—La Torre de la Alta Hechicería —susurró Usha.
A Palin lo asaltó una repentina flojedad, y su cuerpo alto y delgado se estremeció.
El dragón hizo caso omiso del Robledal de Shoikan que rodeaba la Torre de la Alta Hechicería y que mantenía a distancia a la mayoría. Cernido sobre el techo de la torre, pareció ejecutar algún tipo de hechizo antes de aterrizar ágilmente en lo alto del imponente edificio. Con las garras posteriores, la bestia empezó a escarbar y a destrozar la construcción. Grandes fragmentos de piedra salieron volando como pegotes de barro y cayeron sobre la ciudad, donde aplastaron a muchos curiosos que habían salido de sus casas y establecimientos para ver qué ocurría.
Cuando la terraza de la torre quedo reducida a un montón de escombros, el dragón hincó las garras en la cámara inferior, el laboratorio, y empezó a recoger baúles y cofres llenos de objetos mágicos y pergaminos con poderosos hechizos arcanos. Entonces los dorados ojos del reptil se clavaron en el Portal al Abismo.
—¡No! —gritó Palin con voz enronquecida—. Tengo que detenerlo.
La imagen de la torre se disipó en el espejo, sustituida por la del ceniciento rostro del joven y del despejado cielo matinal.
—Pero ¿qué puedes hacer tú? —Usha tiró de su esposo, apartándolo de la ventana, y corrió la cortina—. ¿Qué puedes hacer contra un dragón de ese tamaño?
—No lo sé. —Palin acarició la mejilla de Usha—. Pero he de hacer algo, y pronto. Si mi sueño es realmente una premonición, un atisbo del futuro, es posible que el dragón piense actuar enseguida, tal vez hoy mismo, al anochecer. No puedo dejar que mate a esas personas ni que se apodere de la magia de la torre y tenga acceso al Portal.
—En el Abismo no hay nada salvo los cadáveres de los dragones y otro despojos —dijo Usha—. ¿Qué iba a querer de allí?
—Eso no importa —contestó—. Para llegar a él, el dragón tiene que destruir la torre y la valiosa magia que se guarda en ella.
El joven fue hacia los pies de la cama, donde estaba su blanca túnica. Se la puso rápidamente, y se volvió a mirar a su esposa.
—Tengo un contacto en Palanthas. Puedo alertarlo, contarle lo de mi sueño. Él puede hacer algo. Puede comunicarse con alguien en la Torre de la Alta Hechicería.
—Creía que con la marcha de Caos y los dioses estaríamos a salvo —musitó Usha—. Pensé que por fin conoceríamos la paz.
El amo de la Torre
En los sótanos de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, un hombre vestido de oscuro se separó de las sombras de las que era una más y se acercó a una pared húmeda en la que sobresalía una única y chisporroteante antorcha. La vacilante luz titiló sobre su negra túnica, un ropaje que colgaba en gruesos pliegues y que parecía demasiado grande para su delgado cuerpo.
—Me has llamado —dijo en un quedo susurro—. Me has sacado de mi descanso. —Suspiró y se sumergió de nuevo en la oscuridad. Su curso lo llevó escalera arriba, por los peldaños deteriorados por el paso del tiempo. No necesitaba luz para ver por dónde iba. Conocía de memoria cada rincón enmohecido, cada habitación y cada corredor de la vetusta torre. Pasó las puntas de los dedos a lo largo de la fría piedra de las paredes que estaban cubiertas de armas ornamentales, escudos y retratos de antiguos hechiceros muertos mucho tiempo atrás. Tampoco necesitaba ver los rostros plasmados en los cuadros. Había conocido a los hechiceros cuando aún respiraban y estudiaban en esta torre, y prefería sus recuerdos a las telas pintadas; hacían más justicia a sus colegas.
Sus mesurados pasos lo llevaron más y más arriba por la escalera de caracol hasta que llegó a un cuarto bañado por el brillante sol matinal que entraba por varias ventanas repartidas a tramos regulares por las paredes. Se desplazó hacia una de ellas desde la que se veía el palacio en el centro de la poblada ciudad. Al fondo se divisaba la bahía de Branchala, con sus aguas azulverdosas brillando invitadoras. Al norte se encontraba la Gran Biblioteca, la más grande de todo Krynn; y al sur estaba el Templo de Paladine. Se preguntó si este último seguiría recibiendo visitantes ahora que los dioses habían abandonado el mundo.
Contempló la ciudad, y sus muchos edificios en ruinas, afectados durante la batalla contra Caos por la energía mágica que había rebasado los límites del Abismo. Daba la impresión de que la contienda se hubiera dirimido allí. Imaginó que, sin duda, otras poblaciones también habían sentido las repercusiones de la guerra, y sus cicatrices habrían dejado huella en edificios y ciudadanos por igual.
—¿Qué quieres? —preguntó al aire. Sintió la caricia de una suave brisa en su mejilla, y vislumbró el rostro transparente de un hombre joven.
—Advertirte —contestó la imagen—. Compartir un sueño.
El Túnica Negra cerró los ojos y su mente revivió la visión de Palin; escamas azules y ojos dorados inundaron sus sentidos. Tras varios segundos la neblina se disipó, y el hechicero se apartó de la ventana. Corrió escaleras abajo, deteniéndose en cada piso para recoger unas cuantas chucherías y objetos mágicos de poca importancia.
El mago trabajó diligentemente durante muchas horas, reuniendo pergaminos, armas y armaduras mágicas, bolas de cristal y cosas por el estilo. Durante todo ese tiempo, no dejó de reflexionar sobre el dragón del sueño de Palin, preguntándose por qué querría acceder al Abismo.
Ni siquiera toda la magia contenida en la Torre de la Alta Hechicería le garantizaría la apertura del Portal. Llevar esto a cabo devastaría la ciudad, pues arrasaría todos los edificios existentes en un radio de casi dos kilómetros. Los muertos se contarían por millares. Y aun podía ser peor si el dragón desataba los poderes mágicos sobre Palanthas antes de utilizarlos para abrir el Portal.
La guerra de Caos había concluido, y sólo la muerte reinaba ahora en el Abismo. ¿Qué querría el dragón de ese lugar o qué esperaba llevar a cabo allí? Palin había dicho que eso era lo de menos, pero el hechicero sabía que tenía importancia, y mucha. Se prometió que se ocuparía de considerar el asunto después, una vez que la magia estuviera a salvo.
Poco o nada acostumbrado al trabajo corporal, el mago estaba al borde del agotamiento para cuando hubo reunido un impresionante montón de objetos en un lugar situado a gran profundidad bajo la torre. Su pecho subía y bajaba con una fatigosa respiración mientras observaba el valioso cúmulo de objetos que brillaban con la luz de la antorcha.
—No está todo —susurró al tiempo que apartaba de los ojos un mechón de cabello empapado en sudor—, pero es lo mejor y lo más poderoso, y habrá que conformarse. —Su delgado cuerpo se estremeció, y el mago se recostó en la húmeda pared—. Ah, vieja amiga —le dijo a la piedra—. Te echaré de menos. Hemos... ¿Qué ha sido eso? —Ladeó la cabeza y pasó las yemas de los dedos sobre la unión entre dos losas—. El dragón. Ya llega.
Extendió la mano y en ella se materializó un bastón de madera pulida, rematado por una garra de dragón dorada que aferraba una bola de cristal tallado en el que había una latente energía. Pasó las yemas de los dedos sobre la suave madera del cayado, y después lo levantó y golpeó el suelo con la punta dos veces.
Un cegador destello azul inundó la cámara subterránea. Cuando el resplandor se apagó, la chisporroteante antorcha alumbró únicamente el enjuto cuerpo del hechicero. El montón de objetos arcanos había desaparecido.
—A salvo —susurró el hombre. Respiraba de manera trabajosa, y tuvo que utilizar el bastón para apoyar su peso.
Empezó a remontar los peldaños con gran esfuerzo, mientras el repulgo de la túnica se enredaba en sus pies y lo hacía tropezar. Sus dedos temblorosos acariciaron las frías piedras en un gesto de despedida.
—Hemos pasado juntos mucho tiempo —les susurró a las paredes.
Fuera, los últimos rayos del sol poniente rozaban los picos de los tejados de la ciudad y las copas de los árboles del Robledal de Shoikan. Los guardianes de la arboleda no obstaculizaron su paso.
—Huid —les susurró mientras cruzaba la cancela y se encaminaba hacia las bulliciosas calles de la urbe—. Huid o pereceréis.
»
¡Huid! —le gritó a la gente, levantando la voz.
Al principio, los viandantes no le hicieron caso y siguieron hablando entre sí acerca de sus asuntos o sobre qué iban a hacer para cenar. Unos pocos se apiñaban a la puerta de una posada, examinando el menú del día. Pero los que estaban más cerca del mago lo vieron alzar el bastón en el aire, le oyeron pronunciar palabras que no entendían, y sintieron un temblor en el suelo bajo sus pies.
—¡Corred! —gritó alguien.
La gente se apartó de él como una ola se retira de la arena de la playa, dejando solo al Túnica Negra de pie ante la torre. Pero fueron pocos los que corrieron lo bastante lejos para no ver lo que pasaba, pues la curiosidad se impuso al sentido común. La mayoría se refugió en las casas, con las caras pegadas a las ventanas. Algunos se apelotonaron en los umbrales de las puertas o debajo de los soportales y las marquesinas de los comercios.
El mago apretó con fuerza el bastón y las palabras fluyeron furiosamente de sus labios. Sus ojos brillaron con una intensa luz, y la torre se estremeció como un viejo achacoso.
El hechicero sollozó. Su respiración se volvió entrecortada al tiempo que las lágrimas acudían a sus ojos, desbordándose.
—Cae —instó—. Derrúmbate, por favor.
En alguna parte, a su espalda, oyó un fuerte murmullo entre el grupo de palanthianos que había rehusado cobijarse.
—¿Qué está haciendo? —gritó una mujer.
—¡Es magia! —aulló un hombre.
—¡Pero si la magia ha muerto! —argüyó otro.
—¡Debe de ser el bastón! —replicó el primero.
—¡Huid! —les gritó el hechicero, que golpeó el suelo con la punta del cayado repetidas veces—. ¡Cae! —ordenó—. ¡Derrúmbate!
Como respondiéndole, los adoquines de la calle se sacudieron bajo sus pies, y la torre tembló y crujió.
Detrás del mago se alzó un griterío. El Túnica Negra escuchó el ruido apagado de pisadas que retrocedían. Los espectadores ya no tenían coraje suficiente para seguir observando los acontecimientos. Después no oyó nada salvo el gemido de la torre al empezar a desmoronarse. Alzó los ojos y vio aparecer unas grietas en el aire por encima del edificio; su barrera invisible se estaba resquebrajando como un huevo. Los cristales de las ventanas saltaron hechos añicos por el aire y acribillaron la calle.
Una grieta, fina como el hilo de una telaraña, apareció en los adoquines entre los pies del hechicero. Se extendió, dirigiéndose hacia el Robledal de Shoikan, a través de la cancela abierta. La grieta empezó a ensancharse. El suelo vibró, y el mago contempló a través del velo de las lágrimas cómo las piedras del muro que rodeaba la arboleda caían en la fisura, que seguía agrandándose. Los árboles del robledal se sacudían y se levantaban antes de precipitarse en la hendidura, en tanto que la hierba resbalaba hacia la grieta como si fuera agua, arrastrando consigo las flores y plantas medicinales que el hechicero había cuidado con tanto esmero en el pasado.
Estallidos y siseos se unieron al estruendo, evidenciando que el terremoto estaba destruyendo las defensas y protecciones mágicas de la torre.
El mago se llevó la mano a un costado y gritó. El sonido fue repetido como un eco por la torre, que en ese momento se desplomaba sobre sí misma. Los rojizos minaretes fueron los primeros en caer hacia adentro, tragados totalmente mientras los cascotes de negro mármol se fundían con la tierra.
En alguna parte, a la espalda del hechicero, se rompieron cristales y se oyó el chillido de un niño. Una marquesina ondeó y se soltó de la fachada del edificio; pasó volando sobre el mago y desapareció en medio de la negra e informe masa fundida.
El Túnica Negra intentó mantenerse en pie, pero las sacudidas del suelo lo tiraron hacia atrás y lo derribaron. Al mirar a lo alto, al cielo cubierto por una densa nube de polvo, divisó una forma que apenas alcanzó a distinguir.
¿Una gran ave? No. El dragón.
El hechicero rodó sobre sí mismo; hincó los esbeltos dedos en las grietas abiertas entre los adoquines y se arrastró sobre el suelo, alejándose de la fuerza centrípeta creada por la demolida torre.
Entonces, una tremenda explosión sacudió Palanthas, señalando el fin de la Torre de la Alta Hechicería. Las reverberaciones siguieron dañando las fachadas de los edificios, derribando balcones, chimeneas y tejas.
El Túnica Negra llegó al costado de una casa y se volvió a tiempo de ver cerrarse la gran grieta, enterrando los restos del robledal. Sus ojos siguieron la línea de la fisura conforme se cerraba, desplazándose veloz hacia la zona donde se había alzado la torre. Pero su mirada sólo encontró un espacio redondo de materia negra y vidriosa, semejante a obsidiana. Eso era todo cuando quedaba de la Torre de la Alta Hechicería.
Un acceso de tos sacudió su cuerpo mientras intentaba recobrar la estabilidad. Por un instante se preguntó si la destrucción que había desatado no habría sido peor que la que hubiera ocasionado el dragón. Pero sabía que no. Nadie había muerto, de eso no cabía duda. Y la magia de la torre no sólo se encontraba fuera del alcance del reptil ahora, sino que los tomos arcanos de la Gran Biblioteca también habían desaparecido. En el mismo instante en que la torre se había destruido, los libros se habían esfumado.
Contempló el liso y brillante espacio negro y pensó en todo lo que guardaba: los restos de la torre, los retratos de los antiguos hechiceros que en un tiempo estudiaron allí y caminaron junto a él.
—Adiós —musitó el mago mientras se acurrucaba contra la fría pared de piedra del edificio.
* * *
En lo alto, en el cielo sobre Palanthas, Khellendros hervía de rabia. La torre había sido destruida y sus restos enterrados. El camino al Abismo estaba perdido.
—¡Kitiara! —gritó.
Un relámpago zizagueó en el firmamento y se descargó sobre los adoquines de la ciudad, haciendo añicos una acera delante de una posada donde se apiñaba una multitud. Nubes negras se agolparon de manera que cubrieron el sol poniente, y estalló una feroz tormenta. Los asustados ciudadanos atrancaron puertas y ventanas cuando empezó a llover. Al principio fue una lluvia suave, pero enseguida aumentó su fuerza hasta acribillar la ciudad. Arrastró la tierra y el polvo acumulados por el terremoto mágico, y se mezcló con las lágrimas de un hechicero.