La llegada de Malystryx
El guerrero estaba en una cumbre desde la que se divisaba Palanthas, y observó a Khellendros alejándose de la ciudad. Estaba empapado por la tormenta del dragón.
—Creía que era él. Lástima.
El guerrero tenía un vago parecido con un hombre, pero carecía de rasgos y era negro como la noche, como si hubiera sido extraído de un trozo de pizarra húmeda o de obsidiana. Sus ojos, rojos y relucientes, siguieron la figura progresivamente lejana del dragón hasta que sólo fue un punto en el horizonte. Entonces bajó la vista y contempló a través de la cortina de agua el negro charco que hasta entonces había sido la Torre de la Alta Hechicería.
—El Azul fue demasiado blando —gruñó—. Al no conseguir lo que quería, tendría que haber destruido la ciudad. Tenía el poder y el derecho de tomar venganza.
El guerrero apretó los negros puños, que por un instante brillaron anaranjados, como ascuas ardientes.
—No había nadie en Palanthas capaz de desafiarlo. Sólo el hechicero, que había gastado toda su energía en destruir la torre. Todos ellos son un puñado de estúpidos, patéticos necios.
Una gran multitud deambulaba por las calles, principalmente humanos, aunque el guerrero pudo distinguir unos cuantos elfos y varios kenders entre ellos. En su mayoría eran plebeyos, vestidos con túnicas sencillas y polainas marrones o grises. Sus ropas estaban deslucidas, y su propio aspecto era macilento.
La curiosidad dio a unos cuantos el coraje necesario para arrostrar el posible peligro, y lentamente se acercaron al área donde se había levantado la Torre de la Alta Hechicería hasta hacía unos minutos. Por fin, un par de anhelantes kenders se adelantaron corriendo, y cuando los dos estuvieron lo bastante cerca para mirar la superficie de dura obsidiana, vieron la imagen de la torre atrapada dentro. Nada se movía, pero sus conciudadanos se mantuvieron apartados un momento más, esperando a ver qué ocurría.
Cuando se hizo patente que no iba a pasar nada más, el guerrero se puso a observar a otro par de curiosos kenders dedicados a registrar el área antes ocupada por el Robledal de Shoikan. El guerrero imaginó que las demás personas reunidas allí habían oído las historias que corrían sobre las criaturas que acechaban en los alrededores de la torre, y habían decidido mantenerse a una distancia prudencial. Los kenders no se acobardaban con tanta facilidad.
Tras echar una ojeada a su espalda, el guerrero volvió a fijar su atención en los kenders que habían entrado en la diezmada arboleda. No los vio, aunque sí reparó en los dos hilillos de humo anaranjado que ascendían sinuosos en el aire desde el punto donde los kenders estaban antes.
—Necios —volvió a susurrar—. No saben con lo que juegan.
A medida que el número de ciudadanos reunidos aumentaba más y más, también lo hacía el nivel del ruido. El guerrero sólo alcanzó a oír retazos de las conversaciones.
—Fue la magia lo que destruyó la torre —manifestó un hombre de aspecto cansado—. Los terremotos no son tan selectivos como para tragarse un único edificio.
—Seguramente había hechiceros dentro —intervino otro—. Estarían haciendo un experimento con algo que no deberían. Vi a uno salir a todo correr del edificio. Iba vestido de negro, como un trozo de carbón. Me dijo que huyera.
—Pues yo creo que fueron los dioses. —El que hablaba ahora era un carnicero. Se limpió las manos en el delantal manchado de sangre y sacudió la cabeza—. Los dioses estaban furiosos con los hechiceros.
—Los dioses se han ido, y también la magia —suspiró una anciana—. Y creo que ninguno de ellos volverá. Pero apuesto a que quedaba un resto de magia en esa torre y fue lo que causó el terremoto.
—¿Viste al dragón? —preguntó un kender mientras le tiraba de la blusa.
La anciana no dijo nada.
—Yo sí lo vi —respondió un joven delgaducho—. Era un gigantesco Azul. Nunca había visto uno tan grande.
—Podría habernos matado —apuntó el kender con un atisbo de sobrecogimiento en la voz.
—Debería
haberos matado —musitó el guerrero—. A todos vosotros. Caos os quería muertos.
El guerrero había nacido durante la reciente guerra en el Abismo. En lo más encarnizado de la batalla, el padre de los dioses, Caos, había hecho caer una estrella de los cielos y la había pulverizado con un simple gesto. De los ardientes fragmentos de roca resultantes, el dios había creado al guerrero y a sus malignos hermanos, dándoles unas mágicas formas a imagen del hombre, del mismo modo que un escultor habría creado una serie de estatuas. Caos les había insuflado vida tomando recuerdos de los caballeros que se amontonaban como un enjambre a su alrededor, extrayendo sus peores pesadillas y utilizándolas para infundir el aliento en sus demoníacos guerreros y hacer que sus negros corazones empezaran a latir. Las perversas creaciones habían luchado en defensa de Caos, obedeciendo sus órdenes.
La mayoría había perecido en la batalla. El demonio guerrero que ahora contemplaba Palanthas había visto caer a casi todos sus hermanos. Él se había salvado cuando los mortales vencieron. Y él y otros pocos como él habían sentido que su creador se alejaba, los abandonaba. Sin tener órdenes ni a Caos para que los guiara, los demonios guerreros supervivientes habían abandonado el Abismo y habían encontrado el camino a Ansalon, obligados a encontrar una nueva razón para seguir viviendo.
Éste estaba obsesionado con la venganza. Había jurado hacer pagar a los humanos por expulsar al Padre de Todo. Cambió su forma a la de una masa cónica y rotatoria de la que crecieron unas garras nebulosas y una cola serpentina que se sacudía como un látigo. Caos había dotado a sus guerreros con la habilidad de cambiar la forma de sus cuerpos, cabalgar en el viento y desplazarse a través de agua o tierra con la misma facilidad con que los mortales caminaban sobre el suelo.
—Todos deberían estar muertos, pudriéndose en sus patéticas tumbas —siseó el guerrero—. Deberían ser alimento de gusanos.
El demonio sabía que la gente de Palanthas ya empezaba a sacudirse el estupor de la guerra. Lloraba a los muchos héroes muertos en la batalla contra Caos, estaba de duelo por los insignificantes Caballeros de Solamnia y los Caballeros de Takhisis que habían luchado codo con codo. Habían enterrado los cadáveres recuperados, y habían honrado con reseñas y palabras elogiosas aquellos perdidos para siempre bajo los cuerpos de los dragones muertos y las cavernas desplomadas del Abismo.
Nadie lloraba por Caos y sus criaturas polimorfistas muertas. Nadie estaba de duelo salvo sus hermanos. Los penetrantes ojos rojizos del demonio se volvieron hacia el puerto de Palanthas. Una suave brisa levantaba olas en la bahía. El sol poniente teñía las aguas con un brillante tono anaranjado que le recordó a la criatura el de las ascuas al rojo vivo o los fragmentos de la estrella de la que había nacido.
Algunos de los muelles habían quedado dañados por la subsiguiente reacción de la energía liberada en el Abismo, y se veían cuadrillas de obreros trabajando en su reconstrucción.
—El Azul podría haber destruido el puerto —despotricó el demonio guerrero—. Pero es demasiado débil y alberga una chispa de respeto por esos insectos. Afortunadamente, percibo a alguien que no es tan débil, que no tiene lazos que la aten. Ella descargará su fuego devastador sobre este mundo. Y yo la ayudaré a encenderlo.
* * *
A miles de kilómetros de Palanthas, un joven Dragón Negro cazaba venados en la planicie empapada por la lluvia de la isla de las Brumas.
Hizo un alto en la caza cuando el cielo se oscureció de repente. Un enorme Dragón Rojo, más grande que cualquiera de los que había visto antes, tapaba la luz del crepúsculo. Era una hembra con las escamas de un profundo color carmesí; se quedó cernida en lo alto y sostuvo la mirada del Negro. Las alas extendidas a los costados ondeaban como las velas de una goleta. El Negro tuvo que girar la cabeza de lado a lado para abarcar con la vista toda su envergadura.
Sus cuernos de brillante marfil se alzaban desde la maciza testa formando un suave arco. Sus ojos ambarinos eran unas órbitas fijas que no pestañeaban y lo mantenían hipnotizado. De sus cavernosos ollares se elevaban unas volutas de vapor. Olvidada por completo la caza, el Dragón Negro se irguió sobre sus patas traseras.
«Es tan grande como era Takhisis, tal vez incluso más», pensó. Sólo una deidad podía ser tan inmensa. Aquella idea hizo que el corazón le diera un vuelco. «¡Quizás es ella, la Reina Oscura de los Dragones del Mal, que ha regresado a Krynn para dirigir a sus criaturas!»
Su mente había estado en contacto con la de la diosa en una ocasión, hacía muchos meses, cuando había llamado a sus servidores para la batalla en el Abismo. El Negro había suplicado que lo escogiera para estar entre los dragones que combatirían por ella, pero Takhisis lo había rechazado, argumentando que era demasiado pequeño y no contribuiría en nada. El Negro no había vuelto a sentir su presencia desde entonces ni a ver a muchos de los otros dragones. Estaba muy ansioso por saber lo que había ocurrido en el Abismo. Quizá Takhisis se lo contaría ahora.
Lanzó un chorro de ácido al aire en homenaje, y la gran hembra Roja empezó a descender. Los luminosos rayos del sol poniente rozaron sus escamas y las hicieron relucir como llamas ardientes, dándole el aspecto de una hoguera viviente.
El dragón inclinó la cabeza con reverencia cuando ella aterrizó. El suelo tembló con su peso, y el Negro estrechó los ojos para resguardarlos de la lluvia de barro que lo roció, levantada por la corriente que creaba el batir de sus alas.
Una llamarada se alzó hacia el cielo por encima del dragón y barrió el aire de lado a lado para alcanzar los bosques que había a ambos extremos de la llanura. El abrasador calor del aliento de la hembra Roja era intenso y doloroso, y el Negro oyó el chasquido y el crepitar de los árboles del entorno que se habían prendido fuego a pesar de la constante humedad de la isla de las Brumas. El dragón miró hacia arriba y abrió la boca para hablar; entonces vio una garra roja extendiéndose hacia él.
La garra lo golpeó con fuerza y lo lanzó varios metros por el aire hacia el antiguo bosque. El impacto lo dejó sin aire en los pulmones; aturdido, sacudió la cabeza para despejarse y después la miró.
La inmensa zarpa roja se hincó en su costado, y las garras traspasaron las gruesas escamas negras y se clavaron en el blando tejido muscular que había debajo. Entonces la otra garra lo sujetó contra el suelo, amenazando con romperle las costillas.
—¡Takhisis, mi señora!
La sangre del Dragón Negro manó de la herida, y el reptil chilló con sorpresa y dolor, debatiéndose inútilmente bajo el peso. A través de un velo de lágrimas, sus ojos se prendieron en los de ella, suplicantes, interrogantes.
La inmensa cabeza de la hembra ocupó todo su campo visual cuando se agachó sobre él. El olor de su aliento era ardiente y sulfuroso como el fuego que ahora crepitaba rugiente en el bosque.
La hembra abrió las fauces, y su enorme lengua se adelantó, serpenteante, hasta tocar la punta de su hocico, y después se retiró para relamerse los labios.
—¡No! —gritó el Negro—. ¡Takhisis no mataría a uno de los suyos! —Hizo acopio de todas sus fuerzas y luchó para mover la pata que lo sujetaba contra el suelo. Pero no consiguió su propósito; la hembra Roja era demasiado grande.
»
¡Por favor! —chilló al tiempo que boqueaba para coger aire—. ¡Por favor! —suplicó de nuevo, sorprendido de escuchar una palabra tan humana escapando de sus labios, pero desesperado por hacerse oír.
El corazón le latía frenéticamente en el pecho, y sus patas traseras se sacudían de manera espasmódica. Intentó con desesperación encontrar un asidero en el barro, algo sólido a lo que agarrarse y utilizar como apoyo para apartarse de ella. Giró la cabeza a uno y otro lado, y expulsó un chorro de ácido. El corrosivo líquido salpicó contra un lado de la cabeza de la hembra, y se oyó un repulsivo ruido de pompas reventando. La hembra Roja aflojó la presa de sus garras, y el Negro se apartó con un impulso.
Lo detuvo una pata que cayó con fuerza sobre su cola, en tanto que la otra descargaba un zarpazo en su grupa. Después sintió unos afilados dientes cerrándose sobre la cresta de su espalda, y un instante después era levantado en el aire. La hembra lo llevó hacia la playa y allí lo arrojó violentamente contra el suelo. El Negro quedó tendido, hecho un ovillo, sin apenas fuerzas, aunque se esforzó por incorporarse, y casi lo consiguió. Pero la larga cola de la hembra Roja descargó un latigazo y lo alcanzó de lleno en el hocico, dejándolo aturdido.
El dragón se concentró, confiando en poder arrojar un último chorro de ácido, algo, cualquier cosa que la hiciera retroceder para que él pudiera elevarse sobre el acantilado y escapar entre los árboles. Era mucho más pequeño que ella, y quizá podría ocultarse entre los vetustos sauces. Abrió las fauces e inhaló y expulsó el aliento, pero de su garganta salió sólo un ridículo chorrillo de ácido que cayó con un chapoteo sobre la arena. Las fauces de la hembra se acercaron más y se hundieron en el cuello del Negro, dando comienzo al festín.
* * *
Las primeras luces del día alumbraron la costa de la isla de las Brumas. No quedaba nada de las verdes frondas, sólo unos restos calcinados y rotos que se alzaban retorcidos. La hembra Roja lo había destruido todo.
Bostezando, el gigantesco dragón se levantó de la playa, se estiró, y se sacudió el sueño. La cena de la anoche anterior, un enorme lagarto negro, le había proporcionado un poco de energía, y después había devorado una manada de venados, aunque eran muy pequeños.
Pero todavía estaba hambrienta... e inquieta. ¿Había imaginado que el lagarto negro le había hablado? La había llamado... ¿Cómo era la palabra? ¿Takhisis? ¿Lo habría soñado o el lagarto le había hablado realmente? ¿Se habría cenado un reptil racional en su ansiedad por saciar el terrible apetito?
Echó una ojeada al charco creado por la marea, donde había dejado la cabeza y unos cuantos huesos de las costillas del lagarto. A la luz del día los restos parecían tener un aspecto distinto, y le permitió distinguir ciertos detalles sutiles. La gran hembra Roja se estremeció. No era la cabeza de un lagarto negro grande lo que yacía en un ángulo grotesco en la cuesta de la playa, sino la de un Dragón Negro.
¿Cómo podía haberla cegado el hambre hasta ese punto, haciéndola devorar una pequeña cría? Avanzó hacia la orilla y contempló su ceñudo semblante en el agua. Advirtió que unas cuantas escamas cerca de la mandíbula estaban derretidas y deformadas por la saliva acida de la cría.