Y cuando finalmente fuese Dios, es decir, cuando la eterna rueda del ser, siempre en movimiento, siempre escogiendo, hubiese consumido todas las almas que fuesen mejores que la mía y me otorgase mi día como deidad, sabría cómo hacer perder la cordura a tu especie con las sombras de temores con los que ya ni siquiera tratarían de razonar.
¿Era posible que, en el breve espacio de tiempo transcurrido entre que las asquerosas huestes de ángeles entraran en la carnicería tras espantar a Quitoon de la puerta, reclamaran el alma del pastelero y se marcharan con él hacia una perfección incognoscible, yo me hubiese deshecho de la cosa lamentable que solía ser, un cobarde indiferente extraviado en las nubes del amor no correspondido, y me hubiese transformado en la encarnación de la abominación sin límites?
No, por supuesto que no. El Jakabok Botch que acababa de nacer había madurado en la matriz de mi rabia durante buena parte de un siglo, creciendo como el niño que llevaba dentro de mí y desafiando a toda ley racional. Y allí, en aquel sórdido lugar, con las moscas observándome, había dejado que el repugnante niño matase a su padre, igual que yo había matado al mío. Y ahora se había desatado, implacable y sin piedad.
Ahora estás hablando con esa misma criatura. El homicida, depravado, vengativo y lleno de odio instigador de asesinatos públicos y matanzas domésticas; el secuestrador, el estrangulador, la divinidad de las moscas carroñeras y su prole de gusanos; el más vil entre los viles. Me había curado, en mi nueva infancia, de la tediosa sabiduría de la edad. Me juré a mí mismo que nunca volvería a caer en aquel estado de hastío. Siempre sería así de salvaje en lo sucesivo, un niño insensato, un manantial tóxico que fluiría con poca fuerza, pero con constancia, hasta que hubiese envenenado a toda cosa viviente que lo rodease.
¿Entiendes ahora por qué realmente sería mejor para todos que hicieses lo que te pedí que hicieras desde un principio?
Quema este libro.
Ah, ya sé lo que estás pensando. Estás pensando: bueno, ya casi ha terminado esa estúpida confesión suya. ¿Qué pueden importar las pocas páginas que quedan?
Deja que te diga algo: recordarás mi petición de que llevases la cuenta de las páginas. Bueno, he contado las que quedan hasta el final de este testamento y me encuentro a ese preciso número de pasos de distancia de ti. Incluso mientras lees estas mismas palabras. Sí, ahora mismo. Estoy detrás de ti ahora mismo.
¿Acabo de sentir como tus manos agarran el libro con un poco más de fuerza? Lo he notado, ¿verdad?
No quieres creerme, pero hay una pequeña parte supersticiosa en tu constitución que es más antigua que el humano que hay en ti, más antigua que el simio que hay en ti, y no importa cuántas veces te repitas a ti mismo que no soy más que un demonio mentiroso y que nada de lo que te digo es verdad; esa parte de ti te susurra al oído algo diferente.
Dice:
«Está aquí. Ten cuidado. Probablemente lleva aquí todo el rato, caminando tras de ti». Esa voz conoce la verdad.
Si quieres una prueba, lo único que tienes que hacer es seguir desafiándome, seguir pasando las páginas, y poicada página que pases haciendo caso omiso a lo que te digo, me acercaré un paso más a ti.
¿Me comprendes
?
Una página, un paso. Así hasta que se te acaben las páginas.
¿Y entonces qué?
Entonces estaré lo suficientemente cerca para tocarte y rajar tu desafiante garganta. Cosa que pienso hacer.
No creas ni por un minuto que no lo haré.
Te he traído tan lejos para que puedas ver por ti mismo cómo abandoné toda partícula de esperanza que tuve alguna vez para convertirme en la antítesis de todas las cosas que vuelven sus rostros hacia lo bueno y la luz; todas las cosas que son, como probablemente dirás a tu estúpido modo, sagradas.
Te he traído tan lejos para que puedas ver cómo aquella parte de mí que quiso querer… No, que quería, fue asesinada en una carnicería de Mainz y cómo, una vez que se hubo ido, vi lo que realmente era yo. Lo que realmente soy.
No dudes de esa voz interior que te habla de horrores. Ella conoce la verdad. Si quieres evitar que me acerque un paso más a ti, no te plantees siquiera la posibilidad de pasar una página más. Haz lo que sabes que deberías hacer.
Quema este libro.
Vamos.
¡Quema el maldito libro!
¿Qué es lo que pasa contigo? ¿Quieres morir? ¿Es eso? ¿La muerte es la respuesta? ¿Entonces cuál es la pregunta, simio? ¿Las noticias son tan malas que no puedes imaginarte levantándote mañana? Eso puedo entenderlo. Todos nosotros nos aferramos a este planeta estropeado mientras él se hunde en la oscuridad. Lo entiendo. Probablemente, mejor de lo que crees. Lo comprendo. Te gustaría vivir sin la constante caída de las sombras; sin la oscuridad acechándote justo cuando crees que todo va bien. Quieres felicidad.
Claro que la quieres. Por supuesto. Y la mereces. Así que…
No permitas que nadie sepa que te estoy diciendo esto, porque se supone que no debo hacerlo. Hemos llegado tan lejos juntos, ¿verdad?, que sé lo doloroso que ha sido para ti, cuánto has sufrido. Lo he visto en tu cara, en tus ojos, en el modo en que las comisuras de tus labios se tuercen mientras me lees.
Supón que yo pudiese mejorar eso. Supón que pudiese prometerte una vida larga y sin dolor en una casa situada en una gran colina, con un gran árbol junto a ella. La casa tiene al menos mil años de antigüedad y, cuando el viento sopla del sur, huele a naranjas y el árbol se agita como una enorme nube verde de tormenta, solo que sin relámpagos, tan solo flores.
Supón que yo pudiese decirte dónde te están esperando las llaves de esa casa, junto con todo el papeleo, claro, aguardando a que lo firmes. Puedo. Puedo decírtelo.
Y, como ya he dicho, te lo mereces. De verdad que sí. Has sufrido suficiente. Has visto el dolor de otros y has sido herido tú también. Profundamente, además, así que no te castigues por haber escogido un libro que estaba medio loco.
Tan solo era yo poniéndote un poquito a prueba. Estoy seguro de que puedes comprenderlo. Como el premio era una vida sin dolor en una casa que hasta los ángeles envidian, tenía que ser cuidadoso con mi elección, no podía dárselo a cualquiera.
Pero tú… tú eres perfecto. La casa te recibirá con los brazos abiertos y vas a pensar:
aquel señor B. no era tan cruel después de todo. Está bien, me hizo pasar por el aro varias veces y me obligó a quemar aquel librillo, pero ¿qué importa todo eso ahora? Vivo en una casa que hasta los ángeles envidian
.
¿Eso ya lo había dicho? Sí, ¿verdad? Lo siento. Me dejo llevar un poco cuando hablo de la casa. No existen palabras que expliquen la belleza de ese lugar. Allí estarás a salvo, incluso de Dios. Piénsalo. A salvo incluso de Dios, que es cruel, igual de cruel que seríamos todos si fuésemos Dios y no temiésemos a la muerte o al juicio.
En esa casa eres inmune a Él. No oirás ninguna voz en tu cabeza; no existen los mandamientos; no arden los arbustos sin consumirse tras la ventana. En esa casa solo estáis tú y tus seres queridos, viviendo vuestras vidas sin dolor. Todo por un precio muy razonable: una llama; una insignificante llama que quemará estas páginas para siempre.
Y de todos modos, ¿no es eso lo que desearás cuando vivas en la casa de la colina? Ya no querrás este sucio y viejo libro que te ha amenazado y aterrorizado. Es mejor que desaparezca y que lo haga para siempre. ¿Para qué recordarlo?
La casa es tuya. Lo juro por las alas del lucero del alba. Tuya. Lo único que tienes que hacer es quemar estas palabras, y a mí con ellas, para que desaparezcan de una vez por todas de la faz de la tierra.
No soy capaz de decidir si eres un suicida, un deficiente mental o ambas cosas. Te he advertido de lo cerca que estoy. Realmente no quieres sentir mi cuchillo sobre tu cuello, ¿verdad? Quieres vivir. Seguro.
Coge la casa de la colina y sé feliz allí. Olvida que alguna vez has oído el nombre de Jakabok Botch. Olvida que te he contado mi historia y…
Ah.
Mi historia. ¿Todo esto es por eso? ¿Porque el espectro de mi lastimosa vida ronda tu cavidad craneal? ¿Tienes tantas ganas de saber cómo llegué desde una carnicería de Mainz hasta estas palabras que estás leyendo que renunciarías a la casa de la colina, a su árbol agitándose y a una vida sin dolor que incluso los ángeles…?
Bah, ¿y por qué me preocupo?
Te estoy ofreciendo un trocito de Cielo en la Tierra, una vida por la que la mayoría de la gente daría su mismísima alma y lo único que haces es seguir leyendo palabras y pasando páginas, leyendo palabras y pasando páginas.
Me pones enfermo. Eres estúpido, egoísta, desagradecido. Eres escoria. ¡Muy bien, lee las malditas palabras! Continúa. Pasa las páginas hasta ver cómo te atrapan. Nada de casas en la colina, te lo contaré. Entonces será una sencilla caja de madera en un agujero en el suelo, cubierta de porquería. ¿Es eso lo que quieres? ¿Sí? Porque será mejor que comprendas que, una vez que demos por cerrado el trato, nunca lo volveré a mencionar.
Esta casa es una oportunidad única que nunca se repetirá, ¿me entiendes? Por supuesto que me entiendes. ¿Para qué sigo preguntándotelo, como si hubiese una sola cosa de las que he dicho o hecho que no hayas comprendido a la perfección? Entonces, ¿la quieres o no? Decídete. Mi paciencia se está agotando peligrosamente. No puedo perder más tiempo. ¿Me oyes?
La casa está esperando. Tres palabras más y adiós a la casa.
No
las
leas.
¿Sabes qué? Puedo ver la casa desde aquí. Señor, con qué fuerza sopla el viento hoy. Las hojas del árbol se agitan tal y como te conté. Pero las ráfagas son muy fuertes, nunca antes había sentido un viento como este. El árbol no se está agrietando, se está partiendo. No me lo puedo creer. Después de todos estos años, todas las tormentas, toda la nieve caída sobre sus ramas. Pero ya ha tenido suficiente: sus raíces están siendo arrancadas del suelo. ¡Por piedad! ¿Por qué nadie hace algo antes de que caiga sobre la casa?
Ah, claro, no hay nadie allí. La casa está vacía. No hay nadie que la proteja.
¡Señor, esto es un crimen! Mira ese árbol, cómo cae y cae y…
Ahí va la pared de la casa, agrietándose como un huevo golpeado con un martillo. Es trágico. Algo tan bonito no debería morir de este modo, sola y sin que nadie la quiera. Vaya, ahí va el tejado. Las ramas pesan tanto y son tan antiguas que ceden y ahora todo el lugar se está desplomando por el peso del árbol; todas las paredes, ventanas y puertas. Apenas puedo verlas a causa del polvo.
Bueno, en realidad no tiene sentido mirar. Se ha acabado.
Como he dicho, una oportunidad única que nunca se repetirá. Cosa que se podría decir de todos nosotros si se es un sentimental, y yo no lo soy.
En cualquier caso, se ha acabado. Y no me queda nada en los bolsillos para tentarte. Así que me temo que a partir de ahora va a haber lágrimas o nada.
Esto es todo lo que me queda por contar: lágrimas, lágrimas y lágrimas.
Cuando me fui de la carnicería, el cielo vestía un extraño abrigo de colores. Era como si alguien hubiese atrapado a la aurora boreal y la hubiese llevado a rastras hacia el sur hasta colocarla sobre aquella mugrienta ciudad como una promesa de que algo mejor ocurriría.
La odié en cuanto la vi. Como si hiciese falta que te lo diga, conociéndome como me conoces. Odié su belleza, desde luego, pero, más que nada, su serenidad. Eso es lo que provocó que quisiera trepar al campanario más alto para intentar bajarla de allí. Pero no tenía tiempo. Tenía que encontrar a Quitoon y hacerle ver en qué me había convertido tras haber estado en compañía de los ángeles, en lugar de huir de ellos como había hecho él. Toda la influencia de la crueldad y la agonía de lo divino se compendiaban ahora en mí; era un lugar en el que las moscas cuyas crías tuvieran apetito de iniquidad y destrucción podían posarse. Mi cráneo era un rostro que ocultaba escorpiones; mis excrementos eran serpientes y veneno de serpientes; en el aire en el que caminaba relucían destellos de rabia.
Quería que él viera en lo que me había convertido. Quería que supiera que a pesar de lo que él hubiese significado para mí una vez, yo me había arrancado la despiadada carne de aquel amor, si es que aquello era amor, y había alimentado con ella a los salvajes niños de Mainz.
No resultó difícil seguirle la pista. Era consciente de las señales secretas del mundo de un modo que nunca antes había experimentado. Me parecía poder ver su forma fantasmal moviéndose ante mí por las calles, volviendo la mirada mientras avanzaba como si temiese a cada paso que los ángeles le persiguieran.
Ese temor pareció haber disminuido pasado un rato. Había aminorado su marcha hasta convertirla en un paso tambaleante y, finalmente, se había detenido para tomar aliento. Ahí me separé de él y continué sin necesidad de que su fantasma me guiase. Conocía el camino.
Otros muchos parecían conocerlo también y estaban reunidos en el lugar adonde mi instinto me estaba guiando. Alcancé a verlos fugazmente mientras avanzaban entre la muchedumbre humana. Algunos dejaban a su paso enjambres de abejas negras que surgían de las colmenas de sus cabezas; otros iban desnudos con todo descaro, desafiando a los rectos y temerosos ciudadanos de Mainz a confesar que los habían visto. Otros se movían por los callejones de modos mucho más extraños. Pequeños destellos de luz serpenteaban bajo las calles cubiertas de lodo y muchas otras entidades recorrían su camino medio ocultas en las paredes de las casas que dejaba a derecha e izquierda, elevándose hasta los aleros y cayendo en picado hasta el nivel del suelo al momento siguiente. Había viajeros cuyos huesos brillaban a través de togas hinchadas de carne translúcida. Había seres sin cabeza, sin miembros, arrastrándose rumbo a aquel destino desconocido que nos llamaba a todos. Resultaba imposible emitir un juicio significativo acerca de sus clanes o procedencias. Nunca había visto seres como aquellos en los Círculos del Infierno, aunque eso no significaba nada, dado mi escueto conocimiento de aquel lugar. Tal vez eran clases altas de demonios, o clases bajas de ángeles; tal vez ambas cosas. No era algo inconcebible; aquel día, nada lo era.
Así que doblé la última esquina y entré en la calle donde Johannes Gutenberg, el orfebre más notorio de Mainz, tenía su taller.
Se trataba de un edificio corriente situado en una calle corriente y, de no haber sido por los poderes que se congregaban allí, ni siquiera habría reparado en él. Pero no cabía duda de que aquel ordinario lugar contenía algo importante. ¿Por qué si no agentes del Cielo y el Infierno se iban a enzarzar brutalmente en el tejado y en el aire que había sobre el tejado, sin dejar de alborotar, formas de sol y de sombras mezcladas las unas con las otras? Aquello no eran representaciones, sino luchas a vida o muerte. Vi a un demonio de alto rango caer del cielo con la parte superior de la cabeza rebanada por la espada de un ángel, a otro partido en pedazos por una banda de cuatro espíritus celestiales, cada uno tirando de un miembro. Había otras fuerzas combatiendo a mayor altura, ataques con rayos que saltaban de nube en nube y cuerpos desollados que descendían entre una lluvia de excrementos y oro. Los ciudadanos de Mainz se negaban de un modo obstinado a ver lo que estaba ocurriendo sobre sus cabezas. Su única concesión al hecho de que aquel día no era como los demás era su silencio al pasar ante el taller de Gutenberg. Examinaban sus embarrados pies mientras caminaban, ponían cara de falsa decisión como si su arrojo los protegiese contra cualquier tipo de lluvia, sulfúrica o seráfica.