguen a la ciudad.

—¡En marcha! -exclamó Kahei con un destello de emoción en los ojos.

Justo cuando nos giramos para abandonar la garita, percibí un sonido que llegaba de un pequeño cuarto de almacenaje situado a espaldas del edificio. Hice un gesto a Kahei para que permaneciese en silencio y me acerqué a la puerta. Había alguien tras ella intentando inútilmente retener el aliento; entonces, aquella persona temblorosa dejó escapar un sonido que recordaba a un sollozo.

Abrí la puerta corredera y entré de un salto. La estancia estaba llena de fardos de arroz, planchas de madera, armas y aperos de labranza.

—¿Quién está ahí? ¡Sal de tu escondite!

Se escuchó un sonido de pasos y una pequeña figura surgió de repente de entre los fardos e intentó deslizarse por el hueco de mis piernas. Al asirla, comprobé que se trataba de un niño de diez u once años. Caí en la cuenta de que sujetaba un puñal y le retorcí los dedos hasta que, con un grito, lo dejó caer al suelo.

Mientras agarraba al muchacho, éste se retorcía como una lagartija y hacía esfuerzos por no romper a llorar.

—¡Para de una vez! No voy a hacerte daño.

—¡Padre! ¡Padre! -exclamó, una y otra vez.

Le empujé por delante de mí hasta la garita.

—¿Es uno de ellos tu padre?

El muchacho palideció, le faltó la respiración y los ojos se le cuajaron de lágrimas; pero aún luchaba por mantener el control. Sin duda, se trataba del hijo de un guerrero. Miró al hombre al que Kahei había sacado de las brasas, contempló la aterradora herida, los ojos inertes, y asintió.

Entonces, su rostro adquirió un tono verdoso y le saqué al exterior con un movimiento brusco para que vomitara.

En la tetera quedaba un poco de té. Kahei lo escanció en uno de los cuencos que aún seguían intactos y se lo entregó al niño.

—¿Qué ha ocurrido? -le pregunté.

Los dientes le castañeteaban, pero el muchacho intentó hablar con normalidad y su voz adquirió un tono más alto de lo normal.

—Dos hombres llegaron desde el tejado. Estrangularon a Kitano y a Tsuruta. Otra persona cortó las correas y espantó a los caballos. Mi padre corrió tras los asesinos; cuando regresó, uno de los hombres le abrió el vientre con un cuchillo.

—¿Dónde estabas tú?

—En el almacén. Me escondí. Me avergüenzo por ello. ¡Debería haberlos matado!

Kahei sonrió al observar aquel pequeño rostro crispado por la furia.

—Hiciste lo correcto. Hazte un hombre, y entonces mátalos.

—Descríbeme a los hombres -le pedí.

—Llevaban ropas oscuras. No hicieron el más mínimo ruido. También se hicieron invisibles -escupió en el suelo y añadió-: ¡Brujería!

—¿Qué sabes acerca del ejército que ha atravesado la frontera?

—Era Ilida Nariaki, de los Tohan, con algunos guerreros Seishuu. Reconocí los blasones.

—¿Cuántos?

—Cientos -respondió-. Tardaron mucho en pasar; los últimos lo hicieron no hace mucho. Yo estaba esperando hasta que todos desaparecieran. Estaba a punto de salir cuando os oí y decidí permanecer oculto.

—¿Cómo te llamas?

—Sugita Hiroshi, hijo de Hiraku.

—¿Vives en Maruyama?

—Sí, mi tío, Sugita Haruki, es el lacayo principal de los Maruyama.

—Más vale que vengas con nosotros -le dije al chico-. ¿Sabes quiénes somos?

—Sois Otori -respondió, mostrando por primera vez una débil sonrisa-. Lo sé por los blasones. Os esperábamos.

—Yo soy Otori Takeo y éste es Miyoshi Kahei. Mi esposa es Shirakawa Kaede, heredera de este dominio.

El niño cayó de rodillas.

—Señor Otori, el hermano del señor Miyoshi acudió a mi tío. Están preparando tropas porque mi pariente está convencido de que Ilida Nariaki no permitirá que la señora Shirakawa herede el dominio sin librar una batalla. Tiene razón, ¿no os parece?

Kahei le dio unas palmadas en el hombro.

—Ve a despedirte de tu padre... Y trae su sable, ahora te pertenece. Cuando ganemos la batalla llevaremos su cuerpo a Maruyama y lo enterraremos con todos los honores.

"Ésta es la educación que yo debería haber recibido", pensé mientras observaba cómo Hiroshi regresaba empuñando el sable, casi de su mismo tamaño. Mi madre me decía que no debía arrancar las pinzas a los cangrejos, que no dañara a ninguna criatura viviente. El niño que tenía ante mí había aprendido desde la cuna a no temer la muerte o la crueldad. Yo sabía que Kahei aprobaba su coraje, pues él mismo había crecido con ese código de honor. A pesar de haberme entrenado con la Tribu, no había logrado volverme despiadado; ya nunca lo conseguiría. No tenía más remedio que simular que lo era.

—¡Se han llevado todos nuestros caballos! -exclamó Hiroshi mientras pasábamos por los establos vacíos. Empezó a temblar otra vez; pero no de miedo, sino de ira.

—Los recobraremos y conseguiremos más -le prometió Kahei-. Vete con Jiro y no te metas en líos.

—Llévale junto a las mujeres y dile a Manami que cuide de él -le dije a Jiro mientras me entregaba las riendas de
Shun.


No quiero que me cuiden -protestó el niño cuando Kahei le levantó y le colocó a la grupa del caballo de jiro-. Quiero combatir en la batalla.

—No vayas a matar a nadie con ese sable -dijo Kahei entre risas-. Recuerda que somos tus amigos.

—El ataque debió de pillarlos totalmente por sorpresa -le indiqué a Makoto, tras exponerle brevemente lo sucedido-. Apenas había guardias en la garita.

—O tal vez las fuerzas de Maruyama se lo estaban esperando y mantuvieron alejados a sus mejores hombres para tender una emboscada a sus enemigos o atacarlos en un lugar más favorable -replicó Makoto-. ¿Conoces el terreno desde la frontera a la ciudad?

—Nunca he estado aquí antes.

—¿Y tu esposa?

Negué con la cabeza.

—Entonces haz que traigan de vuelta al niño. Es nuestro único guía.

Kahei llamó con un grito a Jiro, quien no había llegado muy lejos. Hiroshi se mostró encantado de regresar con nosotros y nos ofreció una sorprendente cantidad de información sobre el terreno y las defensas de la ciudad. El castillo de Maruyama se asentaba sobre la cima de una colina. En las laderas y a los pies del monte se extendía una ciudad de proporciones generosas. Un pequeño río de caudal rápido suministraba agua a la población y alimentaba una red de canales en los que abundaban los peces; el castillo disponía de sus propios manantiales. A las murallas exteriores de la localidad, antaño en impecable estado de conservación, les hacía falta una reparación, pues, desde la muerte de la señora Maruyama y con la confusión posterior a la caída de Ilida, no se les había aplicado el mantenimiento necesario. También los centinelas escaseaban. Como era de esperar, la población estaba dividida entre quienes apoyaban a Sugita como adalid de Kaede y aquellos que consideraban más práctico doblegarse a los vientos del destino y aceptar como cabezas del clan a Ilida Nariaki y a su esposa, cuya reclamación, decían, también era legítima.

—¿Dónde está tu tío? -le pregunté a Hiroshi.

—Ha estado aguardando cerca de la ciudad con sus hombres. No quería alejarse demasiado, en caso de que fuera tomada por la fuerza a sus espaldas. Eso le oí decir a mi padre.

—¿Se batirá en retirada a la ciudad?

Los ojos del niño se contrajeron como si fuera un adulto.

—Sólo si no tiene más remedio y, de ser así, tendría que ocupar el castillo, pues Maruyama no cuenta con defensas suficientes. Disponemos de pocos alimentos; las tormentas del año pasado destrozaron buena parte de la cosecha y el invierno fue más duro de lo normal. No podríamos resistir un asedio prolongado.

—¿Dónde combatiría tu tío, si pudiera elegir?

—A poca distancia de las puertas de la ciudad esta carretera atraviesa un río, el Asagawa. Hay un vado que casi siempre se mantiene poco profundo, pero a veces se inunda repentinamente. Para llegar al vado, la carretera baja por un barranco muy profundo y luego vuelve a ascender. Allí hay una pequeña llanura con una inclinación favorable. Mi padre me contó que en aquel lugar se podía retener a un ejército invasor y que con los hombres suficientes se podría flanquear al enemigo y dejarlo atrapado en el barranco.

—Bien dicho, capitán -dijo Kahei-. Recuérdame que te lleve a todas mis campañas.

—Sólo conozco esta comarca -repuso Hiroshi con repentina timidez-. Mi padre me enseñó que en la guerra uno debe conocer el terreno por encima de todo.

—Estaría orgulloso de tí -dije yo.

Daba la impresión de que nuestro mejor plan sería seguir adelante y confiar en atrapar al ejército adversario delante de nosotros, en el barranco. Incluso aunque Sugita hubiera regresado a la ciudad, podríamos atacar a las fuerzas invasoras por sorpresa, desde atrás.

Tenía una última pregunta que formularle al niño:

—Dijiste que era posible flanquear al enemigo en el barranco. ¿Es que existe otra ruta entre este lugar y la llanura?

Hiroshi asintió.

—A unos cuantos kilómetros hacia el norte hay otro cruce. Lo atravesamos hace varios días para llegar aquí, a la frontera. Tras una jornada de lluvia intensa el vado se inundó. Se tarda un poco más, pero se puede avanzar al galope.

—¿Te importa enseñarle el camino al señor Miyoshi?

—Claro que no -respondió el niño, elevando la mirada hacia Kahei con ojos entusiastas.

—Kahei, toma a tus jinetes y cabalgad con toda rapidez por ese camino. Hiroshi te enseñará dónde encontrara Sugita. Di le que pronto llegaremos y adviértele que tiene que mantener al enemigo atrapado en el barranco. Los soldados de a pie y los campesinos vendrán conmigo.

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