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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Doña Luz (13 page)

BOOK: Doña Luz
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A las diez se retiró a su casa, y las dos amigas quedaron solas.

Alentada entonces doña Manolita con lo bien que su primera broma había sido tolerada, y tal vez agradecida como lisonja, en el fondo del alma de la hija del marqués, cayó en la tentación de aventurarse a dar otra broma bastante menos ligera.

Sin reflexionarlo mucho, dijo, pues, de este modo:

—¡Ay! ¡Hija! Me arrepiento de haberte dicho lo de D. Jaime.

—¿Y por qué te arrepientes? —preguntó con sencillez doña Luz—. Yo no creo probable que ese caballero cortesano se enamore de mí, en tres o cuatro días que ha de estar por aquí; pero como ni eso es imposible, ni me ofende el que tú, estimándome en más de lo que merezco, me vaticines tal triunfo, no tienes para qué arrepentirte, a no ser por el temor de exaltar demasiado mi amor propio.

—No es ese temor —replicó la hija del médico—, lo que me induce al arrepentimiento, sino el temor de haber lastimado un corazón sensible, de haberle hecho una profunda herida.

—No te comprendo —dijo doña Luz—; ¿qué quieres dar a entender? ¿Qué corazón sensible es ese?

—El del P. Enrique —respondió en mala hora doña Manolita.

Doña Luz se puso roja como la grana. Toda la sangre de su cuerpo se diría que se le subió a la cabeza. Todo el orgullo de su casta se agolpó y amontonó en su corazón. No vio más que ridiculez indigna en que la creyesen objeto de la pasión de un fraile. Ella creía que un fraile la podía admirar por su talento, estimar por sus virtudes, venerar por su conducta intachable, y gustar de su trato y conversación, y complacerse en ser su amigo; pero enamorarse de ella le parecía tan absurdo, tan contrario a todas las conveniencias y leyes sociales y religiosas, tan monstruosamente feo y chocante, que no quería, ni podía, ni debía sospecharlo en persona del juicio, de la circunspección y hasta de la santidad que en el P. Enrique notaba. Doña Luz miró, pues, como una malicia villana y ruin el pensamiento de doña Manolita, y como una insolencia la expresión de dicho pensamiento por medio de la palabra.

—Lo que acabas de proferir —exclamó con la voz balbuciente de cólera—, es un insulto, es una dura acusación contra el P. Enrique y contra mí. Ni el padre delira, ni yo le he dado ocasión para que delire. A fin de que mi limpia fama esté al abrigo de la maledicencia, me he encerrado en este lugar, me he apartado casi de todo trato humano, he huido de la juventud, mientras he sido joven; siéndolo todavía, como lo soy, no he admitido en mi intimidad sino a viejos de sesenta años como tu padre, el cura y don Acisclo, y nada de esto me ha valido. Porque yo, de cerca de treinta años, me he abandonado, me he confiado con gusto, lo declaro francamente, en la amistad honrada de un siervo de Dios, probado en mil fatigas, quebrantado por ellas, lleno de ciencia y de virtud, no se concibe esta amistad, no se explica este trato, sino por motivos viles e impuros. Y no son los rústicos del lugar, no son los que no me conocen, sino mi mejor amiga la que me sospecha y me injuria.

La pobre doña Manolita se quedó aterrada: se compungió, y al cabo se le saltaron las lágrimas.

—Pero, mujer —dijo—; no te enojes por amor de Dios. Yo, sin duda, me he explicado mal. Yo no digo que sea impuro el amor del Padre…

—¿Qué disparates son los tuyos? —interrumpió doña Luz—. ¿Qué extravío de ideas? ¿Qué necias distinciones pretendes hacer? ¿Cómo cohonestar el amor de un fraile a una doncella honrada? Tal amor es impuro siempre; es infame; es sacrílego.

Viendo doña Manolita que no había manera de remediar su torpeza, y apuradísima de haber irritado tanto a doña Luz, a quien quería de todo corazón, no pronunció una sola palabra más; pero lloró y sollozó como si le hubiese sobrevenido la más cruel desgracia.

Entonces doña Luz, que tenía buen fondo, a pesar de su soberbia, sintió que había estado dura y áspera en demasía, y pidió perdón a doña Manolita, besándola y poco menos que llorando también.

Las dos amigas vinieron a quedar de resultas mucho más amigas que antes. Doña Luz se convenció de que doña Manolita no había tenido intención de deslustrar en lo más mínimo la pureza de sus relaciones amistosas con el P. Enrique; y doña Manolita hizo por convencerse y hasta se convenció por el momento de que el P. Enrique, ni siquiera como Dante amó a Beatriz, como Petrarca amó a Laura, o como don Quijote amó a Dulcinea, era capaz de amar a doña Luz; porque, siendo él un fraile y ella una señorita muy bien educada y honestísima, tal amor, por alambicado, espiritual e incorpóreo que fuese, tenía un no sé qué de indecorosamente plebeyo y de grotescamente pecaminoso que con la condición de su bella y soberbia amiga se ajustaba muy mal.

No bien acabadas de hacer las paces, llegó don Acisclo con Pepe Güeto, quienes no advirtieron las huellas de la pasada tempestad. Cenaron los cuatro en amistosa compañía, y con buen apetito, y se fueron luego a dormir.

Al día siguiente se celebró con pompa y estruendo la entrada triunfal de D. Jaime en Villafría. Cuantos tenían caballo, y no pocos que sólo tenían mulo o burro, fueron de madrugada a recibirle en la estación, con D. Acisclo al frente, y a eso de las once volvieron todos con el diputado, caballero éste en el hermoso caballo negro de doña Luz.

A las puertas del lugar salieron los muchachos y los hombres de a pie a recibir la lucida cabalgata, y todos entraron por aquellas calles al son de las campanas que se habían echado a vuelo, entre vivas y aclamaciones, y atronando el aire a tiros de cuantas escopetas estaban servibles en Villafría.

XIII

Crisis

Después de haber rechazado con tan cruel desabrimiento las palabras de doña Manolita y después de hechas las paces, doña Luz pensó a sus solas en el valor y motivo de aquellas palabras; y, como si una claridad nueva y extraña iluminase los más oscuros laberintos de su cerebro, creyó percibir la verdad de todo y reconoció que su amiga tenía algunos visos de razón al decir lo que dijo.

Doña Luz se había enojado quizá porque su propia conciencia, aprovechándose de las palabras de doña Manolita, había formulado una acusación mucho más severa. ¿Qué diferencia radical e importante se da entre la amistad más tierna y exclusiva, entre la predilección más marcada de un hombre por una mujer y de una mujer por un hombre, ninguno de los dos viejo aún, y el amor más puro, más platónico y más sublime? Doña Luz se ponía a sí misma esta cuestión; y, no acertando a resolverla sino en el sentido de que no se da diferencia, o que, si se da, apenas es perceptible y se quiebra de puro sutil, decidía que no era absurdo ni insolencia suponer y afirmar que estuviese enamorado de ella el P. Enrique. El Padre, encadenado por el respeto, teniendo en cuenta su estado, sus votos y su posición, se había guardado bien de manifestar su cariño de un modo que hiciese sospechar ni remotamente que no era legítimo y sin tacha; pero, sin duda, que en el fondo de su alma le sentía.

Luego que doña Luz dejaba esto como sentado y evidente, se preguntaba también: «¿Y yo qué he hecho para inspirar esta pasión? ¿Qué culpa adquiero de que él me ame? ¿Hasta qué punto he dado y sigo dando pábulo a su afecto?». La contestación que doña Luz se daba era contradictoria y confusa. Ora se condenaba; ora se absolvía. Se condenaba al reconocer que ella había disimulado mucho menos que él la complacencia con que le oía, el contento que su vista le causaba, el deleite que su conversación le traía siempre, y que ella por instinto irreflexivo, pero depravado, gustaba de parecer hermosa y elegante a todos, y particularmente a las personas a quienes quería, entre las cuales no podía menos de incluir al Padre.

Otra serie de consideraciones acudía luego a su mente para absolverla. Pues qué, ¿no era lícito amar la ciencia, la virtud y el ingenio que en el Padre resplandecían? ¿Qué mal había en mostrarlo? Y en cuanto al esmero en el adorno de su persona, ¿qué ley divina ni humana podía imponerle la obligación de ocultar las prendas que el cielo le había dado y de no lucirlas hasta donde esto es compatible con el más rígido decoro? De esta suerte se absolvía doña Luz; pero, prosiguiendo en sus cavilaciones, añadía en su pensamiento: «Y si yo supongo que él me ama, ¿por qué no ha de suponer él que le amo yo? Si yo no tengo motivo para suponerlo, si es mi vanidad quien lo supone, bien puede él ser tan vanidoso como yo y suponerlo del mismo modo. Y si yo lo supongo con motivo ¿el motivo que yo le he dado para que haga suposición idéntica es menor acaso?». Doña Luz tenía entonces que confesarse que, atendidas la natural reserva que deben tener las mujeres, y la modestia y timidez con que deben velar y mitigar los movimientos e inclinaciones del corazón, ella había dado mayor motivo al Padre para que él la creyese enamorada que el que él le había dado a ella para que de su parte lo creyese.

El proverbio dice que
quien prueba mucho no prueba nada
, y esto ocurría a doña Luz no bien demostraba que, no sólo el Padre estaba enamorado de ella, sino que ella estaba enamorada del Padre. Se examinaba el alma, se interrogaba el corazón, y como le respondían que no amaban al Padre, volvía a creer que sólo su presunción podía hacerle imaginar que el Padre la amase a ella. Lo único que, después de tantos rodeos, sacaba en claro doña Luz era que en aquella convivencia e intimidad afectuosa y en aquellos coloquios tan sabios de ella con él, había algo de ocasionado a perversas interpretaciones, algo de mal gusto, algo de pedantesco y lugareño a la vez, que la parecía cómico, y cuya ridiculez se atenuaba sólo pensando que su vida en un lugar no podía llevarla a menos necio extravío.

Doña Luz resolvió, pues, ser más cauta y menos expansiva en lo venidero, y no menudear tanto las discusiones filosóficas y teológicas, y las confianzas y el trato con el venerable sobrino del antiguo administrador de su casa.

«Si no hay —concluía ella— mutua y peligrosa inclinación en nuestras almas, pudiera suponerse, y esto me ofendería, y si la hay, como la inclinación sería por todos estilos abominable, conviene cortarla de raíz».

En cualquiera de ambos supuestos, reconoció doña Luz la necesidad de cambiar de conducta; la conveniencia, valiéndonos de una frase española, algo anticuada, pero gráfica, de
poner su descuido en reparo
.

La llegada a Villafría del triunfante y flamante diputado D. Jaime Pimentel y Moncada coincidió casi con esta prudentísima, aunque algo tardía resolución.

Doña Luz, acompañada de su benigna amiga, estaba en una ventana baja, aguardando la aparición de la pompa y del triunfo, que se anunciaba ya por el resonar de los tiros y de los vivas.

Don Jaime, cabalgando en medio de D. Acisclo y Pepe Güeto, precedido de una turba de muchachos y de hombres a pie, y seguido de buen golpe de gente a caballo y aun de más gente pedestre, se mostró al cabo a los ojos de nuestra heroína.

La fama no había mentido. Era D. Jaime todo un galán caballero. Montaba con gracia y firmeza. Aunque tenía cerca de cuarenta años, parecía que apenas tenía treinta. Su traje sencillo dejaba ver, en los pormenores todos, la elegancia y el buen gusto.

La cabalgata se paró a la puerta de D. Acisclo, y éste, seguido de su ahijado y huésped, se halló pronto en la sala, donde aguardaban doña Luz y doña Manolita.

—Aquí tiene V. a nuestro diputado el Sr. D. Jaime —dijo D. Acisclo, presentándole a doña Luz—; y luego añadió, dirigiéndose a D. Jaime:

—La señorita doña Luz, hija del difunto marqués de Villafría.

El recuerdo lejano y confuso de la alta sociedad madrileña, que doña Luz no había hecho sino entrever hacía más de doce años, la idea vaga de un medio más culto y más aristocrático, las formas y el ser soñados de damas y galanes, sus usos, discreteos, aventuras y amoríos, tales cuales ella los había fantaseado o columbrado, sin llegarlos a ver ni a gozar, obligada, en la aurora de su vida, a retirarse a un pueblo pequeño, todo acudió de súbito a la mente de doña Luz, al mirar a D. Jaime Pimentel, al notar la soltura y naturalidad de sus distinguidos modales, y al oír su acento y las pocas y atinadas palabras que le dirigió, las cuales ni pecaron de frías y secas, ni se extremaron por lo galantes, sino que se encerraron dentro de los límites de la más respetuosa discreción. Porque no era el inferior quien sintió doña Luz que le hablaba, ni el cortesano insolente tampoco, cuya superioridad se revela al través de su fingida cortesía, sino el hombre de la misma clase que ella, que habla como igual, pero con las atenciones delicadas que a una señora principal se deben siempre. Doña Luz lo comprendió así, se complació en ello, y lo agradeció todo. Harto advirtió el tono diverso que empleó don Jaime, al hablar con doña Manolita, no bien a ella también le presentaron.

Dos días estuvo D. Jaime en Villafría, al cabo de los cuales fue menester proseguir la comenzada tarea de visitar todos los lugares del distrito.

Durante estos dos días, D. Acisclo desplegó la más prodigiosa magnificencia. Tuvo, por decirlo así, mesa de Estado. Toda su parentela, el médico, su hija y su yerno, y el cura D. Miguel, almorzaron, comieron y hasta cenaron con él y con el agasajado D. Jaime. Éste se sentó siempre a la derecha de doña Luz, y tuvo siempre a doña Manolita del otro lado.

Petra, el ama de llaves, hizo milagros en aquellos dos días. ¿Qué pavos rellenos, qué cocido con morcilla, chorizo, embuchados y morcones, qué tortillas con espárragos trigueros, qué platazos de pepitoria, qué menestras de cardos, morrillas y guisantes, qué jamón con huevos hilados, qué tortas maimones, y qué deliciosas alboronías, picantes salmorejos, frescos gazpachos y ensaladas, y variados arropes y almíbares, no condimentó o presentó en la mesa de su amo?

Los cinco mejores músicos del lugar vinieron por la noche con sus acordes y sonoros instrumentos, y se bailó en la cuadra alta, porque la baja estaba como santificada por la Santa Cena.

Don Jaime bailó rigodón con doña Manolita y con una de las hijas de D. Acisclo; y con doña Luz, no sólo bailó rigodón, sino también valsó.

Con doña Luz estuvo muy fino y amable, y doña Luz asimismo lo estuvo con él.

Los chistes urbanos, las anecdotillas picantes, sin rayar en libres, las pinturas de las intrigas y lances de Madrid, referidos con ligereza y primor por don Jaime, divirtieron mucho a doña Luz y la hicieron reír; cosa que le agradó y pasmó, porque no era fácil para la risa. Siempre que la conversación era general, cuanto decía D. Jaime encantaba al auditorio, y todos le aplaudían. Y doña Luz notaba que D. Jaime, sin ser vulgar, tenía el arte de hacerse comprender de los que lo eran, y que con sus discursos nadie se quedaba en ayunas, como con las reconditeces y los encumbramientos del Padre, el cual no dejó de asistir a todo esto, pero muy eclipsado y confundido entre la turba multa.

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