A Palin le ardían los pulmones, y le costaba respirar; el calor expulsado por las rocas del suelo traspasaba las suelas de sus botas y le llegaba a las plantas de los pies. Tragó saliva con esfuerzo y bajó la vista hacia sus manos para asegurarse de que todavía sostenían el libro. Lo había tenido aferrado con tanta fuerza que los dedos se le habían quedado dormidos. El libro seguía allí, comprobó con alivio, y también su bastón mágico.
Los siguientes segundos pasaron como un confuso borrón para el joven hechicero. Como fragmentos y vislumbres de una pesadilla, los acontecimientos empezaron a desplegarse a su alrededor. Vio a Steel Brightblade, su primo, en lo alto, montado en un Dragón Azul. Lo llamó por señas, y al cabo de unos instantes se encontraba sentado detrás del joven Caballero de Takhisis. Las alas del dragón acortaron la distancia con Caos, llevando a Palin y a su primo hacia el Padre de Todo y de Nada.
—Sólo tenemos que herirlo —le susurró Palin a Steel.
Entonces se encontró de nuevo en tierra, rodeado por el estruendo de la batalla y un mar de hombres y dragones —sangre y fuego— atestando el aire en torno a la gigantesca forma de Caos.
A saber cómo, Usha también estaba aquí, lejos, al borde de la batalla, y Tasslehoff se encontraba con ella. Palin los vio al levantar la mirada del libro, los atisbo por el rabillo del ojo. Las últimas palabras del hechizo salieron de su boca en un confuso balbuceo al tiempo que su mirada se quedaba prendida en la de Usha. En lo alto, Caos derribó a un dragón de un manotazo, como si fuera un mosquito, y el reptil se precipitó al suelo y golpeó a Palin.
El joven sintió el aplastante peso de la cola de la criatura sobre su pecho, y notó que el libro se le caía de las manos y que el bastón resbalaba de entre sus dedos. Una repentina oleada de frío lo inundó. Una impenetrable negrura engulló a caballeros y dragones, a la figura de Caos, que se alzaba hasta el rocoso techo de la gigantesca caverna, y a él mismo.
Estirpe
El tacto de la cálida arena resultaba agradable en las almohadillas de las garras de la criatura que avanzaba por el desierto hacia el noroeste, en una trayectoria oblicua que la alejaba del sol naciente.
Horas antes, la criatura se había sentido impulsada por un propósito apremiante, una búsqueda que la había internado en este interminable desierto. Tenía que localizar a los aliados de su señora, los Dragones Azules que se guarecían en esta abrasadora desolación, y las criaturas inferiores, como ella misma, que pululaban por la zona. Una vez reunidos, serían transportados a la batalla que se estaba fraguando en el Abismo.
Pero la criatura había recibido esas instrucciones hacía horas —de hecho, la noche anterior—, y ahora había perdido el contacto con su señora, la Reina de la Oscuridad, Takhisis. Ya no percibía su poderosa presencia. No sabiendo qué hacer, continuó su monótona andadura y disfrutó con el tacto de la arena.
La criatura caminaba erguida como un hombre, pero era más semejante a un dragón. Sus escamas de color cobrizo, así como su piel, ponían de manifiesto que era un kapak, una de las subespecies más lerdas de la raza draconiana de Krynn. Tenía un hocico semejante al de un lagarto, ojos de reptil, y manojos de pelo áspero y greñudo de un tono pardusco que colgaban de su mandíbula moteada. Las alas, que agitaba de vez en cuando para refrescarse, eran correosas, y en la base del macizo cráneo nacía una erizada cresta que terminaba en la punta de la corta cola, la cual sacudía con nerviosa incertidumbre.
Se preguntaba qué hacer. A despecho de sus cortos alcances, el kapak notaba que algo iba mal. Quizá la batalla había empezado antes de lo que se esperaba, y su Oscura Majestad estaba ocupada.
No sabía si seguir buscando a los dragones, pues ya había encontrado vacías dos guaridas. Tal vez otros draconianos, esbirros de la reina, habían salido con la misma misión y habían encontrado a todos los dragones que vivían en los Eriales y habían sido transportados por su soberana. O quizá la batalla se había suspendido, y la Reina Oscura había olvidado informar a su fiel servidor kapak.
«Quizá se han olvidado de mí, me han abandonado»,
pensó. El kapak hizo un alto y escudriñó la árida extensión, la monotonía del paisaje rota de vez en cuando por parches de hierba raquítica, chaparros y rocas amontonadas. Se rascó la escamosa cabeza y después reanudó la caminata, decidido a atenerse a las órdenes recibidas hasta que volviera a percibir en su mente la presencia de Takhisis.
* * *
Khellendros siguió gozando con la tormenta de verano mientras viraba hacia el noroeste y dejaba Foscaterra atrás. La lluvia era cálida y le cantaba, tamborileando una suave melodía contra su espalda. Su canto le decía que se alegraba de tenerlo de vuelta.
Era una sensación agradable estar de nuevo en casa, pensó el gran Dragón Azul, que alzó la vista al cielo y dejó que la lluvia le mojara los dorados ojos. Y aún se sentiría mejor al poner fin a la soledad, cuando se reuniera con Kitiara de nuevo.
—Una vez te hice una promesa —siseó en voz alta a la par que los kilómetros discurrían bajo sus enormes alas—. Juré que te mantendría fuera de peligro, pero te fallé. Tu cuerpo murió y tu espíritu desapareció de Ansalon, aunque sé que está vivo y me recuerda.
También el dragón recordaba. Recordaba lo que era estar unido con el único ser humano que, a su entender, poseía el corazón de un dragón. Ambiciosa y astuta, Kitiara lo había dirigido en asaltos victoriosos, conduciéndolo de una batalla gloriosa a otra. Juntos no había nada que no se atrevieran a hacer ni fuerza alguna que se les resistiera.
Khellendros se había sentido realizado en aquellos años de antaño, siempre decidido y siempre satisfecho en compañía de su calculadora y fiel compañera. Recordaba con nostalgia la desbordante alegría que compartían en plena batalla, y la embriagadora sensación de la victoria que venía a continuación.
Y recordaba la frustración de ser incapaz de salvar a Kitiara en uno de los pocos días en que se encontraba sola, lejos de él. Incluso a pesar de la distancia sintió la muerte de su cuerpo, experimentó el instante de su muerte como si le hubieran propinado un golpe increíble en la boca del estómago. Había volado hacia ella entonces, y había visto desplomado el frágil cadáver, el débil cuerpo humano que había albergado su extraordinaria mente. Y, a través de un velo de ira y lágrimas, había presenciado cómo su espíritu se liberaba y se elevaba sobre los inútiles restos. ¡Su espíritu seguía vivo!
Khellendros había jurado atrapar su esencia y encontrar otro cuerpo —uno al que protegería con mucho más empeño— para su compañera. El dragón fue en pos del espíritu de Kitiara volando sobre llanuras y valles de Ansalon; de vez en cuando lo perdía de vista, para después volver a sentirlo cerca, pero fuera de su alcance. Había pasado años siguiéndolo, buscándolo. En ocasiones había habido meses rebosantes de frustración, cuando ni el más leve vestigio del espíritu de la mujer se había cruzado en su camino. Con todo, el gran dragón rehusó darse por vencido, y por fin había vuelto a encontrar su esencia, a sentir su mente, y la había llamado.
¡Skie!,
había oído dentro de su cabeza. Era la voz de Kitiara, y su corazón había palpitado jubiloso. El dragón buscó en lo más hondo de su ser, invocando las energías mágicas que discurrían por todo su cuerpo. Trató de canalizarlas para atraer a la mujer hacia sí.
¡Skie!,
oyó la voz otra vez, algo más fuerte que un susurro en esta ocasión.
Entonces su espíritu se había desvanecido de nuevo, y Khellendros supo en el fondo de su corazón que la esencia de la mujer ya no estaba en Krynn. Entonces se había dirigido a los Portales de piedra con la esperanza de que el espíritu de Kitiara hubiera entrado en otra dimensión a la que él pudiera llegar utilizando estos accesos. Viajó a través de los antiguos y místicos Portales, maniobrando entre nebulosas dimensiones donde habitaban duendes y vagaban sombras de seres humanos.
Estuvo buscando durante lo que le parecieron siglos. En ese tiempo creció y se convirtió en un vetusto reptil de grandes proporciones y sobrecogedores poderes. Aprendió de memoria los neblinosos pasajes y las turbulencias entre reinos y planos; descubrió razas desconocidas en Krynn; topó con hechizos olvidados por los mortales desde hacía mucho tiempo. Cuando creía que ya no le quedaba ningún sitio donde buscar, ninguna borrosa dimensión sin explorar, fue a parar por casualidad a El Gríseo.
Era una tierra sin tierra, un limbo de arremolinadas volutas grises en el que bullían las almas. No parecía haber allí criaturas con materia, a excepción de él mismo. El gran Dragón Azul no planeaba quedarse mucho tiempo, pero percibía la presencia de algo familiar y preciado para él, un vestigio de Kitiara. En consecuencia, siguió buscando, quizá durante un siglo más. El tiempo transcurría de manera diferente a este lado del Portal, discurriendo con tanta velocidad como lo hacía con lentitud en Krynn, y el único detalle por el que el dragón sabía que esto ocurría así era por el ritmo constante de su crecimiento. Pero para Khellendros el tiempo era algo que no contaba; sólo importaban Kitiara y la reparación de su promesa incumplida.
Por fin la había encontrado y había tocado fugazmente su espíritu, como si su mente fuera una mano que acariciara la mejilla de la persona amada. Ella había reconocido su presencia, le había pedido que se quedara a su lado en El Gríseo, su hogar actual. «Pronto estaremos juntos, para siempre», había musitado él, y después se había marchado para regresar a Krynn a través del Portal.
—Volveremos a ser compañeros —dijo Khellendros mientras dirigía sus pensamientos de nuevo al presente y contemplaba su sombra que se deslizaba sobre el serpenteante río Vingaard—. Encontraré un cuerpo adecuado para tu espíritu.
Las grandes praderas de Trasterra se extendían bajo él, y el viento levantado por sus alas hacía ondear la hierba. Un gran rebaño de venados dejó de pacer y miró hacia arriba. Aterrados por la presencia del dragón, los animales corrieron espantados en distintas direcciones. Khellendros tenía hambre, y el rebaño resultaba tentador, pero llenar el estómago tendría que esperar. Ante todo debía ocuparse del nuevo cuerpo de Kitiara.
Durante el viaje a través de los Portales había aprendido un poderoso hechizo que le permitiría desalojar el espíritu de un cuerpo e introducir otro en él. Elegiría el de un guerrero, joven y sano, atlético y de buena presencia, cosa que complacería a Kitiara.
Un guerrero elfo, decidió Khellendros. Los elfos vivían muchos más años que los humanos y que las otras razas de Krynn, y el dragón, que casi podía considerarse inmortal, deseaba para Kitiara un cuerpo en el que el paso de las décadas no dejara huella. Y, cuando ese cuerpo elfo empezara finalmente a debilitarse y a envejecer, conseguiría otro. No volvería a dejar que muriera.
Quedaron atrás la mañana y Trasterra sin haber visto la menor señal de elfos en ninguna parte. Las desoladas extensiones de los Eriales del Septentrión aparecieron ante su vista. Oleadas de bendito calor vespertino se alzaban del suelo y acariciaban la parte inferior de sus alas. Le encantaba el vibrante bochorno del desierto de los Eriales, y habría disfrutado tumbándose en la arena y dejando que el sol le acariciara las escamas, pero no podía perder tiempo en placeres personales, y sabía que en los Eriales no había elfos.
«Aunque sí van y vienen de Palanthas», reflexionó. «Lo único que tengo que hacer es esperar en las afueras de la ciudad hasta que vea a uno que sea aceptable. Puede que incluso atrape varios para realizar pruebas.»
Hizo virar su corpachón hacia el oeste. El territorio de Palanthas se encontraba detrás del desierto, y la ciudad se alzaba en la lejana costa, resguardada entre un abra del océano Turbulento y una cordillera. No le llevaría mucho tiempo volar hasta allí, probablemente unos tres días si mantenía un buen ritmo. O tal vez encontrara otro Portal por el que llegar antes.
Comería y descansaría después de haber capturado unos cuantos elfos. Entonces se...
Los pensamientos de Khellendros fueron interrumpidos por algo que el dragón atisbo en la arena, a lo lejos. La figura brincaba y planeaba, batiendo sus pequeñas alas y agitando los brazos para llamar la atención del dragón.
Khellendros enfocó su penetrante vista en la criatura. Era un obtuso kapak. ¿Qué querría? El Dragón Azul dejó atrás a la criatura que seguía haciéndole señas, pero en su mente irrumpieron interrogantes sobre los draconianos. «¿Por qué se atreve a molestarme? ¿Será algo importante? Quizá debería...»
Finalmente, la curiosidad pudo más que él; plegó las alas contra los costados, cambió el rumbo, y descendió en picado hacia el suelo del desierto. Una breve interrupción no tenía importancia; además, así podría sentir el agradable tacto de la arena caliente, aunque sólo fuera durante unos instantes.
El kapak no temía al dragón, aunque todos los draconianos respetaban a los grandes reptiles por sus maravillosas habilidades, pero estaba muy impresionado por el tamaño de Khellendros. En el momento en que el dragón aterrizó, el draconiano corrió hacia él con los brazos alzados ante sí para resguardarse de la lluvia de arena que levantaban las inmensas alas, y empezó a parlotear.
—Habla más despacio —ordenó Khellendros.
—La Reina Oscura —graznó el kapak, cuya voz estaba enronquecida ya que tenía la boca y la garganta secas por estar en los Eriales tanto tiempo—. Mi señora,
nuestra
señora, Takhisis, quiere que los dragones se agrupen.
Khellendros arqueó el enorme entrecejo en un gesto interrogante.
El kapak frunció los agrietados labios y se esforzó por recordar las órdenes recibidas.
—Aquí —dijo finalmente—, Takhisis quiere que los Dragones Azules se reúnan aquí, en el desierto. También los draconianos, si encuentro alguno. Agruparse todos en el desierto, dijo la Reina Oscura. En el desierto...
—¿Por qué? —lo interrumpió Khellendros, sin dejar que el kapak acabara de hablar.
—Una batalla en el Abismo —replicó, enojado—. Takhisis quiere que los Dragones Azules se agrupen en el desierto. Otros se reúnen en otra parte. Nos llamará al Abismo. Allí habrá una gloriosa batalla.
Khellendros rugió, y el kapak retrocedió unos pasos.
—No tengo tiempo para batallas —espetó el dragón, que hizo una mueca y dejó a la vista los dientes relucientes.