Demonio de libro (10 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Demonio de libro
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Caminaba confiado, como un hombre que sabe adónde se dirige. Pero no lo sabía, porque cuando la cantidad de gente empezó a mermar comprobé que habíamos salido al otro lado de la explanada de Josué, donde había otra pendiente, mucho más suave que la que yo había descendido y coronada por un bosque tan denso como el del lado opuesto.

Fue entonces, cuando nuestro líder se detuvo a considerar su error, cuando noté que el soldado que me seguía me azuzaba varias veces no para hacerme daño, sino para atraer mi atención. Me volví. El soldado se había levantado la visera lo justo para que pudiera ver un poco de su rostro. Entonces, bajando la espada hasta que la punta casi rozó el barro, señaló con la cabeza hacia la pendiente.

Capté el mensaje. Por tercera vez aquel día eché a correr y solo me detuve para atizar a mi torturador con la alabarda, con tal fuerza que perdió el equilibrio y se cayó al barro, despatarrado.

Entonces me fui, atravesé el tramo que quedaba de explanada y subí la pendiente en dirección a los árboles.

Se oyó una salva de gritos procedente de la multitud que había dejado atrás, pero acallada por la voz de mi salvador, que ordenaba al vulgo que retrocediera.

—¡Esto es asunto del arzobispo —les gritaba—, no vuestro! ¡Alejaos, todos!

Finalmente, cuando me encontraba a unas zancadas de lo alto de la pendiente, miré atrás y descubrí que sus órdenes habían sido acatadas por la mayoría de la muchedumbre, pero no por toda. Varios hombres y mujeres me perseguían colina arriba, aunque todavía iban varios metros por detrás de los dos soldados.

Alcancé los árboles sin que nadie me atrapara y me zambullí en la capa de maleza. Los pájaros, despavoridos, soltaron chillidos de advertencia mientras abandonaban las ramas situadas sobre mi cabeza para internarse en las profundidades del bosque, mientras que los roedores y las serpientes que vivían bajo la maleza encontraron otros refugios por su cuenta. Incluso los jabalíes huyeron chillando.

Ya tan solo se oía el sonido de mi respiración, ahogada y dolorida, y el barullo de los arbustos que arrancaba cuando se interponían en mi camino.

Pero ya había corrido demasiado desde la noche anterior, y no había comido ni bebido siquiera un poco de agua de lluvia durante todo aquel tiempo. Ahora estaba aturdido y la escena que se extendía ante mí corría serio peligro de desvanecerse. No podía correr más; era hora de enfrentarme a mis perseguidores.

Lo hice en un pequeño claro entre los árboles, iluminado por el brillante cielo. Corrí mis últimos pasos a través de la hierba salpicada de flores y apoyé mi dolorido cuerpo contra un árbol tan viejo que seguramente habría brotado el día que remitió el Diluvio. Allí esperé, decidido a aguantar con dignidad el destino que los soldados y aquella banda de linchadores que les pisaban los talones tuvieran previsto para mí.

El primero de mis perseguidores que apareció en el lado opuesto del claro fue el soldado envuelto en barro y también en su armadura. Se sacó el casco para poder verme mejor y me mostró su rostro embarrado, sudoroso y furioso. Llevaba el pelo tan corto que no era más que una sombra; solo había permitido que le creciera la oscura barba.

—Bueno, me has enseñado bastante, demonio —dijo—. No sabía nada acerca de tu gente.

—La demonidad.

—¿Qué?

—Mi gente. Somos la demonidad.

—Eso suena más a enfermedad que a gente —respondió haciendo una mueca de desprecio—. Por suerte, yo tengo la cura. —Apuntó su alabarda en mi dirección, arrojó el casco al suelo y desenvainó su espada—. Dos curas, de hecho —dijo, aproximándose a mí—. ¿Cuál te clavo primero?

Levanté la vista desde las raíces de los árboles, preguntándome despreocupadamente cuánta profundidad alcanzarían; a qué distancia estarían del Infierno. El soldado había recorrido ya medio claro.

—¿Qué será entonces, demonio?

Mi aturdida mirada iba de un arma a la otra.

—Tu espada…

—Muy bien, has elegido.

—No, tu espada… parece una baratija. Tu amigo tiene una espada mucho mejor: la hoja es casi dos veces más larga que la tuya, y dos veces más pesada, y más grande. Creo que podría atravesarte con ella por la espalda, con armadura y todo, y solamente lo que sobresaliese de tu estómago tendría mayor longitud que esa ridícula arma tuya.

—¡Te enseñaré lo ridícula que es! —gritó el soldado—. ¡Te cortaré…!

Se detuvo sin terminar la frase y su cuerpo se retorció como prueba de lo que yo acababa de afirmar: la espada que su compañero empuñaba emergía de la armadura cuyo fin era proteger su abdomen. Brillaba con su sangre. Dejó caer su alabarda pero continuó, aunque con el puño tembloroso, aferrado a su espada.

Sus mejillas habían perdido todo el color y, con él, todo rastro de furia o instinto asesino. Ni siquiera intentó volverse para mirar a su verdugo; simplemente levantó su mísera espada para compararla con la longitud de la porción visible de la hoja que lo había atravesado. Respiró por última vez, sangrando por la boca, lo cual le otorgó unos pocos segundos más para mantener las espadas una junto a la otra.

Una vez hecho esto, alzó la mirada y, luchando por impedir que los pesados párpados se le cerrasen, me miró y murmuró:

—Te habría matado, demonio, si hubiera tenido una espada más grande.

Dicho lo cual, dejó caer la mano y la hoja de su espada, del tamaño de la que lo atravesaba, se le escurrió entre los dedos.

El soldado situado tras él retiró entonces su impresionante arma y el cadáver de mi torturador cayó hacia delante con la cabeza a no más de un metro de mis pies encostrados de barro.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó.

—Jakabok Botch. Pero todo el mundo me llama señor B.

—Yo soy Quitoon Pathea. Todo el mundo me llama señor.

—Lo recordaré, señor.

—Apostaría a que te atrapó el Pescador.

—¿El Pescador?

—Su verdadero nombre es Cawley.

—Ah, él. Sí. ¿Cómo lo ha averiguado?

—Bueno, está claro que no formas parte de la guardia del arzobispo.

Antes de que pudiera hacerle más preguntas, se llevó el dedo a los labios para hacerme callar mientras él escuchaba. Mis perseguidores humanos no habían dado la vuelta al alcanzar los alrededores del bosque. A juzgar por lo que había descendido el clamor, se habían convertido en un grupo pequeño con un solo pensamiento en sus cabezas y en sus lenguas: «¡Matar al demonio! ¡Matar al demonio!».

—Esto no es bueno, Botch. No estoy aquí para salvarte la cola.

—Colas.

—¿Colas?

—Tengo dos —dije arrancándome los pantalones del amante muerto y dejando que mis colas se desenroscaran. Quitoon estalló en carcajadas.

—Es el par de colas más magnífico que he visto nunca, señor B. —dijo con genuina admiración—. Estaba medio decidido a dejar que acabasen contigo, pero ahora que veo esas…

Volvió la cabeza hacia el monte bajo, por donde pronto aparecería la gente, y luego me miró a mí:

—Ten —dijo arrojándome su gloriosa espada con tranquilidad.

La cogí o, para ser más exactos, ella me cogió a mí, sacudiéndose en el aire desde la mano confiada de su dueño hacia mis titubeantes dedos para colocarse en mi mano. El soldado ya me estaba dando la espalda.

—¿Adónde va?

—A caldear el ambiente —dijo cerrando el puño contra la pechera de su armadura.

—No lo entiendo.

—Tú ponte a cubierto cuando diga tu nombre.

—¡Espere! —exclamé—. Por favor, ¡espere! ¿Qué se supone que tengo que hacer con su espada?

—Luchar, señor B. ¡Luchar por tu vida, tus colas y la demonidad!

—Pero…

El soldado alzó la mano y yo me callé. Entonces desapareció entre las sombras a la izquierda del claro y me dejó con la espada, con un cadáver que ya empezaba a atraer a las moscas de verano, ansiosas por beberse su sangre, y con el ruido de la muchedumbre aproximándose.

Permite que me detenga un instante, no solamente para tomar aliento antes de intentar describir lo que sucedió a continuación, sino porque al rememorar aquellos acontecimientos veo con total claridad cómo las palabras pronunciadas y los actos llevados a cabo en aquel pequeño claro me cambiaron.

Yo siempre había sido una criatura de poca trascendencia, incluso para mí mismo. Había vivido sin llamar la atención (excepto, tal vez, por lo del parricidio), pero de repente tomé la determinación de que no moriría del mismo modo.

La forma del mundo cambió en aquel preciso lugar y en aquel preciso momento. Siempre me había parecido una especie de palacio al que yo no tendría nunca el placer de entrar, ya que se me había tachado de paria cuando todavía estaba en el vientre de mi madre. Pues estaba equivocado, ¡equivocado! Yo era mi propio Palacio y cada una de mis habitaciones estaba repleta de maravillas que tan solo yo podía nombrar o enumerar.

Esta revelación sobrevino en el breve espacio de tiempo que transcurrió entre la desaparición en las sombras de Quitoon Pathea y la llegada de la muchedumbre e incluso ahora, después de haber pensado en incontables ocasiones en lo que sucedió, todavía no estoy seguro del porqué. Tal vez fue el hecho de haber escapado de la muerte tantas veces aquel día, primero a manos de la banda de Cawley, luego del ataque del cuchillo del enamorado, más tarde de la multitud en la explanada de Josué… Y en ese momento me encaraba de nuevo con ella (esta vez con un arma en las manos que no sabía ni cómo empuñar y, por tanto, esperando morir), lo cual me proporcionó la libertad para ver mi vida claramente por una vez.

Fuese cual fuese la razón, recuerdo la exquisita oleada de placer con que aquella visión del mundo floreció en mi cabeza; una oleada que la aparición del enemigo humano no empañaría lo más mínimo. Aparecieron no solamente por el punto por el que yo me había internado en el claro, sino también de entre los árboles situados a la derecha y a la izquierda del mismo. Eran once y todos blandían algún tipo de arma: algunos tenían cuchillos, por supuesto, mientras que otros portaban garrotes improvisados con ramas cortadas de los árboles.

—Soy un palacio —les dije sonriente.

Muchos de mis verdugos me observaron desconcertados.

—Este demonio está loco —afirmó uno de ellos.

—Yo tengo la cura para eso —añadió otro blandiendo una hoja larga y muy afilada.

—Curas, curas… —respondí recordando los alardes del soldado muerto—. Todo el mundo tiene curas hoy. ¿Y sabes qué?

—¿Qué? —preguntó el del cuchillo afilado.

—No creo que necesite un médico.

Una mujer varonil y desdentada le arrebató la afilada hoja de las manos al hombre.

—¡Bla, bla, bla! ¡Habláis demasiado! —dijo, aproximándose a mí. Se detuvo para recoger la pequeña espada que el soldado muerto había dejado en la hierba. También recogió su alabarda y lanzó ambas armas a la muchedumbre. Las cogieron dos miembros de un grupo de cuatro que acababa de aparecer para unirse a la multitud: Cawley, el Sífilis, Shamit y el padre O’Brien. Fue el Sífilis quien cogió la alabarda y parecía muy complacido por la ocasión que se le presentaba.

—¡Esta criatura asesinó a mi hija! —exclamó.

—Lo quiero vivo —dijo Cawley—. Pagaré una buena cantidad de monedas a quien lo derribe sin matarlo.

—¡Olvida el dinero, Cawley! —gritó el Sífilis—. ¡Lo quiero muerto!

—Piensa en los beneficios…

—¡Al infierno los beneficios! —replicó el Sífilis propinándole a Cawley en el pecho un empujón de tal magnitud que lo hizo caer sobre los espinosos brezos que se extendían por el claro.

El sacerdote trató de sacar a Cawley de su lecho de espinas, pero, antes de que pudiera levantarlo, el Sífilis atravesó el claro en dirección a donde yo me encontraba y la alabarda que antes había sido utilizada para azuzarme y pincharme apuntó hacia mí una vez más.

Miré la espada de Quitoon; mi cuerpo exhausto la había posado en el suelo y la punta estaba oculta entre la hierba. Miré al Sífilis y luego otra vez la espada mientras murmuraba las palabras que había usado para describir mi revelación:

—Soy un palacio.

Como si mis palabras la hubiesen despertado, la espada se alzó y la punta emergió limpia de la hierba, gracias a la tierra húmeda en la que había estado clavada. El sol se había elevado sobre los árboles e iluminó el extremo del arma mientras mis fuerzas asumían el deber de levantarla. Gracias a algún truco que solamente la espada conocía, la luz del sol se reflejó en ella y por un momento desbordó el claro con su incandescencia. El ardiente brillo se apoderó de todo, el mundo entero se apaciguó durante unos segundos y vi el conjunto ante mí con una claridad que el mismísimo Creador habría envidiado.

Lo vi todo: cielo, árboles, hierba, flores, sangre, espada, lanza y muchedumbre; una preciosa visión desde las ventanas de mis ojos. Y además de contemplar el panorama que se extendía ante mí como un absoluto glorioso, también vi cada insignificante detalle de un modo tan claro que podría haber confeccionado un inventario de todo aquello. Y cada parte de aquel conjunto era hermosa: cada hoja, perfecta o mordisqueada; cada flor, ya estuviese inmaculada o aplastada; cada brillante llaga en la cara del Sífilis y cada pestaña de sus viscosos ojos. Mi recién despertada mirada no hacía distinciones; todo era exquisito y perfecto en sí mismo.

La visión no duró mucho; en unos segundos se había esfumado. Pero no importaba, ahora la tenía para siempre y corrí hacia el Sífilis con un mortífero grito de júbilo y blandiendo la espada de Quitoon sobre mi cabeza. El Sífilis salió a mi encuentro con la punta de su lanza por delante. Describí un perfecto arco con la espada y rebané más de medio metro de la lanza del Sífilis. Se tambaleó y podría haber aprovechado la oportunidad para retirarse, pero la espada y yo teníamos otros planes para él. La alcé, la dejé caer de nuevo en picado y partí en dos lo que le quedaba de alabarda. Antes de que el Sífilis tuviera tiempo a dejar caer los restos de su arma, erguí la espada de nuevo y propiné un tercer golpe que rebanó las manos del Sífilis por la muñeca.

¡Demonios, qué ruidos emitió! Ruidos de colores (azul y negro con rayas naranjas) tan brillantes como la sangre que salía a borbotones de sus brazos. Había tanta belleza oculta en aquella agonía… Mi deleite no tenía límites. Incluso cuando se oyeron vengativos gritos de ira procedentes de la multitud que lo escoltaba, divisé más hermosura en sus venenosos colores (verdes ácidos y amarillos bilis) y la posibilidad de que yo estuviera en peligro se me antojaba remota, insignificante. Y cuando ocurriese, sabía que también sería bello.

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