Read Dune. La casa Harkonnen Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (41 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
7.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tal vez los comentarios en voz baja de Chiara habían convencido por fin a Kailea de que Leto era el culpable de su inaceptable situación.

«¡Quiero ser algo más que una exiliada!», había gritado ella durante la última velada que pasaron juntos (como si tuviera algo que ver con la expedición de pesca). Leto reprimió el impulso de recordarle que su madre había sido asesinada, su padre seguía siendo un fugitivo perseguido y su pueblo continuaba esclavizado por los tleilaxu, mientras que ella era la dama de un duque, que vivía en un castillo con un hijo sano y hermoso, y toda la riqueza y aderezos de una Gran Casa. «No deberías quejarte, Kailea», dijo, con ira. Aunque no podía aplacarla, Leto deseaba lo mejor para su hijo.

Bajo los cielos tachonados de nubes, respiraban el aire fresco del océano y se alejaban de tierra firme. El barco cortaba las aguas como un cuchillo un pastel de arroz pundi.

Thufir Hawat se mantenía atento dentro de la cabina. Examinaba los sistemas de señales y las pautas meteorológicas, siempre preocupado por si algún peligro acechaba a su amado duque. El Maestro de Asesinos se conservaba en excelente forma, con la piel correosa, los músculos como cables. Su aguzada mente Mentat era capaz de vislumbrar los mecanismos de las conspiraciones enemigas. Estudiaba las consecuencias de tercer y cuarto orden que Leto, e incluso Kailea, con su mente tan astuta para los negocios, no podían comprender.

A primera hora de la tarde, los hombres echaron las redes. Aunque siempre había sido pescador, Gianni no ocultaba que prefería un buen bistec para cenar, regado con un excelente vino de Caladan. Pero aquí, tenían que comer lo que el mar proporcionaba.

Cuando las redes subieron llenas de seres que se agitaban, Victor corrió a inspeccionar los bonitos peces de escamas multicoloreadas. Siempre vigilante, Goire no se alejaba del niño, y procuraba alejarle de los peces de espinas venenosas.

Leto eligió cuatro pampanitos carnosos, y Gianni y Dom se los llevaron a la cocina para limpiarlos. Después, se arrodillaron junto a su hijo y ayudaron al intrigado niño a reunir los peces restantes. Juntos, los arrojaron por la borda, y Victor aplaudió cuando vio que las esbeltas formas resbaladizas desaparecían en el agua.

Su curso les condujo hasta continentes flotantes de sargazos entrelazados, un desierto de un tono marrón verdoso que se extendía hasta perderse de vista. Anchos ríos corrían entre las brechas de los sargazos. Volaban moscas a su alrededor y depositaban huevos sobre las brillantes gotas de agua. Aves negras y blancas saltaban de hoja en hoja, devoraban gambas que culebreaban entre las tibias capas de la superficie. El olor penetrante a vegetación podrida impregnaba el aire.

Cuando los hombres echaron el ancla entre las algas, hablaron y cantaron canciones. Swain Goire ayudó a Victor a lanzar el hilo de pescar por encima de la borda, y aunque sus anzuelos se enredaron en las algas, el entusiasmado niño logró pescar varios peces dedo plateados. Victor fue corriendo a la cabina para enseñar los peces a su padre, el cual aplaudió la proeza de su hijo. Después de un día tan agotador, el niño se acurrucó en su catre poco después de que el sol se pusiera, y cayó dormido.

Leto jugó algunas partidas de cartas con los dos pescadores.

Aunque era su duque, Gianni y Dom no hicieron el menor esfuerzo por dejar ganar a Leto. Le consideraban un amigo, tal como Leto deseaba. Más tarde, cuando contaron historias tristes o cantaron canciones trágicas, Gianni lloró a la menor insinuación sentimental.

Ya entrada la noche, Leto y Rhombur se sentaron en la cubierta a oscuras y hablaron. Rhombur había recibido en fecha reciente un conciso mensaje en clave de que C’tair Pilru había recibido los explosivos, pero ni el menor indicio de cómo se utilizarían. El príncipe anhelaba ver lo que estaban haciendo los rebeldes en las cavernas ixianas, aunque no podía ir al planeta. Ignoraba lo que su padre habría hecho en una situación similar.

Hablaron de los continuos esfuerzos diplomáticos de Leto para mediar en el litigio entre los Ecaz y los Moritani. Se enfrentaban no sólo a la resistencia de las partes enfrentadas, sino al propio emperador Shaddam, que parecía lamentar la intercesión Atreides. Shaddam creía que, al apostar una legión de Sardaukar en Grumman durante varios años, ya había solucionado el problema. En realidad, sólo había retrasado las hostilidades. Ahora que las tropas imperiales se habían marchado, la tensión aumentaba de nuevo…

Durante un largo momento de silencio, Leto miró al capitán Goire, lo cual le recordó a otro de sus amigos y guerreros.

—Duncan Idaho ya lleva en Ginaz cuatro años.

—Se convertirá en un gran maestro espadachín. —Rhombur desvió la vista hacia el desierto de algas, donde peludos murmones entonaban un coro gorgoteante, y se lanzaban desafíos en la oscuridad—. Y después de tantos años de duro entrenamiento, será mil veces más valioso para ti. Ya lo verás.

—De todos modos, le echo de menos.

A la mañana siguiente, Leto despertó en un amanecer gris y fresco. Aspiró profundas bocanadas de aire, y se sintió descansado y pletórico de energías. Descubrió que Victor seguía durmiendo, y aferraba en una mano la esquina de una manta. Rhombur bostezó y se estiró en su litera, pero no hizo el menor gesto por seguir a Leto a la cubierta. Aun en Ix, el príncipe nunca había sido madrugador.

El capitán del barco ya había izado el ancla. Siguiendo las instrucciones de Hawat (¿dormía alguna vez el Mentat?), se internaron por un amplio canal que atravesaba las algas, y salieron de nuevo a mar abierto. Leto se encontraba de pie en la cubierta de proa, disfrutando de un silencio que sólo rompían los motores del barco. Hasta las aves estaban calladas.

Leto observó extraños tonos de color en las nubes lejanas, un grupo de luces parpadeantes en movimiento como no recordaba haber visto nunca. El capitán, sentado en la cabina, aumentó la potencia de los motores y el barco aceleró.

Leto olfateó el aire, percibió un olor metálico a ozono, pero con una acritud desacostumbrada. Entornó sus ojos grises, dispuesto a llamar al capitán. El denso conglomerado de actividad eléctrica se movía en dirección contraria a las brisas, avanzaba muy pegado al agua… como si estuviera vivo.

Se está acercando a nosotros.

Entró en la cabina, preocupado.

—¿Lo habéis visto, capitán?

El hombre no apartaba los ojos de la columna de dirección ni del fenómeno que se precipitaba hacia ellos.

—Hace diez minutos que lo estoy observando, mi señor, y en ese lapso de tiempo ha reducido la mitad de la distancia.

—Nunca había visto nada semejante. —Leto se paró junto a la silla del capitán—. ¿Qué es?

—Tengo mis sospechas. —La expresión del capitán traicionaba preocupación y miedo. Tiró de la palanca de estrangulación y los motores rugieron con más potencia que nunca—. Creo que deberíamos huir.

Señaló hacia la derecha, en dirección contraria a las luces que se acercaban.

Leto adoptó un tono de voz autoritario, sin la cordialidad que había manifestado el día anterior.

—Explicaos, capitán.

—Es un elecrán, señor. Si queréis saberlo.

Leto rio, y después calló.

—¿Un elecrán? ¿No se trata de un mito?

A su padre, el viejo duque, le había gustado contar historias cuando los dos estaban sentados junto a un fuego en la playa, con la noche iluminada tan sólo por las llamas oscilantes.

«Te sorprendería saber lo que hay en el mar, muchacho —había dicho Paulus, señalando las aguas oscuras—. A tu madre no le hará ninguna gracia que te cuente esto, pero creo que debes saberlo». Dio una larga bocanada a su pipa y empezó su relato…

El capitán meneó la cabeza.

—No abundan, mi señor, pero existen.

Y si una criatura tan elemental era real, Leto sabía la destrucción y la muerte que era capaz de provocar.

—Dad media vuelta, pues. Fijad un rumbo que nos aleje de esa cosa. Máxima velocidad.

El capitán viró a estribor, dibujó una estela blanca en el agua inmóvil, y ladeó la cubierta en un ángulo lo bastante inclinado para que los hombres cayeran de las literas. Leto se agarró a una barandilla de la cabina hasta que sus nudillos se tiñeron de blanco.

Thufir Hawat y Swain Goire entraron a toda prisa en la cabina y preguntaron la causa de la emergencia. Cuando Leto señaló a popa, los hombres miraron a través del plaz cubierto de vaho de las ventanas. Goire blasfemó con un lenguaje florido que nunca utilizaba delante de Victor. Hawat arrugó el entrecejo, mientras su compleja mente de Mentat analizaba la situación y seleccionaba la información que necesitaba de su almacén de conocimientos.

—La situación es grave, mi duque.

Las luces destellantes y la apariencia tempestuosa del extraño ser se acercaron a su popa, aumentaron la velocidad, y surgió vapor del agua. La frente del capitán se perló de sudor.

—Nos ha visto, señor. —Bajó con tanta fuerza la válvula de estrangulación que casi se le quedó en la mano—. Ni siquiera este barco puede dejarlo atrás. Es mejor prepararse para el ataque.

Leto hizo sonar la alarma. Al cabo de pocos segundos, los demás guardias aparecieron, seguidos de los dos pescadores. Rhombur llegó con Victor en brazos. El niño, asustado por el alboroto, se aferraba a su tío.

Hawat miró a popa y entornó los ojos.

—No sé cómo luchar contra un mito. —Miró al duque, como si de alguna forma le hubiera fallado—. No obstante, lo intentaremos.

Goire golpeó con los nudillos un mamparo de la cabina.

—Este barco no nos protegerá, ¿verdad?

El guardia parecía decidido a luchar contra cualquier cosa que el duque identificara como un enemigo.

—Un elecrán es un conglomerado de fantasmas de hombres que murieron en tempestades en alta mar —dijo el pescador Dom, con voz insegura cuando se asomó a la puerta de la cabina, mientras los demás salían a la cubierta de popa para hacer frente al ser.

Su hermano Gianni meneó la cabeza.

—Nuestra abuela decía que es la venganza viviente de una mujer repudiada. Hace mucho tiempo, una mujer salió durante una tempestad y maldijo a gritos al hombre que la había abandonado. Fue alcanzada por un rayo, y así nació el elecrán.

Le dolían los ojos a Leto de mirar al altísimo elecrán, un calamar de electricidad formado por descargas verticales de energía y zarcillos de gas. Se deslizaban rayos sobre su superficie. Niebla, vapor y ozono le rodeaban como un escudo. A medida que el ser se acercaba a la embarcación, aumentaba de volumen, y absorbía el agua del mar como un gran géiser.

—También he oído que sólo puede conservar la forma, sólo puede mantenerse vivo, mientras se halle en contacto con el agua —añadió el capitán del barco.

—Esa información es más útil —dijo Hawat.

—¡Infiernos bermejos! No vamos a sacar a esa maldita cosa del agua —dijo Rhombur—. Espero que haya otra forma de matarla.

Hawat ladró una rápida orden, y los dos guardias desenfundaron sus rifles láser, armas traídas a bordo a instancias del Mentat. En su momento, Leto se había preguntado para qué iban a necesitar esas armas en una tranquila expedición de pesca. Ahora, estaba contento. Dom y Gianni echaron un vistazo al amenazador nudo de energía y se refugiaron bajo cubierta.

Swain Goire, tras mirar atrás un momento para comprobar que Victor estaba con Rhombur, alzó su arma. Fue el primero en abrir fuego, y lanzó una descarga de luz temblorosa. La energía alcanzó al elecrán y se disipó sin causar el menor daño. Thufir Hawat disparó, al igual que el segundo guardia Atreides.

—¡No ha servido de nada! —bramó el Mentat—. Mi duque, permaneced en la seguridad del camarote.

Incluso desde dentro, Leto notó el calor del aire, olió la sal quemada y las algas chamuscadas. Rayos de energía primaria atravesaban el cuerpo fluido del elecrán, que cada vez se acercaba más al barco, un ciclón de energía en estado puro. Con una sola descarga, podría destrozar el barco y electrocutar a todos sus tripulantes.

—No hay seguridad que valga, Thufir —gritó Leto—. ¡No permitiré que esa cosa se apodere de mi hijo!

Miró al niño, que agarraba a Rhombur por el cuello.

Como para exhibir su poder, un zarcillo descendió y tocó el costado de madera del barco, como un sacerdote que diera una bendición. Parte del reborde metálico de la embarcación se volatilizó, mientras bailaban chispas a lo largo de cada contacto conductivo. Los motores del barco tosieron y murieron.

El capitán intentó volver a ponerlos en marcha, pero sólo fue recompensado con sonidos rasposos y metálicos.

Goire parecía dispuesto a lanzarse sobre la masa chisporroteante, como si eso sirviera de algo. Cuando el barco dejó de avanzar, el hombre siguió disparando contra el núcleo del elecrán, aunque sin más consecuencias. Leto se dio cuenta de que no estaban apuntando donde debían. El barco, desprovisto de energía, estaba dando la vuelta, con la proa apuntada hacia el monstruo.

Al comprender su oportunidad, Leto abandonó la cabina y corrió hacia la proa puntiaguda de la embarcación. Hawat gritó para contener a su duque, pero Leto alzó una mano para prohibir su intervención. La audacia siempre había sido la marca de fábrica de los Atreides. Rezó para que los cuentos supersticiosos del capitán no se compusieran sólo de ridículas leyendas.

—¡Leto! ¡No lo hagas! —gritó Rhombur, al tiempo que apretaba a Victor contra su pecho. El niño chillaba y se retorcía, intentaba liberarse de la presa de su tío para correr hacia su padre.

Leto gritó al monstruo y agitó las manos, con la esperanza de distraer al ser, de ofrecerse como cebo.

—¡Aquí! ¡Ven a mí!

Tenía que salvar a su hijo, y también a sus hombres. El capitán todavía estaba intentando encender los motores, pero de momento se negaban. Thufir, Goire y los dos guardias corrieron hacia Leto.

El duque vio que el ser se agigantaba. Mientras se alzaba como un tsunami inminente en el aire, el ser apenas mantenía un tenue contacto con el agua salada que le prestaba existencia corpórea. Una descarga de estática prolongada provocó que a Leto se le erizara el vello, como si un millón de diminutos insectos estuvieran reptando sobre su piel.

Tenía que actuar en el momento preciso.

—Thufir, Swain, apuntad vuestros rifles al agua que hay debajo del monstruo. Convertid el océano en vapor.

Leto levantó ambos brazos para ofrecerse. No llevaba armas, nada con lo que amenazar al ser.

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
7.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

An Untimely Frost by Penny Richards
The Mistress of His Manor by Catherine George
Small Town Girl by Patricia Rice
Over the Fence by Elke Becker
WILD OATS by user
The Pretend Fiancé by Lucy Lambert
Two Knights of Indulgence by Alexandra O'Hurley
Diamonds in the Sky by Mike Brotherton, Ed.