Doña Luz (16 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Doña Luz
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En cuanto a que ella se casaba por deseo de ir a figurar en Madrid, doña Luz reía desdeñosamente al oírlo. Doña Luz tenía resuelto no ir a Madrid mientras pudiera no ir: quedarse en Villafría viviendo en su casa solariega; tener allí su centro, su cuartel general, su nido; cuidar desde allí de sus bienes e irlos mejorando y aumentando; ahogar en su alma toda propensión celosa; y, no ya consentir, sino impulsar a su marido a que fuese él solo a la capital, a brillar en el Congreso de Diputados, en las luchas políticas y en los negocios militares. Doña Luz quería imitar en esto a Vitoria Colonna, y esperar a su héroe, a su sol, a su amante, cuando viniese a reposar en aquel rústico asilo, que el amor de ella había de colmar de hechizos y de deleite. No quería, en suma, ser para él carga gravosa en Madrid, sino descanso, refugio, consolación santa y dulce, en aquella aldea.

En sus amorosos coloquios con D. Jaime, doña Luz desenvolvía todo su plan. Quería para él gloria, poder, influjo en la corte, y esto entreverado de una serie de idilios en Villafría, donde ella había de aguardarle, como Armida benéfica, cada vez que viniese él a reposar en sus brazos, cubierto de frescos laureles. Don Jaime pugnaba porque doña Luz había de ir a Madrid con él; pero doña Luz lo repugnaba con tamaña obstinación, que D. Jaime tuvo que transigir, concertando que por lo pronto, esto es, mientras no fuesen ambos mucho más ricos, doña Luz continuaría residiendo en Villafría.

Todo esto era tan poético que de fijo que el lector, pues lo sabe, no ha de censurar a doña Luz como la censuraban las gentes de su lugar, sino, en todo caso, por lo contrario: por sobrado rara y soberbia; porque prefería vivir muchos meses del año separada de su marido a ser en Madrid causa perpetua de dificultades prosaicas y económicas, bastantes a dar muerte al amor más robusto.

Doña Luz, trazado así con firmeza y por su propia mano el porvenir de su vida, no veía en su alma sino motivos de satisfacción y de contento. Su ser íntimo florecía. El dulce anhelo de ser esposa y madre la conmovía con presentimientos de inefable ternura. Una claridad interior iluminaba su mente, beatificándola; y parecía que, trasminando a lo exterior, irradiaba en su semblante y prestaba a su hermosísimo cuerpo mayor beldad que nunca. Así como los campos se cubren de lozanía al llegar la primavera, así como el cielo se tiñe de púrpura y oro cuando el sol va a salir, así doña Luz se mostraba entonces más gallarda y refulgente.

Su alegría era tan noble, tan generosa y tan confiada, y la expresión divina que esta alegría prestaba a su figura gentil era de tal suerte simpática, que la censura quedaba desarmada al cabo, y al mirarla, tenían que bendecirla todos los hombres.

En su ánimo era casi todo luminoso y alegre. Sólo quedaba, allá en lo más hondo, un pequeño rincón, donde no penetraba bien la luz, y donde, de cierta manera confusa, había como un germen, como una semilla apenas perceptible de disgusto y de intranquilidad. Doña Luz, sin darse bien cuenta de ello, por instinto salvador, trataba de arrancar aquella semilla, de ahogar aquel germen, a fin de que no brotase de él la hierba ponzoñosa.

Doña Luz pensaba en sus anómalas relaciones con el P. Enrique; en aquella amistad vivísima, en aquel afecto que siempre le había mostrado. Claro está que para doña Luz aquello no podía tener ni remotamente nada de común con el amor. Mas, por lo mismo, su afecto hacia el Padre debía permanecer, y las demostraciones de este afecto no debían cesar ni mitigarse, so pena de que ella se inclinara a creer que eran de la propia esencia que lo que daba de su alma al esposo futuro; que había procedido como veleidosa e inconstante; que había puesto en uno, no lo libre, lo intacto, lo jamás dado a nadie, que atesoraba solícito su corazón, sino algo o mucho de lo que había antes dado a otro y quitádoselo luego.

Así, pues, doña Luz se esforzó, aunque en balde, por estar como siempre de afable y cariñosa con el P. Enrique. Y, como viese que no podía, como viese que del tocarse su alma con la del Padre, ya por la palabra, ya por la mirada, cuando antes parecía que brotaban calor y magnética lumbre, entonces se formaba hielo, se lo explicó suponiendo que no hay brío ni vigor en los corazones humanos para varios afectos, y que, donde uno impera, los otros caen y desmayan, aunque sean de muy distinta condición y naturaleza.

El alma del Padre continuaba siempre para doña Luz clara, diáfana e impenetrable, como la mar profunda que ciñe y abraza las costas andaluzas. El sol atraviesa muchas capas de agua y todo lo llena de claridad; pero, allá en lo más hondo, se pierde y ofusca la mirada, entre iris, reflejos, tornasoles y relámpagos argentinos, y nada se distingue con exactitud y fijeza. El Padre no había cambiado, en apariencia al menos. La misma serenidad, la misma dulzura de siempre. No se alteraba su voz al hablar de D. Jaime ni con D. Jaime. Al hablar con doña Luz, mostraba el Padre la antigua afectuosa benevolencia. Ni una palabra donde ni remotamente se sintiese una punta de ironía, de pique o de despecho.

«O el Padre tiene sobre sí propio un dominio inverosímil —pensaba doña Luz—, o no me ha amado jamás. Sería de ver que la sospecha de Manuela, que yo oí como injuria llena de maliciosa villanía, hubiese sido en el fondo una creación ridícula de mi vanidad, que, profundizando bien el asunto, me halagaba en vez de enojarme. No; no cabe duda: el bueno del P. Enrique me estima; me tiene en alto concepto, merced a su mucha indulgencia; me quiere como a prójimo predilecto; pero todo lo demás es sueño absurdo; es presumida imaginación mía. Y más vale así».

Y al terminar doña Luz con estas palabras, suspiraba para desahogarse, como quien se quita grave peso de encima.

En otras ocasiones, ansiosa de descargar más aún su conciencia, de declinar toda responsabilidad, aunque por los raciocinios anteriores se había demostrado a sí propia que no tenía nada de disgustoso de que salir responsable, doña Luz iba esfumando en su memoria todos los favores que había hecho al Padre; iba quitando todo valer y significación a las muestras de afecto que le había dado; y lo iba reduciendo todo a las mezquinas proporciones de una amistad fría y severa, como la que puede y debe mediar entre un discípulo y un maestro, ahuyentando de sí o borrando cualquier enojoso recuerdo, falso en su sentir, hasta de la menor coquetería inconsciente, por parte de ella.

Entre tanto, pasaban los días y se aproximaba el de la boda, que había de ser sin ningún aparato.

Don Acisclo y Pepe Güeto, no obstante, habían hecho un corto viaje a Sevilla para comprar regalos a la novia, cada cual según sus facultades.

El de D. Acisclo fue magnífico. Consistía en unos pendientes y en un broche de brillantes, que le costaron dos mil duros. El de Pepe Güeto fue un brazalete que le costó diez mil reales.

Don Jaime había encargado a Madrid algunas galas y joyas, que debían llegar de un día a otro.

Don Jaime mostraba viva impaciencia; parecía enamoradísimo, y trataba de apresurar la boda.

Mientras más se acercaba el suspirado día, más tiernos estaban los novios; sus coloquios íntimos eran interminables: juntos salían a caballo, doña Luz en el suyo, y D. Jaime en otro bastante bueno y bonito, de la propiedad de D. Acisclo; y también iban de paseo a pie, en compañía de doña Manolita, muy ufana de haber sido la mediadora en aquella feliz alianza.

El P. Enrique iba siempre a comer en casa de D. Acisclo, pero alegando que tenía que escribir o que estudiar, se quedaba a almorzar en su casa, donde su criado Ramón le preparaba y servía un frugal desayuno.

También de la tertulia de por la noche, o ya se retiraba más temprano que de costumbre, o ya se retraía el Padre: pero esto no era de extrañar.

Don Acisclo y Pepe Güeto le dieron el ejemplo. Ciertamente que la conversación en voz baja de los novios y su involuntaria abstracción de todos los circunstantes no convidaban a otra cosa.

El médico D. Anselmo iba y venía, permaneciendo poco tiempo en la reunión. Ya no disputaba ni sacaba a relucir sus filosofías, porque doña Luz no prestaba atención a nada que no fuese D. Jaime.

Resultaba, pues, que la tertulia, tan bulliciosa antes, se hallaba casi siempre en cuadro.

Don Acisclo, D. Anselmo, Pepe Güeto y el Padre se escabullían; y quedaban solos los novios, en su eterno palique, como decía doña Manolita; ésta, que se resignaba con gusto a hacer el papel de dueña; el galgo Palomo, que se echaba a los pies de D. Jaime, a quien había tomado mucho cariño por conocer instintivamente el mucho que le tenía su ama; y a veces el cura D. Miguel, a quien los cuchicheos de los amantes producían idéntico efecto que los gritos y discursos de los filósofos, dejándole gratamente dormido, y soñando quizá en el gran papel que le tocaba hacer en aquel drama regocijado, cuando echase a los novios las bendiciones.

Huérfanos ambos novios de padre y madre, y decididos a que la boda se celebrase sin dar parte a nadie y sin ruido, lo concertaron todo tan deprisa que ya no les faltaba sino cuatro días para verse casados, exentos del cuidado de convidar a nadie de Madrid, y de llamar a amigos o a parientes para que asistiesen a la boda en aquel lugar.

Al mismo D. Acisclo, agradeciéndole mucho su regalo suntuoso, y las intenciones que tenía de convidar a toda su parentela, y de dar una comilona y un baile, le suplicó doña Luz que no hiciese nada; que ella quería casarse, ya que no en secreto, en silencio.

—A cencerros tapados —dijo D. Acisclo, que era muy aficionado a usar en sentido metafórico la palabra
cencerro
.

—Eso es: a cencerros tapados —contestó doña Luz.

XVI

Meditaciones

El P. Enrique, según hemos apuntado anteriormente, no estaba ocioso: no limitaba la actividad de su vida a hablar en la tertulia de D. Acisclo.

En la soledad de su cuarto se pasaba horas y horas leyendo y escribiendo.

Como era modestísimo, no esperaba hacer algo que, dado al público, fuese de gran utilidad, y sin embargo escribía una obra extensa de la que no levantaba mano. Era una apología o nueva defensa del Cristianismo contra los ataques de los más flamantes filosóficos panteístas, positivistas y materialistas.

El singular y simpático candor del Padre se revelaba en cada frase de este notable escrito. Se diría que todo él era, más que un libro de polémica, un monólogo, o mejor dicho un diálogo, en que alternaban dos voces de la misma alma. Su entendimiento frío, calculador, apartado de la fe, proponía cuantos argumentos, ya metafísicos, ya históricos, ya tomados de las ciencias de observación, pueden presentarse contra la revelación sobrenatural, contra la vida inmortal del espíritu y aun contra Dios mismo. Y su entendimiento también, ilustrado de mayor luz y acompañado y fortalecido por la fe, respondía a los argumentos susodichos, aquietándose con la victoria.

Allí nada había de afectado ni de convencional. Era el ser del Padre, que se retrataba fielmente. Se diría que su fe, encerrada en interior y fuerte alcázar, peleaba contra el humano discurso, que no quería destruirla, pero que hacía cuantos esfuerzos son conducentes para ello, a fin de verla salir vencedora y triunfante de estos esfuerzos mismos.

Desde la venida del diputado D. Jaime, el Padre iba cada día deteniéndose menos en casa de su tío, y por consiguiente quedando más tiempo en su estancia solitaria.

La obra, con todo, no cundía ni adelantaba por eso. Antes bien, el padre escribía en ella menos que nunca. Se sentaba en su bufete; se colocaba delante el libro en blanco, donde iba vertiendo sus ideas conforme se le ocurrían, salvo el ponerlas más tarde en orden según un plan sabio y bien meditado; tomaba la pluma por último; pero todo era en balde. No se presentaba nada claro y concreto que decir. Un mar de pensamientos y de sentimientos se agitaba en su espíritu, como si viniese sobre ellos el más violento huracán, barajándolo y revolviéndolo todo, por donde, en vez de una creación armónica, brotaba el caos tenebroso.

De esta suerte, después de soltar la pluma, los codos sobre la mesa, la diestra en la mejilla, se pasaba el Padre largas horas sin escribir y sin hacer nada. Otras veces andaba por el cuarto a largos pasos. Otras se echaba en un sillón y se cubría el rostro con las manos. Jamás se había sentido tan inactivo, tan incapaz y tan infecundo.

Un día cerró con despecho el volumen en que iba escribiendo sus apuntes, y se puso a escribir en hojas sueltas. La inspiración entonces vino sin duda en su auxilio. La pluma corrió precipitada como si el torrente de ideas que tenía que verter le imprimiera un movimiento extraordinario.

¿Por qué raro hechizo hallaba el Padre esta facilidad para escribir en hojas sueltas, cuando tan premioso estaba para escribir en el libro? El hechizo no estaba en el libro ni en las hojas sueltas, sino en el asunto.

El Padre se acababa de decidir a escribir sobre otro, que singularmente le importaba, que le preocupaba hacía tiempo, que pesaba sobre él, y del que era menester desahogarse. Por esto la pluma corría.

El padre estaba fijando en el papel lo más recóndito de su alma.

«No basta —escribía—, ¡oh mi Dios!, que yo me confiese contigo. ¿Qué tinieblas no penetras Tú con tu claridad? ¿En qué abismo no se hunde tu mirada? Tú lo sabes todo. Nada tengo que decirte. Sólo debo pedirte perdón. Pero el peso de este misterio de mi alma me abruma, mientras sin tomar forma, sin revestirse de la palabra, vive en mi centro, conociéndole tú solo. Es indudable: aun prescindiendo de la virtud sagrada del sacramento, la confesión es un manantial de consuelos; es, cuando menos, un alivio. Confesar a alguien nuestra pena, nuestra humillación o nuestro pecado, es compartirlo todo con él. Pero ¿a qué semejante mío podría yo confesarme? Los amigos, los sabios directores de mi conciencia, aquellos en quienes yo me confiaba, están muy lejos, allá en los mares e islas del extremo Oriente. Es verdad que todo sacerdote sentado en el tribunal de la penitencia, investido por Dios mismo de la facultad de sentenciar y de absolver, recibe por gracia lo que a veces por naturaleza no ha recibido: bastante lucidez de espíritu para comprenderlo todo. Y sin embargo, yo no me decido a confesarme con este excelente y benigno D. Miguel. ¿Qué le voy a decir? ¿Tengo algo de terminante y de bien calificado? ¿Hay infracción clara de los mandamientos divinos que constituya mi culpa? Mi culpa es grave, gravísima, y no obstante, yo no puedo declarársela a D. Miguel sin referir pormenores, sin aludir a personas, sin comprometer a alguien a quien no tengo derecho a comprometer. Yo puedo echarme a los pies de este buen sacerdote, y decirle que soy soberbio, envidioso, impuro, y pedirle que me castigue y luego me perdone; pero lo íntimo de mi falta quedará por confesar: es por mil razones inenarrable para él.

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