Doña Luz distaba mucho de ser vana, y distaba más aún de ser codiciosa. No la movía el interés; no la deslumbraba el brillo del oro y de la pedrería. Lo que la encantaba era la locura misma que D. Jaime hacía por ella, el desprendimiento generoso y el sacrificio desmedido que representaba aquel regalo, en proporción a la fortuna de D. Jaime.
El regalo, pues, si ya no hubiese estado doña Luz tan prendada, hubiera acabado de enamorar y seducir su corazón.
Doña Luz, que se creía dotada de un instinto infalible para adivinar por el rostro la índole de las personas, había fallado desde luego que D. Jaime era franco y generoso. El regalo la corroboró en su buen concepto.
Don Acisclo, cauteloso y prudente, no bien había sabido que doña Luz trataba de casarse, aunque conocía con certeza el nacimiento, la posición y los bienes de D. Jaime, propuso a doña Luz que él pediría informes acerca de la conducta del novio. En sentir de D. Acisclo, era menester saber si en Madrid había dejado relaciones amorosas, si era jugador o calavera, si tenía algún hijo natural y otros pormenores por el estilo.
Doña Luz contestó que le indignaba tal espionaje; que su amor a don Jaime era la mayor garantía del valor de D. Jaime: que si ella dudase de él no le amaría; y que amándole, ella misma se ultrajaba, dudando de él.
Don Acisclo oyó estas y otras razones que le parecieron enrevesados y absurdos tiquis-miquis; no hizo de ellos el menor caso; y escribió y pidió informes a varios sujetos muy conocedores de todo en Madrid. Los sujetos respondieron concordes que D. Jaime era un varón discreta y altamente morigerado; que no tenía ni había tenido relaciones que le comprometiesen; que no jugaba, o que si jugaba, no perdía; y, en cuanto a los hijos, que lo único que podían asegurar es que no habría ninguno que pidiese a don Jaime que le reconociera por tal, dándole su nombre, pues ya ellos, si existían, tendrían el suyo cada uno.
Se guardó muy bien D. Acisclo, aunque palurdo, de referir a doña Luz, en todas sus cínicas menudencias, el resultado de sus investigaciones; pero no quiso ocultarle que las había hecho, y, lleno de júbilo, se complació en declarar a doña Luz que casi había venido a averiguar que D. Jaime era un dechado de virtudes.
Llegó, por fin, el día en que se celebró la boda sin el menor aparato. El cura D. Miguel casó a doña Luz y a D. Jaime. Sólo fueron testigos o se hallaron presentes D. Anselmo, Pepe Güeto y su mujer, don Acisclo y dos de sus hijos, un íntimo amigo de don Jaime, venido para ello de la corte, coronel de caballería, y llamado D. Antonio Miranda, y los criados de la casa de D. Acisclo.
El P. Enrique fue también testigo de la boda. Su fuerza de voluntad triunfó de todos los obstáculos. Estuvo impenetrable. Nadie hubiera podido sospechar que aquel tranquilo y alegre testigo de la boda era el mismo que había escrito, pocos días antes, las apasionadas palabras que ya hemos leído.
El P. Enrique no se olvidó de nada. Habló a doña Luz con el mismo afecto de siempre y a D. Jaime con la más amable cordialidad.
No quiso tampoco ser menos que Pepe Güeto y doña Manolita, dejando de hacer un presente. Sus medios no alcanzaban para comprar joyas, ni él las poseía; pero conservaba aún, a pesar del regalo hecho a D. Acisclo cuando vino de Filipinas, varias armas japonesas, chinescas e indias, con las cuales se podía formar una bella panoplia, y un extraño ídolo de bronce que representaba al dios Siva. Este fue el presente que hizo el padre Enrique a don Jaime para que adornase su despacho.
El P. Enrique se había venido a vivir en casa de su tío la víspera de la boda, dejando libre la casa de doña Luz, donde ésta se fue a vivir con su marido en cuanto se casó.
La luna de miel empezó entonces para doña Luz, no menos dulce y más por lo sublime que la de su amiga doña Manolita. Con el trato y la convivencia, lejos de menguar la estimación que tenía ella a don Jaime, se aumentó de continuo, descubriendo doña Luz en su marido o creyendo descubrir nuevas prendas de entendimiento y de carácter.
Sea efecto de la educación o de la naturaleza, lo cierto es que mientras al hombre, por lo general, le enoja saber que su mujer, su novia o su querida ha tenido otros amores, a la mujer le encanta y enamora más saber que su marido o su amante los tuvo. Y esto por recatada que ella sea y por celosa que se muestre. En una mujer son las prendas que más las honran la honestidad y el recato; en un hombre el entendimiento y el valor. De aquí que hasta la doncella más religiosa y moral, lejos de mostrar repugnancia por su futuro cuando entrevé que ha sido hombre de las que llaman ahora
buenas fortunas
, se entusiasma, se encapricha o se apasiona más por él.
Las tales
buenas fortunas
dan testimonio para ella del mérito del galán que tan amado ha sido; prestan mayor valor a que el galán se haya enamorado de ella, pues que la ha preferido entre muchas a quienes podía rendir o tenía ya rendidas; y hasta parece como que da a ella una misión alta y moralizadora y lisonjera, a saber: la de apartar a su amante, en virtud de superiores y más puros atractivos, de la senda algo extraviada que antes seguía, de darle la jubilación en su empleo de seductor y de travieso, y de convertirle en inofensivo, sosegado y juicioso padre de familia.
La buena educación, las leyes rígidas del decoro, las que se designan con el nombre o frase francesa de
conveniencias sociales
, no consienten que un galán se jacte de sus pasadas conquistas ante la mujer honrada a quien pretende o a quien ya enamora y posee; pero estas conquistas, no reveladas por él y sabidas por ella, contribuyen extraordinariamente a que el amor de ella suba de punto. El haber sido feliz en amores es y ha sido siempre para el hombre el medio más eficaz de seducción. Y esto desde los tiempos heroicos y primitivos hasta nuestros días.
Cuando las citadas conveniencias sociales no lo vedaban, los galanes empleaban siempre, como recurso para rendir y cautivar corazones, el recuento de sus felices amoríos ya pasados. Homero, que lo sabía o lo adivinaba todo, nos refiere que hallándose Júpiter en el Gárgaro, que es el más alto pico del Ida, Juno fue a verle con el cinturón de Venus oculto, en el cual cinturón están los hechizos todos del amor, que roban la prudencia a los varones más circunspectos y razonables. Júpiter, pues, al ver a Juno, se dejó vencer por la fuerza de aquellos hechizos; la requirió de amores con la mayor vehemencia; y no encontró modo mejor de someterla a su propósito y deseo que el de citarle todas sus travesuras y lances galantes, asegurando que en ninguno de ellos, ni con Dánae, ni con Leda, ni con Europa, ni con las demás princesas y ninfas que había seducido, se había sentido nunca tan
emocionado
, permítaseme la palabrota, como en aquella ocasión. Nada, en efecto, podía lisonjear más a Juno que el que Júpiter la dijese que ella tenía mayor poder que las otras para
emocionarle
.
Algo de esto, ya que el corazón es el mismo siempre, se realizaba en el de doña Luz, sin necesidad de que D. Jaime trajese a cuento sus pasadas conquistas, imitando la desvergüenza patriarcal del hijo de Saturno.
Doña Luz sabía que D. Jaime había sido adorado en Madrid; y, al verle tan prendado, tan rendido y tan amoroso y humilde, se llenaba de orgullosa complacencia, juzgándose mil veces más amada que todas sus antiguas rivales. Para completar su satisfacción, hacía además doña Luz un deslinde crítico, acerca de este negocio, que rara vez dejan de hacer las mujeres de su condición y en sus circunstancias. El amor de D. Jaime por las otras mujeres había sido profano y pecaminoso; el que a ella tenía era virtuoso y santo; para las otras había nacido de capricho, de vanidad, de extravío juvenil o de otras pasiones ilegítimas; para ella nacía el amor de D. Jaime del manantial más elevado y puro del alma, el cual, con su benéfica corriente, iba purificando el corazón de su amigo, borrando de él toda huella y toda mancha de las pasadas culpas y dejándole más limpio que el oro. Toda esta santificación y limpieza íntima era obra poco menos que milagrosa y sobrehumana del amor de doña Luz y del fuego purificante de sus ojos.
Apenas hay mujer, por cándida que sea, que se atreva a decir a nadie esto que aquí se apunta; pero las más de ellas, cuando se encuentran en la posición de doña Luz, lo sienten y lo creen a pies-juntillas, aunque se lo callan por temor de las burlas irreverentes de incrédulos y bellacos.
Dimanaba de todo algo como embriaguez de felicidad para doña Luz. Su D. Jaime parecíale un Dios; pero un Dios que la adoraba a ella y que había de vivir siempre rendido a sus plantas.
De aquí que doña Luz aniquilase y como embebiese su voluntad en la de D. Jaime, cediendo a todo lo que él deseaba.
Doña Luz cedió en el empeño de quedarse a vivir en Villafría y consintió al cabo en seguir a Madrid a su amigo.
Lisonjeada además y avergonzada de los ricos presentes que él le había hecho, quiso también hacerle uno, y entregó a su marido 30.000 reales que había ahorrado, a pesar de las muchas limosnas y obras de caridad que hacía. Con estos 30.000 rs. que D. Jaime, por más que se resistió, tuvo que aceptar para no ofenderla, a más de gastar parte en amueblar la casa, dispuso doña Luz que le sacase D. Jaime en Madrid su título de marquesa. Lo que nunca había querido cuando soltera lo quiso ahora para que su marido fuese marqués, y ella como que le sellase con su propio título y sello, juzgando que así le haría más suyo.
Don Jaime, que hasta entonces había vivido en Madrid modestamente en un cuartito de soltero, no quería llevar a su mujer a una fonda, ni alojarla mal al principio; y, de acuerdo con doña Luz, resolvió ir a Madrid solo, pues además le llamaban del Congreso con urgencia; poner casa, si bien con economía, como doña Luz llena de juicio se lo recomendaba; y, luego que la tuviese puesta, volver por doña Luz a Villafría.
Este plan era más de doña Luz que de D. Jaime. Mucho le pesaba tener que separarse de su marido, aunque fuese por muy breve tiempo; pero tenía grande encanto para ella el que D. Jaime mismo preparase a su gusto la casa en que había de recibirla, y donde ella se proponía vivir con modestia y sin frecuentar paseos, teatros y tertulias, para no ser gravosa gastando. Y no menos la encantaba, no por ella, que en esto no tenía vanidad, sino por su marido, el que, cuando ella apareciese en Madrid, estuviese el título sacado, y la pudiesen llamar señora marquesa.
En suma, a los doce días de casados, durante los cuales, ciega doña Luz para cuanto la rodeaba, apenas vio ni habló más que a D. Jaime, éste, colmado de abrazos y de caricias, tratando de enjugar las tiernas lágrimas que derramaba doña Luz, y mostrándose él mismo muy conmovido, salió de Villafría para Madrid, dejando a doña Luz sola en su vetusto y noble caserón, donde, según queda ya indicado, había ella hecho trasladar todos los muebles, primores y libros, que en casa de D. Acisclo habían adornado su habitación antes de la boda.
Glorioso tránsito
Con la ausencia de D. Jaime, que no debía prolongarse más de un mes, quedó doña Luz algo melancólica, si bien de dulce melancolía; pero con el espíritu más libre y sereno para volver a sus antiguos amigos, en los ratos en que a solas no se recreaba con el recuerdo del dueño ausente.
Doña Luz había vivido como en éxtasis, y ahora volvía en sí, y no sólo pensaba en su amor y saboreaba toda su ventura, retrotrayéndola reposadamente a la imaginación, sino que sentía, según suelen sentir las personas todas que se juzgan felices, la necesidad de expansión y el prurito de estar amable, como si quisiera hacerse perdonar el bien que poseía; bien, que, por ser tan poco y tan raro en la tierra, siempre parece que a costa de alguien se disfruta.
Ello es que la tertulia de casa de D. Acisclo volvió a renacer, trasladándose a casa de doña Luz.
Los íntimos asistían a ella todas las noches; a saber, don Acisclo, D. Anselmo, el cura, Pepe Güeto, su mujer y el P. Enrique.
La pasada animación renació también con la tertulia. Don Anselmo, excitado, volvió a desenvolver sus doctrinas de positivismo, y el Padre, cediendo a las instancias de doña Luz y de su amiga, volvió a discutir con su acostumbrada dulzura, tranquilidad y sosiego.
El P. Enrique ni estaba más pálido, ni más flaco, ni más caído que antes. En su voz no se notaba jamás la menor alteración; nada de violento ni de atormentado en sus ademanes ni en su gesto.
Doña Luz solía mirarle, y aun examinarle, con inquietud y disimulo; y no descubriendo el menor síntoma de la pasión que algunas veces había supuesto en él, se sosegaba y alegraba, desechando todo recelo, si bien con una sutilísima y apenas perceptible mortificación de amor propio. Se diría que doña Luz procuraba taparse los oídos interiores del alma, y que, a pesar de esto, oía a veces una voz honda, delgada y penetrante, que la zahería, diciendo:
«¿Es posible que hayas sido tan vana que hayas imaginado que te amaba este bendito siervo de Dios? ¿No es ridículo que te hayas atormentado de puro presuntuosa, calculando los estragos de un mal involuntario que suponías haber hecho? ¿No temes que el diablo se ría de ti, y que Dios también se ría, si en Dios cabe risa, cuando miren en lo interior de tu conciencia y vean cuánto te halagaba, a la par que te asustaba, la fatua invención de que ibas a matar de amor y de celos a este pobre fraile? Mira qué impasible está. Desengáñate: él piensa en sus devociones, en sus libros, en sus estudios, en las obras que escribe, y nada se le importa de que estés casada o de que estés soltera. ¡Buen castillo de humo levantó tu orgullo! ¡Curiosa leyenda de amores románticos y desesperados forjaste allá en tus adentros!».
Doña Luz, al oír esta malvada voz, que era sin duda voz del infierno, tenía miedo a que le pesara de que el amor del P. Enrique y sus celos y su desesperación fuesen ilusorios.
Por dicha, doña Luz era buena, y era además enérgica y briosa de voluntad, y pronto imponía silencio a la voz y apaciguaba en su pecho la turbación y alboroto que la voz causaba.
Lo más sano y lo más razonable era dar por seguro que el Padre no había pensado en ella jamás sino como se piensa en un prójimo predilecto, y que de esto debía ella alegrarse de corazón, y que de esto se alegraba.
Doña Luz, pues, quiso que en lo exterior, en sus relaciones con el Padre, en sus conversaciones y trato con él, no se introdujese novedad. Toda novedad le parecía acusadora de que antes había habido un sentimiento ilícito que ella había extirpado de su alma, y que, si aún existía en la del padre, era más ilícito y feo.