Read Las corrientes del espacio Online
Authors: Isaac Asimov
Las corrientes del espacio es una novela escrita en 1952 por el autor estadounidense de ciencia ficción Isaac Asimov. Es el segundo libro del Tríptico del Imperio Galáctico, que a su vez es la segunda parte de la Saga de la Fundación. El Tríptico del Imperio está ubicado en la época de la Segunda Oleada de Colonización, que avanzó más allá de los Mundos Espaciales, colonizando numerosos planetas de la Vía Láctea. Cada uno de los 3 libros del Tríptico está conectado a los otros libros, que están separados por un golfo limpiamente grande de siglos.
Isaac Asimov
Las corrientes del espacio
ePUB v2.0
adruki27.11.11
Título original:
The currents of space
Isaac Asimov, 1952.
Traducción: Manuel Bosch Barrett
Diseño/retoque portada: Editorial Debolsillo/adruki
Editor original: adruki (v1.0 a v2.0)
Corrección de erratas: atramentum
ePub base v2.0
Para David
que tardó en venir,
pero valía la pena esperarle.
El hombre de Tierra tomó una decisión. Había sido lento en tomarla y desarrollarla, pero por fin llegó.
Habían transcurrido ya semanas desde que sintió por última vez la reconfortante cubierta de su nave y el frío y negro manto del espacio que la envolvía. Inicialmente había tenido intención de hacer un rápido informe a la oficina central del Centro Analítico del Espacio Interestelar y retirarse rápidamente al espacio, pero había sido retenido allá.
Era casi como una prisión. Se sirvió el té y miró al hombre que tenía delante por encima de la mesa.
—No voy a quedarme más tiempo —dijo.
El otro tomó también su decisión. Había sido lento en tomarla y desarrollarla, pero por fin llegó. Necesitaría tiempo, mucho más tiempo. La respuesta a las primeras cartas había sido nula. Por el resultado obtenido lo mismo hubieran podido caer en una estrella.
No dieron ni mejor ni peor resultado del que esperaba, pero era sólo el primer movimiento.
Era indudable que mientras se produjesen los siguientes no podía permitir que el hombre de Tierra se pusiese fuera de su alcance. Acarició la regla negra que llevaba en el bolsillo.
—No aprecias lo delicado del problema —dijo.
—¿Qué delicadeza puede haber en la destrucción de un planeta? —dijo el hombre de Tierra—. Quiero que radies los detalles de todo esto a Sark; a todo el mundo del planeta.
—No podemos hacer eso. Ya sabes que significaría el pánico.
—Al principio dijiste que lo harías.
—Lo he pensado mejor y no es práctico.
—El representante del CAEI no ha llegado —dijo el hombre de Tierra volviendo a su segunda preocupación.
—Lo sé. Están preparando el procedimiento indicado para estos momentos críticos. Un día o dos.
—¡Otro día o dos! ¡Siempre un día o dos! ¿Tan ocupados están que no pueden dedicarme un momento? ¡Ni siquiera han visto mis cálculos!
—Me he ofrecido a llevárselos y no quieres.
—Sigo sin querer. O vienen ellos a mí o voy yo a ellos. ¡Me parece que no me crees! —añadió violentamente—. ¿No crees que Florina será destruida?
—Te creo.
—No. Sé que no. Veo que no. Me estás adulando. No puedes comprender mis datos. No eres un analista espacial. No creo que seas siquiera lo que dices ser. ¿Quién eres?
—Te estás excitando.
—Sí, es verdad. ¿Es acaso sorprendente? ¿O es que estás pensando: «Pobre hombre, el espacio ha podido con él...»? Crees que estoy loco.
—¡Qué tontería!
—¡Seguro, lo crees! Por eso quiero ver a los del CAEI. Sabrán si estoy loco o no. Lo sabrán...
El otro le recordó su decisión.
—Ahora no te sientes bien —le dijo—. Voy a ayudarte.
—¡No! —exclamó el hombre de Tierra histéricamente—. ¡Porque voy a marcharme! Si quieres detenerme, mátame. Pero no te atreverás. La sangre de la población de un mundo entero caería sobre tus manos si me matases.
El otro empezó a gritar también para hacerse oír.
—¡No te mataré! ¡Escúchame, no te mataré! ¡No hay necesidad de matarte!
—¿Me vas a atar? —preguntó el hombre de Tierra ¿Me vas a mantener aquí? ¿Es esto lo que piensas? ¿Y qué harán cuando el CAEI empiece a buscarme? Tengo que mandar informes regularmente, ya lo sabes.
—El Centro sabe que conmigo están seguros.
—¿Sí? No sé si saben siquiera que he llegado al planeta. ¡Habrán recibido mi mensaje original!
El hombre de Tierra estaba agitado.
Sentía sus miembros rígidos. El otro se levantó. Veía claramente que ya era hora de tomar su decisión. Avanzó lentamente hacia la larga mesa donde estaba sentado el hombre de Tierra. Sacó su negra regla del bolsillo y con voz suave, dijo:
—Será por tu propio bien.
—Es una prueba psíquica —graznó el hombre de Tierra con voz turbada. Trató de levantarse pero sus brazos y piernas apenas temblaban.
—¡Drogado! —dijo entre sus dientes, que castañeaban.
—¡Drogado! —asintió el otro—. Ahora escucha. No te haré daño. Te es difícil entender la verdadera delicadeza del asunto mientras estás tan excitado. Te quitaré sólo la excitación. Sólo la excitación.
El hombre de Tierra no podía ya hablar. Permanecía sentado allí. Sólo podía pensar de una manera turbia,
Gran Espacio, me han drogado...
Quería gritar, chillar, correr, pero no podía. El otro estaba delante de él, mirándole.
El hombre de Tierra levantó la vista. Sus ojos podían moverse todavía.
La prueba psíquica era de autocontención. Los alambres tenían que quedar simplemente fijados en los lugares apropiados del cráneo. El hombre de Tierra miraba, presa de pánico, hasta que los músculos de sus ojos se helaron. No sintió el pinchazo cuando las delgadas agujas atravesaron piel y carne para ponerse en contacto con las suturas de los huesos de su cráneo.
En el silencio de su cerebro gritaba, gritaba...
¡No, no puedes comprenderlo! Es un planeta lleno de gente. No puedes correr riesgos con centenares de millones de seres vivos...
Las palabras de su interlocutor llegaban a él tenues y lejanas, como oídas a través de un túnel azotado por el viento.
—No te haré daño. Dentro de una hora te encontrarás bien, realmente bien. Te reirás de todo esto conmigo.
El hombre de Tierra sintió una tenue vibración en su cráneo, y después también eso se desvaneció.
La oscuridad se espesó a su alrededor. Una parte de ella no volvió a levantarse jamás. Incluso las partes más leves necesitaron un año para recuperarse.
Rik dejó a un lado su alimentador y se puso en pie de un salto. Temblaba con tanta fuerza que tuvo que apoyarse contra la desnuda pared de un blanco de leche.
—¡Recuerdo! —gritó.
Todos le miraron y el confuso murmullo de los hombres comiendo se desvaneció. Los ojos de todos los rostros diferentemente afeitados o indiferentemente imberbes se fijaron en los suyos bajo la imperfecta luz blanca de las paredes. Los ojos no reflejaban mucho interés, sino sólo la atención refleja atraída por el inesperado grito.
—¡Recuerdo mi trabajo! ¡Tengo un trabajo! —gritó Rik nuevamente.
—¡Cállate! —gritó alguien. Y alguien más añadió:
—¡Siéntate!
Los rostros se apartaron y el murmullo de las conversaciones se reanudó. Rik miró sin expresión hacia la mesa y oyó la observación: «Rik está loco», y vio los hombros encogerse. Vio un dedo dibujar una espiral en la sien de uno de ellos. Pero todo aquello no quería decir nada para él. Nada llegó a su cerebro.
Volvió a sentarse lentamente. De nuevo cogió su alimentador, una especie de cuchara de bordes agudos y pequeñas puntas que se proyectaban desde la curva delantera del fondo y que podía, por lo tanto, con la misma perfección cortar, vaciar o pinchar. Para un obrero de los molinos bastaba. Le dio media vuelta y miró sin verlo el número grabado en el mango. No tenía por qué mirarlo. Lo sabía de memoria. Todos los demás tenían número de registro, como él, pero los demás tenían nombre además. El no. Le llamaban Rik porque recordaba el ruido que producían los molinos, y a menudo le llamaban también «Rik el Loco».
Pero quizás ahora iría recordando más y más. Era la primera vez desde que había venido al molino que había recordado algo anterior al principio. ¡Si pensase con fuerza...! ¡Si pensase con todo su pensamiento!
Al principio no tenía apetito; no tenía el menor apetito. Con un gesto arrojó su tenedor al montón de carne gelatinosa y legumbres que tenía delante, apartó el plato y ocultó sus ojos en la palma de las manos. Sus dedos se hundieron en la cabellera y trató dolorosamente de seguir el rastro de su pensamiento en el pozo del cual había extraído una sola idea; una idea fangosa, indescifrable.
Después rompió en lágrimas, en el momento en que la campana anunciaba el final de la rápida comida.
Cuando aquella tarde salió del molino vio a Valona March delante de él. Al principio apenas si la advirtió, por lo menos individualmente. Sólo se dio cuenta cuando oyó unos pasos acompasándose con los suyos. Se detuvo y la miró. Su cabello era entre rubio y castaño y lo llevaba peinado en dos grandes trenzas que sujetaba con agujas consistentes en pequeñas piedras verdes magnetizadas. Eran agujas baratas y tenían un aspecto bastante deteriorado. Llevaba un simple traje de algodón que era todo lo que necesitaba en aquel clima suave, como Rik no necesitaba tampoco más que una camisa abierta y sin mangas y unos pantalones de algodón.
—He oído decir que había pasado algo durante el almuerzo —dijo ella.
Tenía la voz vibrante y campesina que era de esperar en ella. La voz de Rik era ligeramente nasal y acentuaba las vocales. Se reían de él por este defecto y trataban de imitarlo, pero Valona le decía que aquello era debido a la ignorancia general.
—No ha pasado nada, Valona —murmuró Rik.
—He oído decir que habías dicho que recordabas algo —insistió ella—. ¿Es verdad, Rik?
También ella le llamaba Rik. No había otra manera de llamarle. Él mismo no podía recordar su verdadero nombre. Bastante lo había intentado desesperadamente, ayudado por Valona. Un día Valona había encontrado una vieja lista de teléfonos y le había leído los primeros nombres. Ninguno le había parecido conocido. La miró fijamente a la cara y dijo:
—Tendré que dejar el molino.
Valona frunció el ceño y su rostro ancho y protuberante en los pómulos pareció turbado.
—No creo que puedas. No estaría bien.
—Tengo que averiguar algo más.
—No creo que lo consigas —dijo Valona lamiéndose los labios.
Rik se volvió. Conocía la preocupación de Valona por ser sincera. Le había conseguido el empleo en el molino, en primer lugar. No tenía ninguna experiencia en la maquinaria de un molino; o quizá la tenía, pero no la recordaba. En todo caso, Lona había insistido en que era demasiado pequeño para un trabajo manual y habían aceptado darle un empleo técnico sin cargo. Antes, durante los días de pesadilla en que apenas podía producir sonidos y no sabía siquiera para qué era la comida, ella le había cuidado y alimentado. Le había mantenido en vida.
—Tengo que hacerlo —insistió él.
—¿Otra vez las jaquecas, Rik?