—¿Para qué?
—Leche. Queso. Compañía.
Se puso en pie y se volvió hacia la puerta mientras pateaba cadáveres vacíos a su paso.
—Tu cabra tendrá que esperar.
—¿Solo porque tú quieres ir a un lugar llamado Mainz? ¿Para ver a otro fracasado construir otro fracaso de máquina?
—No, porque uno de estos mocosos desangrados que estoy pisando es el nieto de un tal lord Ludwig von Berg, que ha reunido a un pequeño ejército de madres que han perdido a sus bebés, más cien hombres y siete sacerdotes. Y ahora mismo se dirigen hacia aquí.
—¿Cómo han averiguado dónde estamos?
—Había un agujero en uno de tus sacos. Has dejado un reguero de niños llorando desde la ciudad hasta el bosque.
Maldiciendo mi maltrecha suerte, me levanté de la bañera:
—Entonces, nada de cabras —le dije a Quitoon—. Pero ¿tal vez en el próximo lugar?
—Enjuágate la sangre con agua.
—¿Tengo que hacerlo?
—Sí, señor B. —respondió sonriendo con indulgencia—, tienes que hacerlo. No quiero que envíen perros en tu busca solo porque olemos a…
—Bebés muertos.
—¿Nos vamos a Mainz o no? —preguntó Quitoon.
—Si tienes tantas ganas de ir…
—Las tengo.
—¿Por qué?
—Hay una máquina que tengo que ver. Si hace lo que he oído que hace, entonces cambiará el mundo.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Bueno, escúpelo —dije—. ¿Qué es lo que hace? Quitoon se limitó a sonreír:
—Lávate rápido, señor B. —dijo—. Tenemos lugares a los que ir y cosas que ver.
—¿Como el fin del mundo?
Quitoon estudió el montón de inocentes que rodeaba mi bañera.
—He dicho cambiar, no acabar con él.
—Todo cambio es un final —respondí.
—Vaya, escúchate: el filósofo desnudo.
—¿Te estás burlando de mí, señor Q.?
—¿Te importa, señor B.?
—Solo si intentas herirme.
—Ah.
Levantó la vista de los bebés muertos. Las motas doradas de sus ojos brillaban como soles que eclipsaban todo rastro de un color más oscuro. Todo era dorado, en sus ojos y en sus palabras.
—¿Herirte? —dijo—. Nunca. Tráeme papas, santos o un mesías y los atormentaré hasta romperles la cabeza. Pero a ti nunca, señor B. A ti, nunca.
Abandonamos la casa por la puerta trasera mientras la legión de soldados, sacerdotes y madres vengativas liderada por Von Berg se dirigía a la principal. Si las profundidades del bosque no me hubieran resultado tan familiares por la gran cantidad de horas que había merodeado por allí, pensando con ingenuidad en mi idílica vida con Quitoon y la cabra, sin duda nuestros perseguidores nos habrían atrapado y cortado en pedazos. Pero gracias a mis deambulaciones poseía un conocimiento de los laberínticos senderos del bosque mucho mayor de lo que creía y, a través de ellos, fuimos ganando una cómoda distancia a la legión de von Berg. Aminoramos un poco el paso, pero no nos detuvimos hasta que se hubo desvanecido el último grito.
Descansamos un rato, sin hablar. Yo escuchaba cómo los pájaros se llamaban unos a otros con un canto mucho más intrincado que las simples y vivas notas que emitían los pájaros que habitaban los árboles soleados de las afueras del bosque. Quitoon parecía pensar en Mainz porque, mucho más tarde, mientras emergíamos por el lado opuesto del bosque, a unos cincuenta kilómetros del lugar por el que habíamos entrado en él, y mientras vigilaba a tres cazadores que iban a caballo, sugirió cazar a los cazadores y quitarles la ropa, las armas, el pan y el vino que llevaban, así como sus caballos.
Una vez hecho esto, nos sentamos entre los cadáveres desnudos mientras comíamos y bebíamos.
—Probablemente deberíamos enterrarlos —dije.
Mientras lo sugería, sabía que Quitoon no iba a querer perder el tiempo cavando tumbas, pero no se me había ocurrido la solución que él tenía en mente. Era impresionante, he de admitirlo. Siguiendo sus instrucciones, arrastramos a los tres muertos unos cincuenta metros hacia la profundidad del bosque, donde los árboles eran altos y espesos. Entonces, para mi asombro, Quitoon tomó uno de los cadáveres en sus brazos, se puso en cuclillas y, de repente, se levantó de un salto y lanzó el cuerpo hacia las ramas con tal fuerza que atravesó la densa espesura. Pronto desapareció de la vista, pero oí su ascenso continuo durante unos segundos hasta que finalmente se alojó en algún lugar alto donde pájaros de mayor tamaño y más hambrientos que los que cantaban en las ramas bajas le arrancarían la carne con avidez.
Hizo lo mismo con los otros dos cuerpos en otros dos puntos diferentes. Cuando hubo acabado respiraba con cierta dificultad, pero estaba satisfecho consigo mismo.
—Dejemos que quienes finalmente los encuentren le busquen sentido a esto —dijo—. ¿Qué significa tu expresión, señor B.?
—Es solo que estoy asombrado —respondí—. Cien años juntos y todavía escondes trucos nuevos en la manga.
No disimuló su satisfacción, sino que sonrió con suficiencia.
—¿Qué harías sin mí? —dijo.
—Morir.
—¿Por falta de alimento?
—No, por falta de compañía.
—Si nunca me hubieras conocido, no tendrías motivo para lamentar mi ausencia.
—Pero te conocí y lo lamentaría —respondí y, apartándome de su escrutadora mirada, que había conseguido que mis mejillas quemadas volvieran a arder, me dirigí de nuevo adonde se encontraban los caballos.
Nos llevamos los tres, lo cual proporcionaba a cada uno de ellos un respiro mientras montábamos a los otros dos y, de este modo, se agilizaba nuestro viaje. Estábamos a finales de julio y viajábamos de noche, no solo por precaución sino porque también presentaba la ventaja de que podíamos descansar en algún lugar secreto durante el día, cuando el aire, sin el mínimo resquicio de brisa, aumentaba ferozmente de temperatura.
Sin embargo, el hecho de limitar nuestro viaje a las cortas noches de verano puso a Quitoon de un humor de perros y, antes que soportar su compañía en aquel estado, accedí a que viajáramos día y noche para poder llegar a Mainz cuanto antes. Pronto los caballos enfermaron por la falta de descanso y, cuando uno de ellos murió literalmente conmigo encima, abandonamos a los supervivientes con su compañero muerto (por cuyo cadáver no mostraron ni la más mínima curiosidad), cogimos nuestras armas y la comida que quedaba del robo del día anterior y continuamos a pie.
El caballo había perecido justo después del amanecer, así que, a medida que caminábamos, el calor del sol, que al principio era agradable, se volvía cada vez más sofocante. La carretera vacía que se extendía ante nosotros no ofrecía demasiadas perspectivas de encontrar sombra, bajo un tejado o un árbol, y a ambos lados de ella se extendían campos de inmóvil grano.
La ropa que les había robado a los cazadores, que me sentaba bastante bien y era la vestimenta de un hombre adinerado, me asfixiaba. Quería arrancármela e ir desnudo, como en el inframundo. Por primera vez desde que Quitoon y yo habíamos dejado el sangriento claro, quería volver al Noveno Círculo, entre los hoyos y las cimas de basura.
—¿Fue así como te sentiste? —me preguntó Quitoon. Le lancé una mirada de desconcierto.
—En el fuego —dijo, a modo de explicación—, cuando te hiciste las cicatrices. Sacudí la cabeza, que me latía con fuerza.
—Estúpido —murmuré.
—¿Qué?
Había un atisbo de amenaza en aquella única sílaba. Aunque habíamos discutido en innumerables ocasiones, a menudo con vehemencia, nuestros intercambios jamás habían llegado a ser violentos. Siempre me había sentido demasiado intimidado por él para dejar que aquello ocurriera. Ni siquiera un siglo robando, matando, viajando, comiendo y durmiendo juntos había conseguido eliminar la amarga certeza de que, bajo las estrellas adecuadas, él me mataría sin dudarlo. Aquel día solamente una estrella alumbraba el Cielo pero ay cómo quemaba. Era como un impasible ojo abrasador que freía nuestra rabia en las sartenes de nuestros cerebros mientras recorríamos la desierta carretera.
Si no hubiera sentido el fervor de su mirada y, en ella, el juicio implícito, habría reprimido mi ira y le habría dedicado a Quitoon unas palabras de disculpa. Pero aquel día no; aquel día le respondí con franqueza.
—He dicho «estúpido».
—¿Refiriéndote a mí?
—¿A ti qué te parece? Pregunta estúpida, mente estúpida.
—Creo que el sol te ha vuelto loco, Botch. Ya no caminábamos, sino que estábamos parados uno frente al otro, a menos de un brazo de distancia.
—No estoy loco —dije.
—¿Entonces por qué harías una idiotez tan grande como llamarme estúpido? —El volumen de su voz se atenuó hasta no ser más que un susurro—. A menos, claro, que estés tan cansado del polvo y el calor que quieras que alguien acabe con tu miseria. ¿Es eso, Botch? ¿Estás cansado de la vida?
—No, solamente de ti —contesté—. De ti y de tu retahíla interminable y aburrida sobre las máquinas. ¡Máquinas, máquinas! ¿A quién le importan los hombres que las fabrican? ¡A mí no!
—¿Ni siquiera si la máquina cambiase el mundo?
Me reí.
—Nada va a cambiar esto —dije—: estrellas, sol, carreteras, campos. Y así, suma y sigue; el mundo sin fin.
Nos miramos por un momento, pero ya no me importaba encontrarme con sus ojos, con sus reflejos dorados. Di la vuelta y volví por donde habíamos venido, aunque la carretera estaba igual de vacía y resultaba poco prometedora tanto en una dirección como en la otra. No me importaba. No tenía intención alguna de ir a Mainz, ni de ver lo que había allí que Quitoon pensaba que era tan interesante.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—Adonde sea, mientras esté lejos de ti.
—Morirás.
—No, no moriré. Vivía antes de conocerte y volveré a vivir cuando te haya olvidado.
—No, Botch. Morirás.
Me había alejado de él unas seis o siete zancadas cuando comprendí, con una repentina sensación de terror, lo que me estaba diciendo. Dejé caer la bolsa de comida que llevaba y, sin tan siquiera mirar atrás para confirmar mis temores, giré hacia mi derecha y eché a correr hacia el único lugar en el que podía ocultarme: el maizal. Entretanto, oí lo que parecía el restallido de un látigo y sentí que una ola de calor me envolvía desde atrás con la suficiente fuerza como para tirarme de bruces. Mis pies, atrapados en aquellas deplorables botas de diseño, tropezaron entre ellos y caí en una acequia poco profunda que separaba la carretera de la plantación. Eso fue lo que me salvó. Si me hubiera mantenido de pie, la ráfaga de calor que Quitoon había arrojado en mi dirección me habría alcanzado.
Esquivé el calor, que fue a parar al grano y por un instante lo ennegreció para, a continuación, estallar en impresionantes llamas de color naranja que se elevaban contra el cielo impecablemente azul. Si el fuego hubiera tenido algo más que devorar que el mustio grano, yo podría haber muerto fulminado en aquella acequia. Pero el maíz se consumió en un abrir y cerrar de ojos y las llamas se vieron obligadas a extenderse en busca de más alimento, por lo que prendieron a lo largo del borde de la plantación en ambas direcciones. Un velo de humo surgió de los rastrojos ennegrecidos y, bajo su protección, comencé a arrastrarme por lo acequia.
—Pensé que eras un demonio, Botch —oí que decía Quitoon—. Pero mírate, no eres más que un gusano.
Me detuve para mirar atrás y, a través de un claro en el humo, pude ver a Quitoon de pie en la acequia observándome. Su expresión denotaba auténtica repugnancia. Había visto aquello en su rostro con anterioridad, claro, aunque no demasiado a menudo. Lo reservaba solo para la carroña más abyecta e incorregible con la que nos habíamos topado durante nuestros viajes. Ahora yo figuraba en esa categoría y aquello dolía más que la certeza de que su mirada podía acabar conmigo sin darme tiempo a respirar por última vez.
—¡Gusano! —me increpó—. Prepárate para arder.
Sin duda al momento siguiente se habría producido la ignición letal, pero dos cosas me salvaron: la primera, una serie de gritos procedentes de la plantación, supongo que de sus dueños que llegaban corriendo con la esperanza de extinguir las llamas; y la segunda y aun más fortuita, una nueva y más densa oleada de humo que provenía del grano en llamas, que tapó la abertura a través de la cual me observaba Quitoon y lo ocultó por completo.
No esperé a que se me presentara otra oportunidad como aquella: salí reptando de la acequia oculto bajo la densísima capa de humo y corrí carretera abajo para alejarme de Mainz a la mayor velocidad posible. No miré atrás hasta que me hube alejado casi un kilómetro de Quitoon, temiendo a cada paso que me hubiera perseguido.
Pero no. Cuando por fin permití que mis agonizantes pulmones se tomaran un respiro y me detuve para mirar hacia la carretera, no había rastro de él. Tan solo un manchón de humo que ocultaba el lugar donde habíamos tenido nuestra triste despedida. Por lo que se podía ver desde allí, los campesinos no estaban teniendo demasiada suerte para evitar que el fuego de Quitoon destrozara su seca cosecha. Las llamas habían alcanzado la carretera y ya se extendían por la plantación del margen opuesto.
Continué mi retirada, aunque a un ritmo más pausado. Solo me detuve para quitarme aquellas agobiantes botas; las tiré a la acequia y permití que mis demoníacos pies disfrutaran del lujo del aire y el espacio. Al principio resultó extraño caminar por una carretera descalzo después de tantos años de libertad coartada por el calzado. Pero los placeres más sencillos son siempre los mejores, ¿no es cierto? Y había pocas cosas más sencillas que la comodidad de caminar con los pies descalzos.
Cuando me hube alejado otro medio kilómetro de Quitoon, me detuve de nuevo y me tomé un momento para mirar atrás. Aunque las plantaciones de ambos márgenes de la calzada todavía ardían con furia (las llamas no mostraban signos de extinción a pesar de que ambos incendios emitían columnas de humo negro), la carretera no estaba contaminada y, en diversos puntos de su trazado, unos cuantos rayos de sol traspasaban el humo y la arrojaban luz sobre ella. En uno de esos puntos permanecía Quitoon, mirándome desde lo lejos con los pies separados y las manos a la espalda. Se había quitado la capucha que llevaba para ocultar sus rasgos demoníacos y, a pesar de la considerable distancia que había entre nosotros, el poder de mi vista infernal, con la ayuda de la luz del sol, me permitió leer la expresión que se dibujaba en su rostro. O, mejor dicho, la ausencia de toda expresión. Ya no me miraba con odio ni desprecio y, cuando le devolví la mirada, vi (o tal vez quise ver) un atisbo de desconcierto en su cara, como si no consiguiese entender del todo que nos hubiéramos separado de un modo tan rápido y estúpido después de tantos años juntos.