En los días, no obstante, a que hemos traído nuestra narración, la tristeza de doña Luz se modificó visiblemente. Se hizo más tierna y más expansiva.
Doña Luz no se limitaba a recibir a su amiga cuando ésta iba a verla, sino que a menudo la mandaba llamar.
Lloraba, suspiraba más, pero estaba menos sombría. A veces cruzaba una dulce sonrisa por entre sus lágrimas, como rayo de sol entre nubes.
Una mañana, por último, doña Luz escribió a doña Manolita el siguiente billete:
«Querida amiga mía: No puedo callar más tiempo. Mi infortunio me ahoga, me mata, y quiero vivir. Soy muy desgraciada y hay una esperanza que me sonríe. Necesito conservar la vida. Temo que este oculto dolor me asesine. Es menester que te le confiese; que me desahogue contigo; que tu compasión y tu amistad me salven. Ven a verme al punto. Te quiere tu Luz».
No hay que decir que doña Manolita estuvo a los pocos minutos en el cuarto de doña Luz, la cual se echó en sus brazos, llorando con mucha ternura y besándola y llamándola su único consuelo.
—Todo lo vas a saber —le dijo—. Me moriría si no me consolase diciéndotelo. Tú eres buena y sigilosa. ¿Prometes callarte?
—Lo prometo —contestó la hija del médico.
—Ni a Pepe Güeto, ¿entiendes? Ni a Pepe Güeto dirás nada.
—No diré nada ni a Pepe Güeto.
—Pues bien —exclamó doña Luz en voz muy baja, pero con extraordinaria vehemencia—, la causa de mi mal es que he descubierto, a los quince días de casada, que el hombre que yo imaginé tan noble, tan generoso, tan enamorado de mí, tan digno en todos conceptos de que yo le amara, y a quien di mi corazón y mi mano, y a quien entregué mi ser y mi vida, es un miserable sin alma.
—¿Estás loca, Luz? ¿Qué motivos tienes para decir palabras tan espantosas?
—¿Qué motivos tengo? Mi padre, sin querer, me lo ha revelado todo en la carta que me entregó D. Acisclo. ¡Fue notable exceso de precaución!
Y doña Luz empezó a reír con la risa nerviosa que tuvo cuando el ataque.
—Vamos, cálmate, vida mía. Cálmate y habla con reposo —dijo doña Manolita.
Doña Luz logró tranquilizarse y continuó hablando:
—Por temor de que, en el caso de que la condesa de Fajalauza me dejase por heredera, D. Gregorio no cumpliese bien su comisión, mi padre, que toda su vida fue descuidadísimo, quiso en esta sola ocasión pecar de cuidadoso. Mi padre confió, quizá también por vanidad, toda la historia de sus amores a un antiguo amigo suyo, le entregó papeles que podían obligar y comprometer a D. Gregorio, si éste no se conducía bien como fideicomisario, y le encargó que lo callase y reservase todo como no fuera menester descubrirlo en su día. Para el caso de que muriese este amigo de mi padre antes de la muerte de la Condesa, tuvo autorización dicho amigo de confiar a su hijo el secreto y de transmitirle la comisión. Dicho amigo se llamaba D. Diego Pimentel. Su hijo es mi marido D. Jaime. Muchos años hacía que él sabía que yo podía ser poderosa, pero no le bastó conocer la posibilidad. Necesitó de la certidumbre para enamorarse de mí. Sin la certidumbre, jamás le hubiera yo dado
flechazo
. ¿Te acuerdas cuando tú me decías que le había yo dado
flechazo
? Ya sabes cuál fue la flecha de oro de que se valió amor para hacer tamaño prodigio. Don Jaime no tuvo necesidad de verme para sentirse atravesado de la flecha. Ya la traía en el corazón cuando vino de Madrid, con pretexto de visitar a sus electores. Ya sabía él la muerte del Conde y que la Condesa estaba moribunda. Mientras vivía el Conde, mientras la condesa pudo morir antes de que el Conde muriese, se guardó bien don Jaime de enamorarse de mí. Mira, pues, en lo que viene a parar todo el poema de amor que yo había compuesto. El amor desinteresadísimo que en don Jaime me enamoró, fue un cálculo seguro de alzarse sin trabajo con diez y siete millones. Don Jaime calculó bien, y no quiso aventurar nada. Me ha engañado vilmente, porque tampoco creyó tan precavido a mi padre para que me hubiese escrito la carta que me entregó D. Acisclo. Don Jaime presumía ¿qué digo presumía? juzgaba tener seguridad de que yo no sabría jamás que él estaba en el secreto de mi herencia. Ahora mi amor se ha convertido en odio y en desprecio. Y no le desprecio y le odio a él sólo, sino también al amor liviano que logró inspirarme. ¿Por qué me enamoré de él? ¿Por qué cedí tan pronto? Por vanidad de creerme amada; por ligereza; por deslumbrarme como una rústica lugareña de sus cortesanas elegancias. Apenas vale el amor que le tuve un quilate más que el amor que él fingía tenerme. No; no se fundó mi amor en la estimación de las prendas de su alma que yo desconocía, sino en vana soberbia satisfecha, y en ciegos instintos, en groseros estímulos acaso, al verle gallardo y bello de cuerpo. Me avergüenzo de haber sido suya, y de la inclinación que me llevó a ser suya. La estancia en que le recibí en mis brazos, después de las bendiciones nupciales, me causa ahora rubor, como al afrentado le causa rubor el sitio en que sufrió la afrenta. La explicación que tuve con él, cuando él volvió de Madrid y yo le rechacé al ir él a abrazarme, fue horrible… horrible… Sus infames disculpas, sus burlas cínicas cuando le arranqué la máscara, el desdén con que me dijo que yo no sabía vivir y que me había forjado del mundo una idea fantástica, y la insolencia con que acabó por calificarme de loca y de insensata, me han afirmado en mi decidido propósito de una eterna separación. Al morir a manos del desengaño este amor efímero, al convertirse en hiel esta liviandad legalizada y consagrada que me echó en brazos de D. Jaime, ha revivido en mí otro amor espiritual y con objeto digno; otro amor, de que yo neciamente me sonrojaba; otro amor que he querido ahogar, que he querido ocultarme a mí propia, y que ahora reaparece inmaculado y puro, aunque sin esperanza en esta vida. Por esto he deseado la muerte. ¡Qué diferencia, Manuela! Aquél… ¿no lo sabes?… aquél murió de amor por mí. Para éste soy un juguete, medio de poseer una fortuna. Este no comprende siquiera el amor. Le escarnece. Me ha llamado necia y disparatada porque me pesaba de que no me amase de amor cuando se casó conmigo; porque le dije que ha profanado y envilecido mi amor haciéndomele sentir sin él sentirle. ¿Te parece todo esto pequeño motivo para mi desesperación?
Doña Manolita estaba atolondrada, llena de dolor al ver tan infeliz a su amiga, pero sin saber qué decirle.
Doña Manolita suspiraba, acariciaba a doña Luz, la miraba compasiva, la escuchaba muy atenta, y se callaba.
Por último, se le ocurrió decir:
—Pero ¿qué desesperación es la tuya? ¿No ponías en tu billete que deseabas la vida? ¿No me hablabas de una esperanza?
—Sí: la tengo —contestó doña Luz—. Por ella, sólo por ella no me he muerto.
Y asiendo doña Luz ambas manos de doña Manolita, las puso sobre su regazo, reteniéndolas allí por algunos instantes.
—¿Lo has sentido? ¿Lo has sentido? —exclamó entonces doña Luz—. Salta en mi seno. Vive en mis entrañas. Yo viviré por él y para él. No quiero creer que una material impresión haya dejado aquí la imagen del hombre que desprecio. Mi espíritu concibe este ser. Mi pensamiento y mi voluntad, durante largos meses, le han prestado y le prestarán forma, y le han dado y le darán alma semejante a la de aquel que me la dio toda. En los besos que estampé en su noble rostro, cuando moría, hubo más verdadero amor que en todos los abrazos que al otro prodigué alucinada.
De esta suerte, doña Luz hizo a su amiga sus más íntimas confidencias.
Hasta hoy, doña Luz cumple su propósito.
No ha vuelto, y bien se puede afirmar que no volverá nunca, a reunirse con D. Jaime.
Doña Luz sigue viviendo en Villafría, muy retirada de todo trato y conversación.
Mientras su marido brilla sobremanera en la corte, ella cuida de un hijo muy hermoso y muy inteligente que Dios le ha dado, y cuyo nombre de pila es Enrique.
FIN
Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 18 de octubre de 1824 - Madrid, 18 de abril de 1905) fue un diplomático, político y escritor español.
Hijo de José Valera y Viaña y de Dolores Alcalá-Galiano, marquesa de la Paniega. Estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada en 1841. Luego inició estudios de Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada. Empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador y poeta Ángel de Saavedra, Duque de Rivas; allí estuvo dos años y medio aprendiendo griego y entablando una amistad profunda con Lucía Paladí, marquesa de Bedmar, «La Dama Griega» o «La Muerta», como gustaba de llamarla, a quien quiso mucho y que le marcó enormemente. Después, distintos destinos lo llevaron a viajar por buena parte de Europa y América: Dresde, San Petersburgo, Lisboa, Río de Janeiro, Nápoles, Washington, París, Bruselas y Viena. De todos estos viajes dejó constancia en un entretenido epistolario excepcionalmente bien escrito e inmediatamente publicado sin su conocimiento en España, lo que le molestó bastante, pues no ahorraba datos sobre sus múltiples aventuras amorosas. Fue especialmente importante su enamoramiento de la actriz Magdalena Brohan.
En 1858 se jubiló y decidió establecerse en Madrid, donde inició una desganada carrera política: fue diputado por Archidona, oficial de la secretaría de estado, subsecretario y ministro de Instrucción Pública con Amadeo de Saboya. En 1860 explicó en el Ateneo de Madrid la Historia crítica de nuestra poesía con un éxito inmenso. En 1861 se casó en París con Dolores Delavat. Le eligieron miembro de la Real Academia Española en 1862. Fue embajador en Lisboa, Bruselas, Viena y Washington; en esta última ciudad mantuvo una relación amorosa con la hija del secretario de estado estadounidense, Katherine C. Bayard, que acabó suicidándose. Durante sus últimos años, aquejado de ceguera, mantuvo una famosa tertulia nocturna en su casa de Madrid a la que acudían entre otros Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Pérez de Ayala.
Colaboró en diversas revistas desde que como estudiante lo hiciera en La Alhambra. Fue director de una serie de periódicos y revistas, fundó El Cócora y El Contemporáneo y escribió en Revista de Ambos Mundos, Revista Peninsular, El Estado, La América, El Mundo Pintoresco, La Malva, La Esperanza, El Pensamiento Español y otras muchas revistas. Fue diputado a Cortes, secretario del Congreso y se dedicó al mismo tiempo a la literatura y a la crítica literaria. Perteneció a la época del Romanticismo, pero nunca fue un hombre ni un escritor romántico, sino un epicúreo andaluz, culto, irónico y amante del sexo.
Amplió largamente su cultura mediante los viajes y un estudio constante. El hispanista y literato Gerald Brenan asegura que fue el mejor crítico literario del siglo XIX después de Menéndez Pelayo; actuó siempre por encima y al margen de las modas literarias de su tiempo, rigiéndose por unos principios estéticos generales de sesgo idealista. Fue uno de los españoles más cultos de su época, propietario de una portentosa memoria y con un gran conocimiento de los clásicos grecolatinos; además, hablaba, leía y escribía el francés, el italiano, el inglés y el alemán. Tuvo fama de epicúreo, elegante y de buen gusto en su vida y en sus obras, y fue un literato muy admirado como ameno estilista y por su talento para delinear la psicología de sus personajes, en especial los femeninos; cultivó en ensayo, la crítica literaria, el relato corto, la novela, la historia (el volumen VI de la Historia general de España de Modesto Lafuente y algunos artículos) y la poesía; le declararon su admiración escritores como José Martínez Ruiz, Eugenio D'Ors y los modernistas (una crítica suya presentó a los españoles la verdadera dimensión y méritos de la obra de Rubén Darío).
Ideológicamente, era un liberal moderado, tolerante y elegantemente escéptico en cuanto a lo religioso, lo que explicaría el enfoque de algunas de sus novelas, la más famosa de las cuales continúa siendo Pepita Jiménez (1874), publicada inicialmente por entregas en la «Revista de España», traducida a diez lenguas en su época y que vendió más de 100.000 ejemplares; el gran compositor Isaac Albéniz hizo una ópera del mismo título.
Fue tío del escultor Lorenzo Coullaut Valera, que precisamente sería el encargado de realizar el monumento que se le dedicó en el Paseo de Recoletos de Madrid.
Cultivó diferentes géneros. Como novelista, fueron dos sus ideas fundamentales:
* La novela debe reflejar la vida, pero de una manera idealizada y embellecida. Es realista porque rechaza los excesos de fantasía y sentimentalismo y porque escoge ambientes precisos, pero a la vez procura eliminar los aspectos penosos y crudos de la realidad. La diferencia con Galdós es evidente, ya que éste considera que la novela tiene que ser fiel reflejo de la realidad.
* La novela es arte, su fin es la creación de la belleza. De ahí que cuide tanto el estilo. Éste se caracteriza por su corrección, precisión, sencillez y armonía.
Se pueden reducir a dos los temas fundamentales de sus obras: los conflictos amorosos y los religiosos.
Cultivó todos los géneros literario: epistolar, periodístico, crítica literaria, poesía, teatro, cuento y novela. Sus obras completas alcanzan los 46 volúmenes.