Doña Luz (4 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Doña Luz
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Doña Luz, por lo mismo que tenía tanto orgullo, no tenía chispa de vanidad. Gustaba en todo de pagar con usura lo que recibía. No anhelaba que la amasen más de lo que podía amar ella. La coquetería era, pues, para doña Luz un vicio ignorado y casi incomprensible. Su fallo, la propia sentencia que ella dictaba acerca de cualquiera calidad, acto o virtud de su persona, la lisonjeaba y complacía mil veces más que todo el aplauso de cuantos la rodeaban. Así es que sólo quería agradar de puro bondadosa: por donde resultaban en ella una naturalidad, una modestia y un olvido aparente de su propio mérito, que encantaban y pasmaban.

Otras mujeres están anhelando siempre inspirar pasiones; doña Luz huía de inspirarlas; y, aplicando un pronto desengaño, las mataba en todo corazón antes de que naciesen. ¿Para qué ser amada si no había de amar a quien la amase? En amor, lo mismo que en amistad, doña Luz deseaba dar el doble. Y no pudiendo amar en Villafría, había poco a poco apartado de sí a todos los mozos del lugar, y había elegido sus amigos íntimos entre los viejos.

Si era dulce en su trato con todos, usaba tan estudiada cortesía, que sin que la tildasen de soberbia, evitaba la intimidad con todos, menos con cuatro sujetos.

El primero era D. Miguel, cura de la parroquia, anciano excelente aunque de cortísimos alcances, con quien se confesaba todos los meses, a quien daba sus ahorrillos para que los repartiese en limosnas a los necesitados, y con quien a menudo jugaba al tute. El corazón y la mente de doña Luz eran para el pobre cura el libro de los siete sellos. En esta oscuridad, y siendo además D. Miguel poco entusiasta, quería con moderación a doña Luz; pero la quería con toda la fuerza de alma de que él podía disponer para el cariño, que era poquísima. Doña Luz, en cambio, idolatraba al cura de cierta manera. Se complacía en aquella transparencia, en aquella nitidez, en aquella bendita vaciedad de su espíritu, y le mimaba y agasajaba como a un niño pequeñuelo. Por medio de un contrabandista que iba y venía con telas de algodón, hacía traer de Lisboa para D. Miguel el rapé más selecto; y, procurando que no le hiciesen mal, le enviaba confites, bizcochos y otras golosinas, a que el cura era muy aficionado.

Otro íntimo de más importancia, era el médico D. Anselmo. Y digo de más importancia, por lo que él valía, no porque doña Luz le necesitase. La salud de doña Luz era insolente de buena. Ni un dolor de cabeza nunca.

D. Anselmo era un hombre despejadísimo, y no sólo hábil e instruido en su profesión, sino de variada lectura y de singular facilidad de palabra. No se extrañe que con tales dotes fuese médico en un lugar. O la fortuna no le había sonreído, o su genio indómito y arisco se había opuesto a que se encumbrase. Lo cierto es que, siendo persona de valer, se había resignado a vivir y ejercer su facultad en Villafría.

Doña Luz tenía encantado a D. Anselmo y D. Anselmo a doña Luz. Para esto había diversas causas. Ahora que están en moda los
schemas
, podremos representar los espíritus del médico y de la señorita, como dos esferas muy excéntricas, pero tocándose y compenetrándose por un lado, donde formaban sendos casquetes unidos por la base; algo idéntico a la humanidad en el
schema
del ser, a la
lenteja
que los krausistas han hecho tan famosa. D. Anselmo y doña Luz tenían, pues, una lenteja espiritual mancomunada, donde se entendían a maravilla, quedando el resto de la esfera de cada uno desconocida e inexplorada por el otro. Así es que jamás llegaban a saberse de memoria; escollo en que suelen dar los entendimientos afines, y que a la larga engendra fastidio y desvío.

Siempre tenían estos dos amigos campo en que hacer incursiones y descubrimientos, tratando de penetrar o penetrando el uno en la mente del otro. Nunca se hartaban de hablar, y su conversación era una eterna disputa. Doña Luz era creyente y espiritualista con su poco de misticismo; D. Anselmo, positivista feroz. D. Anselmo era además un parlanchín de siete suelas, y nada le encantaba más que el que le oyesen. Sólo se reposaban ambos en sus discusiones cuando jugaban al ajedrez. Solían jugar uno o dos juegos diarios.

Don Anselmo, contaría ya sesenta años de edad. Estaba viudo como D. Acisclo, y tenía una hija de veinte, morenilla muy agraciada, pequeña de cuerpo, soltera aún, y llamada doña Manolita, alias
la culebrosa
. La llamaban así por su extraordinaria viveza y movilidad. Afirmaban en el pueblo que estaba hecha y como amasada de rabillos de lagartijas. Decía y hacía a cada momento doscientos mil graciosos disparates, aunque todos inocentes y nada comprometidos, por lo cual la apellidaban también
el trueno
; pero realmente no era trueno, sino tempestad de risas, de bromas alegres y de regocijados discursos, porque era no menos picotera que su padre. Por lo demás, el fondo de doña Manolita no podía ser más excelente. Era leal, afectuosa sin malicia y sin envidia, de agudo ingenio, y más juiciosa y reflexiva en lo importante de lo que prometía su exterior y superficial aturdimiento.

Como doña Luz era grave y mesurada, doña Manolita le servía como para completar sus modos de ser. Por esto, sin duda, y por las otras cualidades de que hemos hablado, doña Luz hizo de ella su compañera. Doña Manolita era la única persona a quien doña Luz tuteaba en Villafría. Aún no se confiaba en ella con total abandono, porque doña Luz era muy reservada; pero de día en día iba ganando más doña Manolita en su corazón. Juntas salían a pie de paseo, juntas iban a la iglesia, y juntas tenían costumbre de sentarse en las tertulias. Doña Manolita remedaba a doña Luz en vestido y peinado, y la seguía o acudía adonde la llamaba. Decía doña Manolita que era ella para doña Luz lo que para los galanes de las comedias de capa y espada el lacayo gracioso; y recordando que en varias comedias de las mejores este lacayo se llamaba Polilla, decía a doña Luz: «Hija, yo soy tu Polilla».

Respecto a D. Acisclo, pensaba doña Luz como su padre, y no guardaba al antiguo administrador la más ligera inquinia, porque se hubiese alzado con casi todo el caudal de sus mayores. Si el marqués se había empeñado en arruinarse, ¿qué pecaba en ello D. Acisclo? Con cierta moral alambicada, que don Acisclo no podía conocer, acaso hubiera salvado los intereses del marqués, acaso hubiera hecho durar otros cuantos años más el esplendor de la casa; pero pedir esto por aquellos lugares era pedir cotufas en el golfo. Bastaba, pues, a doña Luz, para estar profundamente agradecida a D. Acisclo, la firme persuasión que abrigaba, de que con otro cualquier administrador de por allí, la ruina de su padre hubiera sido diez años más pronto, y ella no se hubiera criado como una dama elegante, en el seno del bienestar, con aya inglesa, y con todos los cuidados debidos. Sabe Dios cómo se hubiera criado y lo que hubiera sido de ella si el marqués se arruina y muere de berrenchín, dejándola huérfana de edad de cinco años y no de quince.

Doña Luz gustaba además de D. Acisclo. Simpatizaba con su actividad, con su amor al trabajo y con otras virtudes que en él resplandecían.

Por el buen parecer, doña Luz había vivido, sin el menor conato de irse a su casa, en la casa de don Acisclo, hasta que cumplió veintidós años. Desde entonces en adelante, intentó varias veces irse a vivir sola a su casa; pero D. Acisclo la retenía suave y cariñosamente. Dábale a entender que sería una tristeza quedar solo, después de haberse acostumbrado a su compañía, y apelaba también, algo grotescamente, a qué dirán, sosteniendo que doña Luz era muchacha y que no debía campar por sus respetos como vieja solterona, que buena y severa que fuese, si vivía sola, habían de decir que era
una vaca sin cencerro
.

Doña Luz, lejos de ofenderse, se reía de esta comparación poco galante, y seguía viviendo en la casa del antiguo administrador.

Por otra parte, la independencia de doña Luz era perfecta.

Tres o cuatro cuartos le pertenecían exclusivamente en la casa, y estaban amueblados con el gusto más primoroso. En ellos no entraban de diario sino los cuatro amigos íntimos ya referidos: Juana la criada; una de las de
cuerpo de casa
, que hacía la limpieza bajo la inspección de Juana, a fin de que no rompiese algún objeto de arte o mueble delicado; y, por último, otros tres seres, que eran también semi-íntimos de doña Luz, y que completaban o cerraban su círculo familiar. Eran estos tres seres Tomás el criado antiguo, y ya su escudero y acompañante, cuando ella salía a caballo; el tío Blas, aperador de la señorita, con quien se entendía para cuidar sus bienes, que ella misma administraba y que iban mejorando hasta el punto de que le producían cerca de 20.000 rs. en algunos años de buena cosecha; y el galgo Palomo, blanco, gigantesco en su clase, y de terrible genio para quien se le antojaba a él que molestaba u ofendía a su ama, con la cual era todo blandura, docilidad y mansedumbre.

A más de esta sociedad cotidiana, no se negaba doña Luz a asistir a otras de más ancha base. Los hijos, hijas, nueras y yernos de D. Acisclo, con crecida y numerosa prole, sus consuegros y consuegras, compadres y comadres, formaban una caterva con quien era menester alternar. Todos ellos eran insignificantes y poco divertidos; no eran ni malos ni buenos, y doña Luz hacía milagros de diplomacia para no tratarlos mucho y no enojarlos tampoco.

En los días de cumpleaños y del santo de cada individuo de la familia de D. Acisclo, había comida patriarcal en la casa, y mucho jaleo de baile. Doña Luz no se excusaba de asistir a tales funciones, y casi siempre acertaba a dejar prendados a todos de su amabilidad y alegría.

V

La amistad de doña Manolita

La vida de doña Luz era, no obstante, tan regular, tan monótona, tan sin accidentes que diferenciasen unos días de otros días, que habían pasado los años, y en la memoria de ella eran como sueño fugaz, donde todo estaba confundido.

Esto tiene para cualquiera el hechizo de la paz. Para doña Luz aún tenía mayor hechizo.

Cuanto agitaba su mente con pensamientos, o su voluntad con deseos o pasiones, era extraño al mundo que la rodeaba: procedía de un mundo ideal, donde no hay espacio ni tiempo. Así es que, si bien doña Luz, no distinguiéndose en esto de los demás mortales, no pensaba ni sentía todo a la vez, como las causas de su pensar y de su sentir más hondo no tenían punto señalado en nuestro planeta, ni momento marcado en la cronología, los efectos se sustraían también a las leyes de la sucesión y del lugar y parecía que se daban en una eternidad inmóvil.

Me pesará de no ser claro y trataré de explicarme con más llaneza, aunque peque de difuso. Doña Luz no era una soñadora mística; distaba infinito de vivir en continuo arrobo; veía, comprendía y apreciaba cuanto ocurría en torno de ella en el mundo real; pero los lances y sucesos de Villafría la interesaban menos, aunque los veía de cerca, que los lances y sucesos que las historias y novelas relataban, que la poesía acertaba a presentarle o que ella misma fantaseaba en ocasiones. No tenía tampoco doña Luz un corazón de cal y canto, sino un corazón muy compasivo y afectuoso; se dolía de los males y desgracias del prójimo, procuraba remediarlos, los consolaba a veces, y en esto consumía parte de su actividad. Pero como su actividad era grande, y se dilataba muy más allá de los límites de Villafría y aun se prolongaba de un modo infinito, venía a resultar que lo más íntimo y esencial de su vida, lo que más la afectaba no estaba en Villafría, y, por consiguiente, no estaba en ninguna parte. Por esto, sin ser ella soñadora, vivía como soñando.

Por mucho que anhelemos ponderar la ternura de alguien, no iremos hasta afirmar que se marcan las más importantes épocas de su existencia por el día en que murió de viruelas el hijo del vecino de enfrente, o por la noche en que se prendió fuego el cortijo del labrador con quien se ha conversado alguna vez al ir de paseo o al salir de la iglesia. Para marcar dichas épocas, son necesarios casos que toquen más íntimamente a nuestro propio ser. Para doña Luz no había época de este orden desde la muerte de su padre. Verdad es que, muy al contrario de la generalidad de las mujeres, daba ella poco valer a multitud de cosas con que otras llenan la memoria, sin descuidar ni borrar los pormenores al parecer más insignificantes.

En nada, en mi sentir, se señala más que en esto el espíritu femenino. Yo confieso que me quedo embobado oyendo referir a las mujeres sucesos, lances o conversaciones. No hay menudencia que echen en olvido. Y dijo éste… y relatan todo lo que dijo. Y contestó el otro… y no olvidan palabra de lo que contestó. Y luego replicó el de más allá… y tampoco se queda traspapelada una letra sola de la réplica. Imagina el oyente que levantan acta circunstanciada y fiel de cuanto presencian y oyen. No así doña Luz. Doña Luz hacía caso de muy pocos sucesos.

Lo que más la entusiasmaba, deleitaba o conmovía, lo mismo era de hoy que de ayer, lo mismo de un año más tarde que de un año más temprano: la vuelta de la primavera, un cielo lleno de estrellas, la luz de la luna, el alba, el olor y la belleza de las flores, la música, los versos y cosas así que son de siempre.

Hasta las relaciones amistosas de doña Luz con el médico, con el cura y con D. Acisclo, eran invariables: estaban siempre en el mismo ser, sin crecer ni menguar.

Sólo en las relaciones con doña Manolita hubo variación, aumentando la intensidad en el afecto.

Partamos, pues, del instante en que crece y llega a su colmo esta amistad entre doña Luz y doña Manolita.

Era una mañana de mayo. Ya hemos dicho que doña Luz madrugaba. También madrugaba la hija del médico. A las siete de la mañana vino a ver a su amiga, y penetró en su saloncito, donde tenía entrada libre.

Si cualquier hombre del mundo, conocedor de la vida de Madrid o de otra capital de Europa, y conocedor del modo de vivir de nuestros lugares de Andalucía, hubiera entrado allí, se hubiera sorprendido agradablemente y hubiera dudado de lo que veían sus ojos.

El saloncito de doña Luz tenía todo el
confort
, toda la elegancia de un saloncito de una dama madrileña de las más
comm'il faut
, a par de ciertas singularidades poéticas del campo y de la aldea.

Dos ventanas daban al huerto, donde se veían acacias, álamos negros, flores, árboles frutales, también en flor entonces, y brillante verdura. Dentro del saloncito había asimismo plantas y flores en vasos de porcelana. Una jaula grande encerraba multitud de pájaros que alegraban la estancia con sus trinos y gorjeos. Tenía doña Luz dos primorosos escritorios antiguos, con cajoncitos y columnitas, llenos de incrustaciones de marfil, ébano y nácar; cómodos sillones y sofás; una chimenea
francesa
mejor construida que las otras que había en la casa; espejos, cuadros bonitos y un armario lleno de libros lujosamente encuadernados.

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