—No te comprendo —interrumpió doña Manolita—. Ya no eres tan criatura que no sepas lo que es amor, ni atines a descubrirle en tu pecho. ¿No es brioso, bello, valiente, pulcro y discretísimo D. Jaime? ¿No es libre? ¿No te ama? ¿No te da pruebas de amor, decidido, como está y como me ha dicho, a casarse contigo? ¿No es un caballero bien nacido y honrado? Pues entonces ¿a qué todas esas quintaesencias y marañas sutiles con que te devanas los sesos? Dile que sí; ámale; cásate con él y verás cuán dichosa eres. Da esperanzas al menos de que le amarás, si no quieres dar un sí completo y redondo desde el principio. Con estas esperanzas, él lo promete, no se irá a Madrid y permanecerá en Villafría. Buscará un pretexto plausible para no irse. Dirá que se queda para comprar quince aranzadas de olivar, que lindan con las suyas, y para cuya compra está ya en tratos.
—Lo que me aconsejas es vulgar; perdona mi crudeza de expresión: es feo. Yo no debo dar esperanzas de una cosa de que yo misma no esté segura. Y si estoy ya segura de ello, es artificio ridículo ocultarlo y dar esperanzas, e ir descubriendo poco a poco mi corazón. Si no amo a D. Jaime, no debo engañarle con esperanzas inciertas. Preténdame él y trate de conquistar mi voluntad y de rendirme, sin que yo le aliente con esperanzas. Y si le amo, debo ser franca y decírselo luego, ya que me ama él. Aunque dé poca estimación a un sí tan fácil y tan pronto, debo darle ese sí.
—Soy en todo de tu opinión. Dale ese sí: que le oiga de tu boca y será el más feliz de los mortales.
—¿Y cuándo? ¿Y de qué suerte? No: no le digas nada. Tengo vergüenza. Cállate; cállate por piedad. Que se vaya y me deje tranquila en mi retiro.
—Ea, mujer, no seas desatinada. ¿Cómo se ha de ir sin contestación, después del paso que ha dado?
—¿Y qué le contesto, si no sé qué contestarle? ¿No crees tú que va a arrepentirse no bien le diga que sí? ¿Crees tú que me ama de veras, con todo el ser de su vida como yo necesito ser amada; como yo le amaría si me amase?
—Vaya si lo creo. Sus palabras infunden la creencia en el entendimiento más inclinado a dudar. Óyele, y quedarás convencida. Quiero atreverme a decírtelo. Por Dios, Luz, no te enojes. No he sabido resistir a sus ruegos. Le he traído en mi compañía. Está aguardando en la cuadra alta. Voy a llamarle volando.
Antes de que doña Luz consintiese, su amiga, ligera como una corza, había salido en busca del diputado brigadier.
Doña Luz no sabía lo que le pasaba. Estaba agitadísima. Era la primera vez que se iba a ver a solas con un joven enamorado, en aquel púdico retiro, donde había vivido los más floridos años de su juventud. Todos los vagos ensueños de amor, todas las palabras dulces, todos los regalos del alma se ofrecieron de repente a su fantasía, no ya cifrados en un ser ideal y aéreo, creación imaginaria, sino aplicados y consagrados al amor de una persona real y llena de vida, cuyas excelentes prendas se complacía en reconocer y cuyo afecto hacia ella adulaba su orgullo.
La sombra melancólica del P. Enrique cruzó por su mente, entristeciéndola. Miró la imagen del Cristo muerto y se le antojó que se parecía al P. Enrique. Era de día claro. Entraba el sol por la ventana, y sin embargo, sintió cierto temblor al mirar el Cristo. Acudió a él precipitadamente y le cubrió con el otro cuadro.
Como para apartar de sí toda imagen tétrica se miró entonces al espejo. Se vio hermosa, gallarda, toda lozanía, juventud y elegancia, y halló natural, casi forzoso, que D. Jaime la amase.
Después pensó de nuevo en el P. Enrique, pero de otra manera. El mismo amor de ella hacia D. Jaime aclararía lo que en su inclinación hacia el Padre podía haber de ocasionado a dudosas interpretaciones. Esto la impulsaba a creerse y a sentirse enamorada de D. Jaime. Amando a D. Jaime desaparecería a sus ojos todo lo que hubiera podido tener de raro su amistad con el misionero. Lo ridículo que en aquellas relaciones había creído entrever a veces desaparecía ya, y todo se explicaba.
Esta serie de pensamientos pasó en un instante por el alma de doña Luz. Un instante no más fue lo que tardó D. Jaime en aparecer a la puerta del saloncito que doña Manolita había dejado abierta.
No tuvo D. Jaime que hablar palabra para obtener el permiso de entrar en el saloncito. Ella le aguardaba; ella le vio venir y le recibió sin cumplimientos ni ceremonia.
Doña Manolita se quedó fuera y D. Jaime entró solo.
Llegó precipitadamente donde doña Luz estaba de pie; hincó en tierra ambas rodillas, y dijo con acento conmovido:
—Ya lo sabe V. De V. depende mi dicha o mi desdicha. Aquí aguardo mi sentencia.
Todo discurso más prolijo hubiera sido absurdo en aquella ocasión; toda arte vana; toda precaución chocante.
La puerta del saloncito había quedado de par en par y D. Jaime estaba de rodillas a los pies de doña Luz. Se diría que se acababa de entregar a discreción, que todo por su parte estaba dicho, y que a ella tocaba sólo hablar e imponer condiciones.
El orgullo de doña Luz se sentía vivamente lisonjeado. Aquel
dandy
, aquel valiente, aquel hombre de porvenir y de carrera, estaba allí postrado ante su hermosura, sin más resorte para tanto rendimiento que el repentino y ardiente amor que ella había sabido inspirarle.
Doña Luz enmudeció: no acertó a decir palabra alguna; pero en su rostro, donde no cabía el disimulo y donde se reflejaban todos sus sentimientos, se pintaban el júbilo, la emoción afectuosa y la agradable sorpresa.
Como tal vez las nieves detienen y con la misma detención prestan más brío a la virtud germinal de la primavera, la cual aparece de súbito y da razón de sí cubriendo los árboles de verdura y los campos de flores, así el anhelo de amar y todo el ser apasionado del virgen corazón de nuestra heroína despertaron de repente, reprimidos hasta entonces por la prudencia, y como dormidos hasta los veintiocho años. Doña Luz sintió nacer en su espíritu la primavera de la vida; oyó cantar las aves; vio, como en espejo mágico, el paraíso; aspiró el perfume embriagador de rosas hadadas, y pensó que se extendían por su seno el calor suave y la luz dorada de un sol ideal, iluminando y vivificando un mundo bellísimo, recién creado y oculto en su alma.
Temió luego que tan rica creación se desvaneciese, que se disipase como si fuera soñada, y exclamó al fin con extraño candor:
—¿No me engaña V.? ¿Es cierto? ¿V. me ama?
—Con todo mi corazón —contestó D. Jaime tomando la linda mano de doña Luz y estampando en ella un beso.
—No sea V. loco. Levántese V. —dijo doña Luz, retirando con suavidad su mano de entre las de don Jaime.
—No me levantaré —replicó éste—, hasta saber si usted me corresponde.
—D. Jaime, por Dios, ¿qué quiere V. que yo le diga? Yo no sé si le amo a V.: pero si el contento que me causa el creerme amada y el temor de perder esta creencia son síntomas de amor, me parece que le amo.
Doña Luz se sonrojó como nunca al pronunciar tales palabras, y D. Jaime se levantó mostrando en su semblante la gratitud y la alegría que la confesión de doña Luz le causaba.
Después dijo:
—Deseche V. todo temor, y conserve la creencia de que la amaré siempre, y de que mi amor hacia V. sólo puede compararse con el respeto y la profunda admiración que V. merece.
Llegadas a ese punto las explicaciones, y yendo por camino tan llano, todo quedó tácitamente concertado en aquella entrevista, que duró poquísimo.
Doña Luz estaba turbada y confusa, pero la majestad severa de su rostro y ademanes hubiera contenido al amador más audaz.
Don Jaime se creyó amado, y ni siquiera con otro beso en la mano de doña Luz se atrevió a manifestar que amaba a su vez, y que estaba agradecido.
En suma, dado el modo de ser de doña Luz, y después de declarado de ambas partes el amor, no había trámite, ni coloquio tierno a solas, ni dilación que valiera. Las bodas tenían que venir a escape.
Doña Luz era harto vehemente para hablar con serenidad y con frialdad de otro cualquiera asunto, y a solas, con el hombre a quien casi acababa de decir: te amo; y era tan casta y tan pura, que helaba todo deseo y mataba toda esperanza de obtener de ella la más inocente anticipada caricia o de adelantarse a hacerla sin exponerse a su enojo.
De aquí el grande embarazo en que se vieron doña Luz y su amante apenas se dijeron que se querían. Doña Luz, sobre todo, no sabía qué hacer. Se sentía avergonzada de lo que había dicho, quería huir de las miradas de aquel hombre, y no se resolvía a huir, temerosa de que su fuga pareciese artificio o ridícula puerilidad impropia de una mujer de veintiocho años.
Por fortuna, doña Manolita presintió por instinto aquella situación difícil, y libertó de ella pronto a su amiga, presentándose otra vez en el saloncito.
Ya, más tarde, durante el almuerzo, en medio de los convidados, a la vista de D. Acisclo y del P. Enrique, y después de haberse serenado y repuesto de la primera emoción, doña Luz habló a D. Jaime con reposo; le halló dispuesto a todo, y como ella no tenía padre ni madre a quien consultar, ni él tampoco los tenía, ambos determinaron casarse sin ruido ni aparato, y lo más pronto posible.
A fin de no dar parte en seguida, sin que nadie extrañase la prolongación de su estancia en aquel lugar, D. Jaime dijo que se quedaba una semana más para ver si compraba el olivar que tenía en tratos.
Primera traza de un idilio matrimonial
Difícil es tener nada oculto en un pueblo pequeño. Todo se sabe en seguida, aun cuando importe que no se sepa. La proyectada boda de D. Jaime y de doña Luz, que nada importaba que se supiese, no es de extrañar, pues, que llegara al punto a noticia de todos en Villafría.
La detención de D. Jaime se atribuyó desde luego a su verdadero motivo, y nadie juzgó sino pretexto lo de la compra del olivar.
Aquel caso de amor fulminante y sobre todo aquel tan improvisado consorcio, dieron muchísimo que decir, comentar y murmurar.
En los lugares andaluces, nada hay que pasme tanto como una boda repentina. Por allí todo suele hacerse con mucha pausa. En parte alguna es menos aceptable el refrán inglés de que
el tiempo es dinero
. En parte alguna se emplea con más frecuencia y en la vida práctica la frase castiza y archi-española de
hacer tiempo
; esto es, de perderle, de gastarle, sin que nos pese y aburra su andar lento, infinito y callado. Pero donde más se extrema en Andalucía el
hacer tiempo
es en los noviazgos. Contribuye a esto, por un lado, la prudencia que, reconociendo lo grave y trascendental del matrimonio, nos aconseja de continuo:
antes que te cases, mira lo que haces
. Y contribuye mucho más, por otro lado, que este
mirar lo que se hace
es sumamente divertido; es el mejor modo de matar o de hacer tiempo; es una grata ocupación, que se proporciona quien no tiene ninguna, y que no bien se casa se queda sin ella.
De aquí, sin duda, los interminables noviazgos de mi tierra, en los cuales además se dan los más bellos ejemplos de firme constancia que pueden registrar las historias de amor. Noviazgos hay que empiezan cuando el novio está con el dómine aprendiendo latín, pasan a través de las humanidades, de las leyes o de la medicina, y no terminan en boda hasta que el novio es juez de primera instancia o médico titular. Durante todo este tiempo, los novios se escriben cuando están ausentes; y cuando están en el mismo pueblo, se ven en misa por la mañana, se vuelven a ver dos o tres veces más durante el día, suelen pelar la pava durante la siesta, vuelven a verse por la tarde en el paseo, van a la misma tertulia desde las ocho a las once de la noche, y ya, después de cenar, reinciden en verse y en hablarse por la reja, y hay noches en que se quedan pelando la pava otra vez, y mascando hierro, hasta que despunta en Oriente la aurora de los dedos de rosa.
En comprobación de esto se cuenta de cierto novio antequerano, que al fin tuvo que casarse a los ocho años de ser novio; y que, no bien se casó, se mostraba afligidísimo por no saber qué hacer de su tiempo. De otro novio, natural de Carcabuey, he oído yo también contar, como testimonio de lo arraigada que está la idea de que el matrimonio exige mucha calma antes de llevarle a cabo, que su futura suegra, considerando que su hija llevaba ya trece años de hablar con aquel novio, sin que llegase él a pedirla, y que ella se iba ajando y marchitando un poco, se resolvió a preguntar al novio qué intenciones traía. Y habiéndose armado de resolución y hecho la pregunta, el novio contestó muy sorprendido y un sí es no es contrariado: «¡Válgame Dios, señora! ¿Es esto puñalada de pícaro?».
Prevaleciendo y aun privando en Villafría tan sanas doctrinas acerca de la longevidad de los noviazgos, ya se hará cargo el lector del asombro que produciría aquel arrebato, aquella impremeditación con que doña Luz se decidió.
—Esto es un escopetazo —decía uno.
—Vamos —decía otro—, todo se comprende bien: si ella aseguraba que no pensaba en casarse, era por vanistorio, porque desdeñaba a los lugareños; pero, apenas llegó por aquí un currutaco de la corte, cayó sobre él y le atrapó, como la araña atrapa a la mosca.
Los pretendientes desdeñados, que antes lo llevaban todo con resignación, dando por supuesto que los consolaba, que los desdenes de doña Luz nacían de su amor a Dios y al cielo, cuando supieron que doña Luz gustaba tanto de la tierra y de otro hombre como ellos, no la perdonaron tampoco, y censuraron su ligereza.
—Se ha echado en brazos del primer venido —exclamaban—, sin amor, sin estimación, porque ni el amor ni la estimación nacen tan de súbito. La ha seducido el afán de ir a brillar en los Madriles.
Hasta la gitana buñolera que se ponía a freír y a vender sus buñuelos en la esquina de la casa de don Acisclo, gitana muy sentenciosa, llamada la Filigrana, más célebre por sus sentencias que el mismísimo Pedro Lombardo, dijo en tono irónico:
—Doña Luz es una perla oriental, y la perla no repara en el pescador, ni en si vale o no vale; lo que pretende es que la pesque y la lleve a lucir en el Olen del Oclaye.
No pocas de tales murmuraciones llegaron a los oídos de doña Luz; pero no hacían mella en su corazón. Nada de lo que encerraban en sí hallaba eco en su limpia y tranquila conciencia. Doña Luz era mujer y tenía alma y sentía necesidad de amor. Su amor, sin objeto visible y humano, había estado como aletargado hasta entonces. Un objeto digno se ofreció al fin a sus ojos, y doña Luz le consagró al punto todo su amor. Cada día, cada hora que pasaba, afirmaba más a doña Luz en la creencia de que don Jaime lo merecía. El mismo amor de D. Jaime, la decisión con que le había ofrecido su mano, a ella, desvalida, huérfana y pobre, era la garantía mejor y más segura.