—¿Qué quieres? —siseó cuando estuvo cerca.
—Tenía que verte —gruñó el macho, que emitió un rugido bajo y suave al tiempo que las llamas asomaban por sus ollares—. Oí hablar de un gran Rojo en las llanuras, uno que no estuvo en la guerra de Caos, en el Abismo. Uno que, quizá, tuvo miedo de combatir junto al resto de nosotros al lado de Takhisis.
—Yo soy Takhisis —espetó Malys al recordar la palabra que el joven Dragón Negro y el demonio guerrero habían mencionado—. Soy tu diosa. Inclínate ante mí.
El macho se echó a reír, y un sordo rugido empezó a sonar en lo más hondo de su pecho.
—Eres grande —espetó—, pero no eres Takhisis. No eres una diosa. Los dioses no necesitan comer, y no viven en cuevas. Todos ellos se han marchado. Inclínate
tú
ante mí.
Malys oyó la brusca inhalación de aire, olió un indicio de sulfuro, y supo que el macho estaba a punto de lanzar un chorro de fuego contra ella. Pero no se movió del sitio. Sabía que el ardiente aliento del Rojo no le haría daño; sólo pondría de manifiesto lo necio que era.
El dragón abrió las fauces, y una bola de fuego amarilla y naranja salió disparada entre sus relucientes colmillos. Voló hacia Malys, pero no directamente hacia ella, sino que se descargó contra la rocosa ladera que había justamente sobre su cabeza. El macho volvió a inhalar, y Malys sintió que su cubil se sacudía. El Rojo no era tan necio, después de todo. Polvo y rocas cayeron en cascada sobre su cabeza y la dejaron atrapada en el interior del cubil. Volvió a oír el crepitar del fuego, sintió el calor, notó que la entrada se cegaba, que la tierra se cocía, que las rocas menos densas se derretían con el ardiente aliento del macho. El hueco se estrechó prietamente contra sus costados.
—¿Quieres enterrarme? —siseó mientras el féretro de tierra estrujaba su inmenso corpachón y la presión en sus costillas se hacía más y más incómoda.
Como un perro mojado que se sacudiera el agua, Malys agitó la cabeza a uno y otro lado, empujó con las alas, y descargó la musculosa cola hacia atrás. Un sordo retumbo se inició en su interior, semejante a un temblor de tierra. El ruido creció de intensidad al tiempo que la hembra se sacudía; después, Malys inhaló profundamente y exhaló el aliento.
El rocoso cueto explotó. Piedras, tierra y llamas ardientes salieron disparadas en todas direcciones. Algunas rocas cayeron a bastante distancia en el Courrain Meridional, otras llovieron sobre el insolente Rojo y acribillaron la gruesa piel.
El macho rugió y cargó contra ella, impasible ante el chorro de fuego que seguía saliendo de sus fauces. Descargó zarpazos contra su pecho, y el impacto la echó hacia atrás. Malys enroscó la cola alrededor de una de las patas traseras del macho, y durante un instante se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo al borde del acantilado. Entonces el suelo cedió bajo el enorme peso de sus cuerpos, y los dos se precipitaron hacia los aserrados picos que sobresalían a lo largo de la costa.
Malys sabía de memoria su territorio, conocía palmo a palmo cada estanque, cada pueblo, cada escollo de obsdiana y cuarzo que sobresalía del agua y amenazaba la seguridad de los barcos. Mientras caían, giró sobre sí misma, dejando al macho debajo de ella, clavó las garras en sus flancos, y plegó las alas contra los costados cuanto pudo para caer como una piedra.
El Rojo aleteó frenéticamente en un intento de frenar el descenso, pero ella pesaba demasiado. Su cuello se enroscó como una serpiente enfurecida, acercando la cabeza a la hembra. Sus mandíbulas se cerraron alrededor del cuello de Malys, que bramó de sorpresa y dolor al tiempo que descargaba zarpazos contra los costados de su oponente. La cálida sangre del macho le humedeció las garras mientras que la suya propia le resbalaba en regueros cuello abajo. Malys sacudió la cola atrás y adelante, la alzó para golpear las alas del macho, y después la descargó contra su hocico con el propósito de hacerle soltar su presa.
Pero los dientes del Rojo se hincaron aún más, y por un instante a Malys le costó trabajo respirar. Se sentía mareada, los pulmones le ardían, y entonces oyó un tremendo impacto cuando el macho chocó contra los escollos. Las afiladas rocas lo atravesaron como lanzas por la espalda, dejándolo clavado en ellas.
En el mismo momento en que le soltaba el cuello, Malys abrió las alas y empezó a agitarlas frenéticamente para no acabar empalada como el macho. Cernida a pocos palmos de él, descargó unos zarpazos en el jadeante pecho del Rojo y contempló sus fútiles forcejeos para liberarse. Unas volutas de vapor se alzaron del agua que tocaba las fauces del macho, mientras éste se sacudía violentamente.
—No eres una diosa —jadeó el Rojo.
—Pero sigo viva —replicó ella con voz ronca.
Malys se posó detrás de él, tan cerca de la pared del acantilado como le fue posible, donde el agua era poco profunda y no había rocas puntiagudas. Adelantándose con cautela, descargó un zarpazo en el vientre del macho. Sus afiladas garras abrieron tajos en la escamosa piel y trazaron unos sangrientos surcos paralelos.
Cuando el Rojo exhaló su último aliento, Malys respiró hondo. Un halo rielante de color carmesí salió del cuerpo del dragón muerto y flotó hacia ella, como si algo lo atrajera. La esencia del macho se posó sobre Malys y se deslizó suavemente sobre el contorno de su inmenso corpachón como si fuera un ropaje; entonces pareció ceñirse a sus escamas ligeramente realzadas antes de penetrar a través de su piel y desaparecer por completo.
Malys bajó la vista hacia el macho muerto, reducido ahora a una cáscara hueca que las olas barrieron rápidamente de las rocas, arrastrándola al mar. La idea de la hembra Roja había sido devorarlo para apaciguar su hambre.
La decepción de haber perdido esa oportunidad pasó a un segundo plano, desplazada por una nueva sensación de energía que recorrió, crepitante, por todo su cuerpo y se propagó hasta sus extremidades. Se sentía tremendamente viva, superior, animada por una embriagadora sensación de poder. La hizo desear haber tomado parte en la batalla del Abismo, en la guerra de Caos, de la que había hablado el macho Rojo. Y también la hizo ansiar otra pelea violenta, otra oportunidad de ponerse a prueba.
* * *
—Cuéntame más cosas acerca de esa guerra de Caos y qué la provocó. —Malys estaba hocico contra hocico con un Dragón Verde, otro visitante curioso en las llanuras Dairly. A éste había decidido no matarlo pues podría serle de utilidad más adelante, aunque sólo fuera como fuente de información acerca de otras regiones de Krynn o como una marioneta para sus planes. No confiaba en el Verde, porque no confiaba en nadie ni en nada, pero sabía cómo fingir amistad y colaboración. Se lanzó con resolución a conquistar al Dragón Verde con palabras suaves y una insólita amabilidad.
El dragón era un poco más grande que el Rojo que Malys había matado hacía más de un mes. Tenía el mismo color que los bosques de las planicies Brumosas, con pequeñas escamas que eran tan flexibles como las ramitas de un retoño, no gruesas y rígidas como las de los otros dragones. A juicio de Malys, era apuesto para ser un Verde, pero no tan regio y hermoso como un Rojo.
—La guerra de Caos es un homenaje a la estupidez de los mortales y su indiferencia hacia los dioses —empezó el dragón—. Los irdas, también conocidos como los altos ogros, fueron los primeros en poner de manifiesto su ignorancia. Tenían en su poder la Gema Gris, que contenía lo suficiente de Caos para mantenerlo a raya y apartado de Krynn, al que había jurado destruir. Con Caos confinado, Takhisis hacía y deshacía a su antojo.
El Verde entretuvo a Malys con relatos que había oído sobre el modo en que la Reina Oscura había desplegado cuidadosamente a sus vasallos —los dragones leales y unos humanos, juguetes sin saberlo en sus manos, llamados los Caballeros de Takhisis— por todos los países de Krynn. Había esperado el momento oportuno para dar la orden de ataque, confiando en tener a todo el mundo bajo su control.
—Pero los irdas estropearon sus planes. Por alguna razón creyeron que la Gema Gris les sería más útil si la rompían. Imaginaron que al liberar sus poderes el resto del mundo los dejaría en paz. —El Verde resopló con desdén—. Ignoraban que la fuerza que había en su interior era Caos.
—¿Así que el plan de Takhisis de dominar Krynn fracasó cuando rompieron la gema? —preguntó Malys.
—Una vez liberado, Caos intentó cumplir su juramento de destruir el mundo. Si su Oscura Majestad no hacía algo para detenerlo, entonces no quedaría nada que dominar. En consecuencia, ella y los dioses menos poderosos que aceptaron colaborar en su plan lo desafiaron. Caos se hizo fuerte en el Abismo. Takhisis convocó a sus dragones más poderosos para que se unieran a ella. Cientos de dragones combatieron al lado de nuestra soberana. —El Verde hizo una pausa, con la mirada perdida en el vacío.
»
Pero fueron muy pocos los que sobrevivieron. Ahora estamos desperdigados, la mayoría solos, eludiendo la compañía de los demás.
—Y, aparte de Takhisis y los otros dioses, ¿sólo combatieron dragones? —insistió Malys.
—También había humanos, los Caballeros de Takhisis. Y otros mortales, humanos, elfos y enanos. Incluso un kender. Pero al lado de Caos eran insectos, poco más que nada. Sólo los dragones eran lo bastante poderosos para debilitarlo, cansarlo y distraerlo a fin de que una gota de su sangre pudiera recogerse entre las dos mitades partidas de la Gema Gris. De no ser por los dragones, Krynn no existiría. Cerrar la gema fue suficiente para obligarlo a marcharse. Pero sus hijos, los dioses, tuvieron que partir con él, así como toda la magia. Dicen que ahora es la Era de los Mortales.
—Pues yo creo que es la Era de los Dragones —manifestó Malys.
El Verde movió la cola perezosamente, como un gato, y sacudió la cabeza con actitud triste. Levantó una zarpa para rascar su angulosa mandíbula.
—No. El tiempo de los dragones ha pasado. Quedamos muy pocos. Somos criaturas de la magia, y sin ella ¿cuánto tardaremos en desaparecer completamente de Krynn?
En realidad era una afirmación, no una pregunta, y el dragón no esperaba respuesta, pero Malys se la dio:
—No tenemos por qué desaparecer. —Clavó los ojos en el Verde, y una leve sonrisa curvó las comisuras de sus inmensos labios—. Un Rojo me desafió hace poco, y me vi obligada a luchar contra él. Me alcé con la victoria, desde luego. Cuando él murió, me sentí más fuerte, me hice más poderosa. Comprendí que al matarlo había absorbido su esencia mágica. Yo no voy a desaparecer.
El Verde se incorporó y se apartó de Malys.
—¿Estás sugiriendo que los dragones se maten entre sí de manera deliberada para sobrevivir?
—Imagino que no querrás desaparecer de Krynn, ¿o sí? —preguntó a su vez Malys—. Es mejor que mueran algunos que no todos. Es mejor que sigas vivo.
El macho la miró fijamente, en silencio.
—Los de Cobre, los de Bronce, los de Latón —dijo después, al cabo de unos segundos—. Los draconianos.
—Los que sean más pequeños y débiles, que no representen una seria amenaza en un enfrentamiento. En los que haya algún rastro de magia. Ésos son los que hay que matar para obtener su poder.
—De todos modos son mis enemigos —reflexionó el Verde, dando un portazo en las narices a su conciencia.
—Quizás incluso algunos Verdes más pequeños.
—¡No!
—Por supuesto que no —se apresuró a rectificar Malys—. Discúlpame. Simplemente pensaba que a lo mejor querías eliminar a los que están por debajo de ti, los que podrían representar una amenaza y hacerse más poderosos a medida que mataran a sus enemigos... y finalmente se volvieran contra ti. —Malys echó una ojeada por encima del hombro a su nuevo cubil, que era parte de una pequeña zona montañosa en la que estaba haciendo mejoras paisajísticas.
»
Las llanuras Dairly me pertenecen —siseó—. Y pronto me apoderaré del territorio que hay al oeste de ellas.
El Dragón Verde asintió con la cabeza. Malys le había dado una idea excelente. Estaba impaciente por compartir el plan con todos sus aliados.
* * *
Al cabo de un año, Khellendros se había convertido en el señor supremo de un reino que abarcaba los Eriales del Septentrión, Trasterra, Gaardlund y las Llanuras de Solamnia, es decir, las comarcas bañadas por el océano Turbulento y que se extendían hasta la nueva frontera meridional de Solamnia. Probablemente el Azul podría haber conquistado más territorio, pero eso le habría llevado más tiempo y habría necesitado dedicar muchas horas a patrullar.
Seleccionó a Ciclón, un Dragón Azul inferior a él, para que vigilara los límites más lejanos de su territorio. Ciclón, consciente de que más le valía aliarse con Khellendros que acabar pisoteado por él, sirvió lealmente a Tormenta sobre Krynn.
Khellendros prefería pasar el tiempo intentando perfeccionar sus dracs azules. Seleccionó los mejores candidatos humanos para convertirlos en sus creaciones de pesadilla, y de vez en cuando encontraba el draconiano que necesitaba para llevar a cabo las transformaciones. Prefería pasar el tiempo pensando en Kitiara y en que al final acabaría encontrando el modo de hacerla regresar.
* * *
Los habitantes de Nueva Costa estaban preocupados por su comarca, que se estaba volviendo más húmeda de lo normal en otoño. Las lluvias se habían incrementado de manera espectacular, y el suelo no estaba absorbiendo el agua tan deprisa como era habitual. Cerca de pueblos del interior crecían profundas charcas que anegaban las cosechas y amenazaban sus hogares. Los ríos se desbordaban, presagiando la inundación de granjas situadas en terrenos bajos. Las temperaturas estaban subiendo, y los enjambres de insectos eran tan densos como nubes.
El intempestivo calor otoñal evaporaba la humedad del litoral y lo hacía más bochornoso que en pleno verano. Y la propia línea costera estaba sufriendo cambios. El nivel del agua de la angosta bahía del Nuevo Mar que se extendía entre Nueva Costa y Yelmo de Blode estaba subiendo y cubriéndose de plantas acuáticas, por lo que los que vivían a lo largo de la costa se habían visto obligados a trasladarse más tierra adentro.
Un Dragón de Plata, preocupado, había emprendido vuelo en busca de una respuesta. En este día descendió para inspeccionar un fétido pantano que no estaba allí unas pocas semanas antes, cuando había sobrevolado la zona. Hizo otro pase sobre el encharcado terreno y aterrizó en las cercanías. A un centenar de metros se alzaban los primeros árboles de un bosquecillo, y aposentado entre los sauces más grandes había un marjal lleno de juncos que se extendía hacia el horizonte. Los árboles llevaban mucho tiempo allí, pero las tupidas enredaderas y el musgo que colgaban de las ramas eran recientes. Sus raíces estaban sumergidas en el agua salobre.