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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (40 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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—Así es cómo ponemos a prueba a los humanos, muchacha.

Tras la barrera de su escritorio, la reverenda madre Gaius Helen Mohiam parecía una extraña, con el rostro impenetrable, los ojos negros y despiadados.

—Es un desafío que comporta la alternativa de la muerte.

Tensa, Jessica estaba de pie ante la Supervisora Superior. Una chica esquelética de largo pelo rojo, en su cara se veían las semillas de una belleza auténtica que no tardaría en florecer. Detrás de ella, la acólita que había comunicado la orden de la reverenda madre cerró la pesada puerta. Encajó en el gozne con un crujido ominoso.

¿Qué clase de prueba me ha preparado?

—¿Sí, reverenda madre? —Jessica hizo acopio de fuerzas y habló con voz serena y firme, mientras imaginaba un charco poco profundo de sonido.

Gracias a un reciente ascenso, Mohiam había adquirido el título adicional de Supervisora Superior de la escuela Materna de Wallach IX. Mohiam tenía su propio despacho particular, con libros antiguos encerrados en una vitrina de plaz transparente a prueba de humedad. Sobre su amplio escritorio descansaban tres bandejas de plata, y cada una contenía un objeto geométrico: un cubo de metal verde, una pirámide de un rojo intenso y una esfera dorada. Las superficies de los objetos proyectaban rayos de luz, que rebotaban entre ellos. Por un largo momento, Jessica contempló la danza hipnótica.

—Has de escucharme con sumo cuidado, muchacha, cada palabra, cada inflexión, cada matiz. Tu vida depende de ello.

Jessica bajó los párpados. Sus ojos verdes se clavaron en los diminutos ojos de la otra mujer, como los de un pájaro. Mohiam parecía nerviosa y aterrada, pero ¿por qué?

—¿Qué es eso?

Jessica señaló los extraños objetos del escritorio.

—Sientes curiosidad, ¿verdad?

Jessica asintió.

—Son lo que tú creas que son.

La voz de Mohiam era tan seca como el viento del desierto.

Los objetos se pusieron a girar de manera sincronizada, de modo que cada uno reveló un agujero oscuro en su superficie, un agujero que se correspondía en forma con el propio objeto. Jessica se concentró en la pirámide roja, con su abertura en forma de triángulo.

La pirámide empezó a flotar hacia ella.
¿Es esto real, o una ilusión?
Abrió los ojos de par en par y miró, paralizada.

Las otras dos formas geométricas siguieron a la primera, hasta que las tres bailaron ante la cara de Jessica. Rayos brillantes saltaban y describían arcos, haces espectrales de color que emitían chasquidos apenas inaudibles.

Jessica sintió curiosidad mezclada con miedo.

Mohiam la hizo esperar varios segundos, y después dijo con voz acerada:

—¿Cuál es la primera lección? ¿Qué te han enseñado desde que eras una niña?

—Los humanos nunca deben comportarse como animales, por supuesto. —Jessica permitió que una insinuación de ira e impaciencia se filtrara en su voz. Mohiam sabría que era a propósito—. Después de todo lo que me habéis enseñado, supervisora superior, ¿cómo podéis sospechar que no soy humana? ¿Cuándo os he dado motivo…?

—Silencio. La gente no siempre es humana.

Rodeó el escritorio con la agilidad de un gato y miró a Jessica a través de la luz destellante que saltaba entre el cubo y la pirámide.

La muchacha sintió un cosquilleo en la garganta, pero no tosió ni habló. Debido a su experiencia con esta instructora, sabía que algo más se avecinaba. Como así fue.

—Hace eones, durante la Jihad Butleriana, la mayoría de la gente eran simples autómatas orgánicos, que obedecían las órdenes de las máquinas pensantes. Oprimidos, nunca cuestionaban, nunca resistían, nunca pensaban. Eran gente, pero habían perdido la chispa que les hacía humanos. Aun así, un núcleo de su raza resistía. Lucharon, se negaron a ceder, y a la larga vencieron. Sólo ellos recordaban lo que era ser humano. Jamás debemos olvidar las lecciones de esos tiempos peligrosos.

El hábito de la reverenda madre crujió cuando se movió a un lado, y de pronto su brazo se movió con una velocidad asombrosa, un movimiento borroso. Jessica vio el extremo de una aguja apuntada a su mejilla, justo debajo del ojo derecho.

La muchacha no se movió. Los labios resecos de Mohiam formaron una sonrisa.

—Conoces el gom jabbar, el enemigo de la mano en alto que sólo mata animales, los que obedecen a su instinto antes que a la disciplina. Esta punta está impregnada de metacianuro. El menor pinchazo, y mueres.

La aguja permanecía inmóvil, como congelada en el aire. Mohiam se acercó más a su oído.

—De los tres objetos que hay ante ti, uno es dolor, otro es placer, y el tercero es eternidad. La Hermandad utiliza estas cosas de diversas maneras y combinaciones. Para esta prueba, has de elegir la que sea más profunda para ti y experimentarla, si te atreves. No habrá más preguntas. La prueba sólo consiste en esto.

Sin mover la cabeza, Jessica desvió la vista para examinar cada objeto. Utilizó sus poderes de observación Bene Gesserit (y algo más, cuyo origen no pudo determinar) e intuyó placer en la pirámide, dolor en la caja, eternidad en la esfera. Jamás se había sometido a una prueba como esta, y nunca había oído hablar de ella, aunque sí del gom jabbar, la legendaria aguja desarrollada en tiempos pretéritos.

—Esta es la prueba —dijo la reverenda madre Mohiam—. Si fracasas, te pincharé.

Jessica se preparó interiormente.

—Y yo moriré.

Como un buitre, la Supervisora acechaba al lado de la muchacha, vigilando cada parpadeo, cada tic. Mohiam no podía permitir que Jessica percibiera su angustia y miedo, pero también sabía que debía llevar a cabo la prueba.

No debes fallar, hija mía.

Gaius Helen Mohiam había adiestrado a Jessica desde la niñez, pero la muchacha desconocía su parentesco, desconocía su importancia para el programa de reproducción de la Hermandad. Desconocía que Mohiam era su madre.

A su lado, Jessica había palidecido a causa de la concentración. El sudor brillaba en su frente. Mohiam estudió las pautas de las formas geométricas, comprendió que la muchacha aún debía superar varios niveles en su mente…

Por favor, hija, has de sobrevivir. No puedo repetirlo. Soy demasiado vieja.

Su primera hija del barón había sido débil y defectuosa. Tras un terrible sueño profético, Mohiam había matado al bebé con sus propias manos. Había sido una visión verdadera, Mohiam estaba segura de ella. Vio su lugar en la culminación del programa de reproducción milenario de la Hermandad. Pero también averiguó, gracias a una sorprendente presciencia, que el Imperio padecería mucho dolor y muerte, con planetas arrasados, un genocidio casi total… si el programa de reproducción se desencarrilaba. Si nacía la niña inadecuada en la siguiente generación.

Mohiam ya había asesinado a una de sus hijas, y estaba dispuesta a sacrificar a Jessica en caso necesario. Mejor matarla que permitir el estallido de otra terrible jihad.

El grosor de un cabello separaba la aguja envenenada de la piel cremosa de Jessica. La chica temblaba.

Jessica, concentrada con todas sus fuerzas, con la vista clavada en el frente, sólo veía letras en su mente, la Letanía Contra el Miedo.
No debo temer. El miedo es el asesino de mentes. El miedo es la pequeña muerte que provoca la destrucción total.

Mientras aspiraba una profunda bocanada de aire para calmarse, se preguntó:
¿Cuál elijo? Si tomo la decisión incorrecta, moriré.
Cayó en la cuenta de que debía profundizar más, y como en una revelación, vio cómo se posicionaban los tres objetos en el viaje humano: el dolor del nacimiento, el placer de una vida disfrutada, la eternidad de la muerte. Mohiam había dicho que debía elegir lo más profundo. Pero ¿sólo uno? ¿Cómo podía empezar, sino por el principio?

Primero, el dolor.

—Veo que has elegido —dijo Mohiam, al ver que la muchacha alzaba la mano derecha.

Jessica introdujo con cautela la mano en el cubo verde, a través del agujero abierto en un lado. Al instante, sintió que su piel quemaba, se abrasaba, y sus huesos se llenaban de lava. Las uñas de sus dedos se desprendieron una a una, devoradas por el feroz calor. Jamás en su vida había imaginado tamaña agonía. Y continuaba aumentando.

Plantaré cara a mi miedo, y permitiré que pase sobre mí y a través de mí.

Con un esfuerzo supremo, se resignó a vivir sin su mano y bloqueó los nervios. Si era preciso, lo haría. Pero entonces, la lógica se impuso, pese a la agonía. No recordaba haber visto a hermanas mancas en los pasillos de la Escuela Materna. Y si todas las acólitas debían pasar pruebas como ésta…

Cuando el miedo haya pasado, no habrá nada.

Una lejana parte analítica de su cerebro se dio cuenta de que tampoco olía a carne quemada, no veía hilillos de humo gris, no oía el chisporroteo de la grasa ardiente en la carne de su mano.

Sólo yo quedaré.

Jessica luchó por controlar sus nervios y bloqueó el dolor. Sólo sentía un frío entumecimiento desde la muñeca hasta el codo. Su mano ya no existía. El dolor tampoco. Profundiza más, profundiza más. Momentos después, ya no tenía forma física, se había separado por completo de su cuerpo.

Por el agujero de la caja verde surgió una niebla. Como incienso.

—Bien, bien —susurró Mohiam.

La niebla, una manifestación de la conciencia de Jessica, se introdujo por el agujero de una forma diferente, la entrada de la pirámide roja. Una oleada de placer la invadió, intensamente estimulante, pero tan asombroso que apenas pudo soportarlo. Había pasado de un extremo a otro. Tembló, después fluyó y onduló, como la crecida de un tsunami en un inmenso mar. La gran ola ascendió cada vez más…

Pero la niebla de su conciencia, después de cabalgar sobre la cresta de una ola poderosa, cayó dando tumbos por ella…

Las imágenes se desvanecieron, y Jessica sintió las delgadas sandalias de tela en sus pies, una sensación sudorosa y pegajosa de piel contra material, y la dureza del suelo que tenía debajo. Su mano derecha… Aún no podía sentirla, ni tampoco verla, ni siquiera un muñón al extremo de su muñeca, porque sólo sus ojos podían moverse.

Miró a la derecha, vio la aguja envenenada junto a su mejilla, el mortífero gom jabbar, y al otro lado la esfera de la eternidad. El pulso de Mohiam era firme, y Jessica fijó su vista en el puntiagudo extremo plateado, el brillante punto central del universo, suspendido como una estrella lejana. Un solo pinchazo, y Jessica entraría en la esfera de la eternidad, en cuerpo y mente. No habría regreso. La muchacha no sentía dolor ni placer en aquel momento, sólo una inmovilidad entumecida, mientras se asomaba al precipicio de la decisión.

Comprendió una cosa:
no soy nada.

—Dolor, placer, eternidad… Todo me interesa —murmuró Jessica por fin, como desde una gran distancia—, pues ¿qué es uno sin los otros?

Mohiam se dio cuenta de que la muchacha había superado la crisis, sobrevivido a la prueba. Un animal no habría podido comprender tales complejidades. Jessica se relajó, estremecida. La aguja envenenada retrocedió.

Para Jessica, la penosa experiencia terminó de repente. Todo lo había imaginado, el dolor, el placer, la nada. Todo gracias al control de la mente Bene Gesserit, la tremenda capacidad de la Hermandad de dirigir los pensamientos y actos de otra persona. Una prueba.

¿Era cierto que su mano había entrado en el cubo verde? ¿Se había convertido ella en una niebla? Desde un punto de vista intelectual, creía que no. Pero cuando flexionó los dedos de la mano, notó que estaban rígidos y doloridos.

Con el hábito oliendo a sudor, Mohiam tembló, y al final recobró la compostura. Dio a Jessica un fugaz abrazo y adoptó su comportamiento oficial de costumbre.

—Bienvenida a la Hermandad, humana.

45

Combatí en grandes guerras para defender al Imperio y maté a muchos hombres en nombre del Emperador. Asistí a sesiones del Landsraad. Viajé por los continentes de Caladan. Me ocupé de todos los tediosos asuntos comerciales necesarios para gobernar una Gran Casa. Y aun así, los mejores momentos fueron los que pasé con mi hijo.

Duque P
AULUS
A
TREIDES

Cuando el barco alado ducal desamarró y se adentró en el mar, Leto se irguió en la proa y miró hacia el antiquísimo edificio del castillo de Caladan, donde la Casa Atreides había gobernado durante veintiséis generaciones.

Fue incapaz de reconocer las caras asomadas a las ventanas, pero distinguió una pequeña silueta en una ventana elevada.
Kailea.
Pese a su feroz resistencia a que se llevara al pequeño Victor, que aún no había cumplido dos años y medio, había ido a despedirles a su manera silenciosa. Eso animó a Leto.

—¿Puedo coger el timón? —La cara redonda de Rhombur exhibía una sonrisa esperanzada. La brisa agitaba su pelo rubio ingobernable—. Nunca he pilotado un barco alado.

—Espera hasta llegar a mar abierto. —Leto miró al príncipe exiliado con una sonrisa traviesa—. Será lo mejor. Recuerdo que, en una ocasión, conseguiste que nos estrelláramos contra unos arrecifes.

Rhombur se ruborizó.

—He aprendido mucho desde entonces. Er, sentido común, en especial.

—Ya lo creo. Tessia ha sido una buena influencia para ti.

Cuando la concubina Bene Gesserit había acompañado a Rhombur a los muelles, cogida de su brazo, se había despedido de él con un beso apasionado.

En contraste, Kailea se había negado a salir del castillo de Caladan para decir adiós a Leto.

En la popa del barco en forma de V, el pequeño Victor reía, se mojaba las manos con la espuma fresca, mientras el capitán de la guardia, Swain Goire, le vigilaba. Goire entretenía al niño, siempre dispuesto a protegerle.

Ocho hombres acompañaban a Leto y Victor en aquella travesía de placer. Además de Rhombur y Goire, había llevado con él a Thufir Hawat, un par de guardias, un capitán de barco y dos pescadores, Gianni y Dom, con los que había jugado desde que era niño. Irían a pescar. Irían a ver los bosques de algas y las islas de kelp. Leto enseñaría a su hijo las maravillas de Caladan.

Kailea no quería que el niño abandonara la protección de las murallas del castillo, donde no se expondría a nada peor que un resfriado común o una corriente de aire. Leto había escuchado sus protestas en silencio, consciente de que la travesía en barco no era la causa de su rechazo, sino la manifestación del momento. Era el mismo problema de siempre…

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