Las mujeres son curiosísimas, y doña Luz lo era más que las otras mujeres. Nada excita tanto la curiosidad como cualquier merecimiento o habilidad que se oculta. Y como el Padre, sin afectación, por no ser propio de su estado, porque no gustaba de hacer alarde de cosa alguna, no se había mostrado nunca a sus ojos como jinete, doña Luz, sin malicia, empezó primero por cerciorarse de que lo era, de que había viajado mucho a caballo en Cochinchina y en la India, y no paró luego hasta que logró salir con él de paseo a caballo en compañía de D. Acisclo. Doña Luz se compuso de suerte que hizo galopar al Padre y hasta correr a todo escape, y el Padre galopó y corrió sin vanagloria de hacerlo bien, haciéndolo perfectamente, y sin dar el menor indicio de que lo hacía por complacencia galante, ni por lucirse, sino cumpliendo con un deber. Doña Luz se aventuró demasiado y estuvo a punto de dar una peligrosa caída al saltar una zanja. Su caballo no llevaba ímpetu bastante y hubiera caído en ella, si el Padre, conociéndolo, no hubiera llegado en sazón, excitando el caballo con el látigo, y con el ejemplo, porque saltó primero.
El Padre, después del salto, con tanta dulzura y cortesía como firmeza, reprendió por sus locuras a doña Luz; dijo que podría ser motivo de escándalo el verle correr y saltar de aquel modo; prometió no volver a salir nunca más a caballo, y cumplió la promesa.
Esta misma firmeza de voluntad encantó a doña Luz, aunque iba contra sus gustos y caprichos. La paz y serenidad de espíritu del Padre la tenía maravillada, y más aún su perspicacia. Juzgábale zahorí de corazones. Todos los defectillos de ella, todas las faltas, conocía doña Luz que el Padre las notaba, y que se las censuraba con rodeos delicadísimos; sin dejar por eso de advertir también cuanto en el alma de ella había de noble y de bueno, elogiándolo sin el menor empeño de serle grato por medio de la lisonja.
Ella, entretanto, miraba en el alma del P. Enrique, y quería verla toda, como él veía la suya. Y notaba que era clara y transparente, como la mar que circunda a Andalucía, pero con un fondo de tal hondura, que a pesar de lo diáfano del agua y de la mucha luz del cielo que en ella penetra, iluminándola toda, la vista se desvanecía y se cegaba, y quedaba a inmensa distancia de los últimos senos y capas de ondas, hasta donde se fatigaba por sumergirse y calar.
Homilía
En vida tan apacible llegó, para doña Luz y para sus compañeros de tertulia, la primavera de 1861.
Durante la Cuaresma, el P. Enrique predicó varias veces, con mediano éxito, no sobrepujando la fama de los otros predicadores con quienes alternaba. El número de los fervientes admiradores del padre apenas se aumentaba con alguien que no fuese de la intimidad de D. Acisclo.
Aquel año, por lo mismo que su sobrino estaba en el lugar, D. Acisclo quiso echar el resto, en el Jueves Santo, y la cena algo profana, a que dio ocasión la salida en procesión de la Santa Cena, fue opípara y estruendosa.
Doña Luz estuvo amabilísima con todos, y doña Manolita muy alegre y chistosa.
No eran éstas, sin embargo, las reuniones que agradaban a doña Luz y a su amiga, sino las poco numerosas, familiares y frecuentes, donde ellas mismas incitaban a D. Anselmo para que provocase y contradijese al Padre, obligándole así a hablar sobre puntos de religión o de filosofía.
En no pocas ocasiones, el P. Enrique había lucido, en sentir de sus oyentes, una elocuencia conmovedora; pero jamás produjo tan honda impresión en los ánimos como la noche del Domingo de Resurrección.
Incitado D. Anselmo, después de otros menos importantes ataques, llegó a decir lo que sigue:
—Todo es hablar de caridad y devoción, pero, bien mirado, no se ve en vosotros sino egoísmo. No es la piedad, no es el amor a vuestros semejantes quien os mueve, sino el anhelo de la salvación propia y el miedo del infierno.
—Alambicando de esa suerte —contestó el padre Enrique—, no hay amor, por desinteresado que sea, cuya raíz no esté en el amor propio. Las palabras mismas lo declaran. ¿Qué es la compasión? No es más que cierta cualidad, en cuya virtud padece el alma cuando ve padecer a otra como si ella misma padeciera. Todo sacrificio, por consiguiente, que haga el alma compasiva, ya del reposo, ya de la vida corporal, ya de la hacienda, será considerado como egoísmo. El alma compasiva le hace para librarse de un padecimiento; para que el ajeno dolor no le duela como propio; para hallar para sí la paz y el bien que apetece. Todo acto de filantropía proviene de compasión: luego proviene del amor propio; luego nace del egoísmo. Lo más que los filántropos podréis decir en vuestro abono es que vuestro egoísmo es un egoísmo bien entendido, un egoísmo provechoso para todos.
—Ya lo ven ustedes, señores —replicó D. Anselmo—, el Padre, como no puede ni sabe defenderse, ataca; pero sus razones no tienen fuerza contra mí. Yo no vacilo en concederle que la virtud humana de la filantropía proviene de la compasión y es por lo tanto egoísmo; pero ¿la virtud divina de la caridad es menos egoísmo en su raíz y fundamento? A fin de no padecer viendo padecer a otro, hago yo, por ejemplo, un acto de filantropía: le hago para ponerme bien conmigo: soy, pues, egoísta; pero el que hace una obra de caridad, por amor de Dios, para ponerse bien con Dios, de quien toda su dicha depende ¿se muestra acaso menos interesado? Todavía se me antoja que vale más el filántropo que el caritativo, porque al cabo es más noble y más bella la condición natural del alma descreída que siente como propias las penas extrañas, y con el propósito de libertarse de estas penas obra el bien, que la condición algo sobrenatural del alma creyente que obra el bien por temor de castigo o con esperanza de galardón y de premio; y no ya por amor del ser miserable a quien socorre y ampara, sino por amor del ser poderoso de quien todo lo espera.
—Censurar que el alma busque siempre su bien, dijo entonces el Padre, sería tan absurdo como censurar que busquen los graves su centro. Ley es ésta indefectible, donde no hay libertad, donde no cabe ni mérito ni demérito. La voluntad va derecha a la beatitud, donde sólo puede aquietarse, como la piedra, desprendida de lo alto de la torre, cae sin detenerse hasta dar en el suelo; como la bala, disparada por certero tirador, vuela a clavarse en el blanco. Lo importante, lo libre, lo meritorio está en poner bien la mira, en buscar el supremo bien donde en realidad reside. Una vez señalado el bien, verdadero o engañoso, ¿quién no va a él por acto tan voluntario como necesario, ya que amar y apetecer el bien es la esencia misma de toda voluntad? El amor de sí propio es de necesidad; necesidad de quien ni el mismo Dios se sustrae.
—No niego yo que sea así. Convengo en todo, Padre. Pero ¿dónde está entonces la libertad, la responsabilidad de nuestros actos? No habrá pecados ni crímenes, sino errores. La inteligencia se engañará y presentará a la voluntad lo que es malo como bueno.
—Así sería, dijo el Padre, si fuese necesario todo error; pero el error no es necesario siempre. En el error puede haber libertad, y por consiguiente pecado. A veces las pasiones, que no queremos dominar, ofuscan el entendimiento y le llevan a que yerre; a veces el don sobrenatural de la gracia no acude a nosotros porque nos hacemos indignos de él, y entonces también se turba y se engaña el entendimiento. Pero no creo que disputamos hoy sobre el libre albedrío y la fatalidad, sino sobre si el alma al amar es desinteresada, porque busca su propio bien, aunque este propio bien estribe en el amor mismo.
—Así es —dijo doña Luz.
—Esa es la cuestión de hoy —añadió doña Manolita.
—Figurémonos —prosiguió el padre Enrique—, a un enamorado, a un caballero a la antigua, que por complacer a su dama, y para darle gloria y contento, padece insufribles trabajos, se expone a los mayores peligros y lleva a feliz término las más dificultosas aventuras. Figurémonos que todo esto lo hace por una dama de quien recela con razón que jamás será amado. Y figurémonos, por último, que todo lo hace por servirla y sin esperanza de recompensa. Todavía según el modo de discurrir de D. Anselmo, podremos tildar este amor de interesado, ya que el alma de aquel caballero halla deleite grandísimo en hacer cuanto hace por la dama, aunque la dama sea ingrata; o ya que, si no halla deleite, halla consolación, considerándose mil veces más infeliz si nada hiciese de lo que hace y si no diese de su amor tan valientes y generosas pruebas. Pero ¿qué mucho si el mismo amor mal pagado suele ser causa de ventura y de gozo íntimo para el amante que prefiere amar, aun sin correspondencia, a que se desprenda y aparte el amor de su alma, dejándola solitaria, seca y vacía? Queda, pues, demostrado así que todo es egoísmo, si bien es fuerza convenir en que hay egoísmos sublimes y merecedores de perpetua alabanza.
—Acepto —replicó don Anselmo—, el ejemplo de esa dama y de ese caballero andante de los buenos tiempos antiguos que el P. Enrique nos presenta; pero dudo mucho de que el caballero haga sus proezas con la esperanza de galardón ya perdida. La misma alta opinión en que tiene a la señora de sus pensamientos le persuade de que no ha de ser ingrata. El caballero se aventura, pues, y se afana interesadamente, esperando galardón; pero, supuesto el caso extraño de que no le esperase, ya no podría equipararse con el cristiano caritativo, en quien jamás ha de suponerse que la esperanza fallezca. En el concepto que tiene de su Dios va implícita la idea de su bondad, de su omnipotencia y de su justicia, y en ellas libra la seguridad de la paga. Vuelvo, pues, a mi tema. Toda virtud mundana será egoísmo; pero lo es más la caridad, ya que se funda en firme creencia y en esperanza clara y evidente de que será recompensada. A pesar de todo, no desdeñaría yo esta virtud, y juzgaría soberanamente benéficas la esperanza y la fe de que procede, si no dejara nunca de ser, aunque por fines interesados y egoístas, causa de buenas obras; pero la caridad tiene un camino, cuando se extrema, para lograr su objeto, no ya sirviendo, sino olvidando, desdeñando y menospreciando al prójimo y a cuantos seres hay en este universo visible. El alma que se retira dentro de sí, que se hunde en el abismo insondable de su propia esencia, donde se une o cree unirse con su Dios, ¿qué vale a los hombres? ¿Qué amor les consagra? ¿Qué criatura terrenal podrá existir por cuya suerte se interese? El alma que así se endiosa, encastillada en su recogimiento soberano, lo desdeña todo, menos su propio centro, donde vive identificada con el eterno amante a quien adora y de quien recibe bienaventuranza completa.
Con dulzura insinuante y con el reposo debido, a fin de hacerse entender bien y de poner en sus ideas orden y claridad, contestó entonces el P. Enrique a los argumentos de D. Anselmo; mas, a pesar del dominio que tenía sobre sí y sobre su palabra, la emoción que embargaba su ánimo venía a revelarse en su acento, en el brillo de sus ojos y en el encendido color de sus mejillas, pálidas de ordinario. Todo ello contribuía a infundir en el razonamiento que hizo aquella singular persuasión que cautiva los corazones y somete a blando yugo las más soberbias y rebeldes inteligencias.
¿Cómo reproducir, sin alterarle o sin debilitar su energía y empañar su esplendor celestial, el sencillo e inspirado discurso que entonces pronunció el Padre Enrique?
Lo que atine a poner aquí el profano, frío, escéptico y pobre narrador de esta historia, no debe mirarse, cuando más, sino como informe bosquejo de lo que dijo aquel hombre entusiasta y creyente. El P. Enrique dijo así:
—A fin de dar cumplida contestación a los argumentos de D. Anselmo sería menester desenvolver ahora las doctrinas todas de una altísima ciencia. Lo que diga yo, por lo tanto, en breves palabras, no puede menos de ser desordenado y de pareceros oscuro. Voy a poner en cifra y resumen lo que requiere, para que se entienda bien, severo método y reposo. Supongamos, por un instante, que abstraída el alma de todo lo terreno, en suspensión de potencias y sentidos, en silencio maravilloso y quietud envidiable, goza del supremo bien, sin salir de esta vida mortal, y absorta y como hundida en la contemplación de su Creador, no cuida ya del prójimo ni de las otras criaturas. Pero antes de alcanzar tanta dicha, antes de subir a tanta alteza, ¿qué pruebas de bondad no habrá dado el alma? ¿Por qué áspera senda no habrá tenido que trepar, activa, atenta y persistente? Para ganarse la voluntad de su Creador habrá hecho obras de misericordia, consolando y amparando a los infelices y desvalidos, y con sus oraciones y penitencias, humildad y mansedumbre, habrá sido pasmoso ejemplo y provechoso estímulo a todo ser humano. No se conquista de otra suerte el amor de Dios. No hay otra vía más cómoda y llana para llegar a él. Claro está, pues, que, aun suponiendo que el alma es ya inútil para las otras almas al llegar a ese término, es utilísima mientras no llega. Y no obstante, cuando el alma llega, cuando se recoge en su centro, donde Dios mora, y allí le conoce y con él se une, ¿cómo imaginar que por eso se aniquila o se hace inútil? Tal vez, al anegarse en aquel abismo de luz, no ve sino tinieblas. Tal vez los ojos del alma no pueden resistir tanto resplandor. Tal vez la inteligencia limitada no comprende aquellas perfecciones infinitas e inenarrables. Pero si la inteligencia, en el alma que llega a Dios, no ve ni comprende todo su ser, bástale con percibir algún atributo para no quedar perdida y aniquilada en su ventura. Bástele ver a Dios, para ver en Dios el mundo y las criaturas que le llenan y hermosean, y para verlo todo, por más cabal y comprensiva manera que cuando lo veía con sólo los sentidos como apariencias fugitivas que los hieren. El alma ve entonces las cosas tales como son y no tales como aparecen; las ve, no en su manifestación transitoria, sino en su idea pura y eterna; no ya en lucha constante, desligadas, sin concierto, en guerra de exterminio, sino que las ve atadas por lazo de amor, subiendo en concorde armonía hacia la luz y hacia el bien, y encaminándose, por atracción suave y divina, a la justificación providencial de todo. Y como el alma ama a Dios y todo está en Dios, el alma lo ama todo amándole. Y lo ama todo, no ya interesadamente, como lo amaba antes, sino con desinterés, porque quien tiene a Dios ¿qué más quiere ni desea? Así el alma ama a las criaturas como Dios las ama, y quiere que todas se vuelvan a Dios y le amen, y que el tesoro del amor divino sea para todas ellas. Y entonces el amor del alma, conforme, identificado con la voluntad de Dios, abarca el universo y cuanta hermosura espiritual y corporal en sí contiene. Y lejos de quedar el alma, al unirse con Dios, inerte y como vacía y sin conciencia, logra conciencia más clara y distinta, y arde en amor más vivo que todos los amores mundanales. Y no hay excelencia en lo creado, cuyo valer no estime y pondere en lo justo; ni beldad en quien sin concupiscencia no se complazca, porque tiene ya hartura y plenitud de deleites purísimos; ni riquezas que no mire sin codicia, porque está agraciada y como heredada de los más preciosos dones; y ama sin celos al amor que da Dios a las criaturas, por que las comprende en su mente e imagina que todo el amor que vierte Dios en ellas, le recibe y le guarda para sí propia. ¿De qué sacrificio, de qué obra estupenda de caridad, de qué proeza de amor, de qué devoción, abnegación y martirio no será capaz el alma unida con Dios, y que se vuelve a las criaturas, y las contempla en Dios mismo, como si fuesen algo del ser y de la sustancia del objeto amado? Lejos, pues, de creer que esta unión del alma con Dios la hace inerte e inútil para los demás seres, creo que la habilita y alienta para tomar en el manantial caudaloso del amor del cielo los torrentes de caridad que vierte luego en la tierra. Porque, como el Verbo, que es Dios, dio su vida mortal y humana por la salud de los hombres, el alma, si se une con Dios, adquiere la virtud divina para arrostrar y sufrir por los hombres los tormentos y la muerte, imitando a Cristo, que es el Dios a quien se une.