Entonces la empujé con fuerza y dejé que el destino decidiera dónde caería.
El destino no le sonrió, igual que nunca me había sonreído a mí, lo cual me consoló un poco. Vi que sus piernas le fallaban y la oí pronunciar mi nombre:
—¡Jakabok!
Y luego:
—¡Sálvame!
Era un poco tarde. Retrocedí y dejé que cayera de bruces dentro del tanque en el que hervían los huesos. Era tan inmenso y pesaba tanto debido a lo que contenía que nada podría volcarlo: ni su caída, ni sus bruscas sacudidas cuando el largo mandil manchado de sangre que llevaba rozó las llamas y prendió en el acto.
Por supuesto, me quedé allí para digerirlo todo a pesar de la proximidad de mis perseguidores. No estaba dispuesto a perderme ni una sola convulsión, ni solo un estremecimiento de aquella Lilith: el fuego de su entrepierna convirtiéndose en vapor cuando perdió el control de su vejiga; el agua llena de huesos zarandeándola mientras ella trataba, en vano, de salir de allí; el apetitoso olor de sus manos friéndose contra las paredes del tanque; el sonido húmedo y angustiado que se produjo cuando su sifilítico padre consiguió agarrarla y arrancar sus palmas de allí tirando de ella.
¡Ay qué visión! ¡Mi Caroline, mi otrora hermosa Caroline! Del mismo modo que yo había pasado del amor al odio en cuestión de minutos, ella había pasado de la perfección a ser algo como yo, que solo produce repugnancia. El Sífilis la alejó un poco del fuego y la colocó en el suelo para extinguir los rescoldos de su mandil. Tan solo le llevó un momento; entonces deslizó el brazo bajo su cuerpo y la levantó. Cuando lo hizo, la humeante carne de su frente, sus mejillas, su nariz y sus labios se separó del reluciente y joven hueso que había debajo y tan solo sus ojos bullían en sus cuencas desprovistas de párpados.
Suficiente
, me dije. Ya me había vengado por el daño que ella me había hecho. Aunque habría resultado enormemente entretenido observar la angustia del Sífilis, no osé permitirme otro rato de voyeurismo. Era hora de irse.
Así que ahora ya sabes lo de mi escarceo amoroso. Fue breve y amargo, y tanto mejor.
El amor es una mentira; el amor de cualquier forma y magnitud excepto, tal vez, el amor de un bebé por su madre. Ese es real, al menos hasta que la leche se seca.
Así que me había liberado del amor de las mujeres hermosas e hice lo posible por deshacerme de él con rapidez. No me costó trabajo despistar a Hacker y Shamit en su intento de perseguirme por la profundidad del bosque. Ya no tenía de qué preocuparme, me había quitado de encima el peso de dos corazones, el suyo y el mío, y corrí con tal facilidad por los matorrales esquivando los troncos de los árboles antediluvianos y saltando de rama en rama, de árbol en árbol, que rápidamente perdí a mis perseguidores por completo.
Lo sensato habría sido que abandonase la zona en aquel momento, bajo la protección de la oscuridad, pero no pude hacerlo. Había oído demasiados comentarios tentadores sobre lo que iba a ocurrir en la explanada de Josué al amanecer: si había entendido bien, Cawley había hablado de la quema de algún arzobispo junto con una serie de animales sodomíticos que, aparentemente, habían sido declarados culpables según la ley sagrada por haber permitido de un modo pasivo que se realizaran tales perversiones con ellos. Un espectáculo como aquel seguramente atraería a una cantidad considerable de humanos, entre los cuales esperaba poder ocultarme mientras me educaba en sus maneras.
Pasé el resto de la noche en un árbol situado a una cierta distancia de la arboleda en la que había conocido a la pobre Caroline. Me recosté a lo largo de una rama y me quedé dormido con el crujido de la madera antigua y con el suave murmullo del viento entre las hojas. Me despertó un atronador sonido de tambores; salté de mi cama, me tomé un momento para agradecer al árbol su hospitalidad meando sobre él con vigorosidad y envenenando a los pequeños advenedizos de su alrededor que podrían haber competido por compartir la tierra de los árboles más viejos. Entonces seguí el sonido de los tambores, que procedía del exterior del bosque. A medida que disminuía la cantidad de árboles, me di cuenta de que había salido del bosque muy cerca del borde de una ladera de roca, en cuyo fondo se extendía un amplio campo lleno de barro iluminado por una luz de color violeta grisáceo que brillaba sin cesar, como atraída por el vigoroso sonido del tambor. De repente el sol apareció y vi que un gran número de personas se congregaba en aquella explanada, y que muchas de ellas se levantaban del neblinoso suelo en el que habían pasado la noche como parientes de Lázaro, estirándose, bostezando, rascándose y alzando sus rostros hacia el cielo radiante.
Todavía no podía mezclarme con ellos, por supuesto, ya que estaba desmido. Verían la curiosa forma de mis pies y, lo que es más importante, mis colas. Me metería en problemas. Pero con un poco de barro para cubrirme los pies y unas cuantas prendas que ponerme, esperaba poder pasar por cualquier humano que se hubiera quemado de un modo tan calamitoso como yo. Así que lo único que necesitaba para aventurarme a bajar a la explanada y tener mi primer encuentro con la humanidad era ropa.
Me serví de la penumbra del neblinoso amanecer para descender la pendiente con cautela, moviéndome de roca en roca a medida que me acercaba a la explanada. Me escurrí tras una piedra dos veces más alta y tres más ancha que yo para ocultarme tras su sombra y descubrí que aquel lugar ya estaba ocupado no por una, sino por dos personas. Yacían tendidos, pero no estaban interesados en examinar la longitud de la roca.
Eran muy jóvenes, tanto como para estar listos para el amor a aquellas horas tan tempranas y mostrarse indiferentes ante las incomodidades de su escondite: los sucios trozos de piedra, la hierba mojada por el rocío.
Aunque yo estaba agazapado a no más de tres pasos de donde ellos yacían, ni la chica, quien a juzgar por sus finas ropas era una gran ladrona o provenía de una familia rica, ni su amante, quien era un mal ladrón o provenía de una familia pobre, repararon en mi presencia. Estaban demasiado ocupados despojándose de todo símbolo exterior de fortuna y familia y jugando, iguales en su desnudez, al feliz juego de encajar sus cuerpos parte a parte.
Encontraron enseguida el mejor modo de hacerlo. Sus risas dieron paso a susurros y solemnidad, como si su común acuerdo tuviera algo de sagrado; como si casando su carne de aquel modo estuviesen llevando a cabo algún rito sagrado.
Su pasión me irritó, sobre todo porque me veía obligado a presenciar aquello inmediatamente después de mi fracaso con Caroline. Dicho esto, quiero decir que no tenía intención alguna de matarlos; solo quería la ropa del joven para cubrir las pruebas de mi procedencia. Pero estaban utilizando su ropa y la de ella para yacer más cómodamente sobre el suelo irregular, y enseguida resultó obvio que no tenían la intención de terminar pronto. Si quería la ropa, tendría que sacarla de debajo de aquella pareja.
Repté hacia ellos con las manos extendidas y con la esperanza, lo juro, de ser capaz de robar la ropa mientras sus cuerpos estaban pegados y de marcharme antes de…
No importa. El caso es que no ocurrió del modo en que lo planeé. Ahora que lo pienso, nada ha ocurrido nunca así: nada en toda mi existencia ha salido del modo en que yo quería.
La chica, de una belleza estúpida, susurró algo al oído del joven y los dos rodaron lejos de la protección de la roca que nos ocultaba a los tres, y también lejos de la ropa que yo quería. No les di tiempo de volver a rodar, sino que despacio y con mucho cuidado, para no atraer su atención, empecé a tirar de ella hacia mí. En aquel momento la chica hizo lo que sin duda le había susurrado que quería hacer. Lo hizo rodar de nuevo y se puso a horcajadas sobre él, para obtener placer. Al hacerlo, su mirada se topó conmigo y abrió la boca para gritar, pero antes de que el sonido emergiera de su garganta recordó que estaba escondida.
Por suerte tenía debajo a su heroico compañero quien, al notar que algo no iba bien por la repentina tensión de los músculos de ella, abrió los ojos y miró directamente hacia mí.
Incluso entonces, si hubiera podido robar las ropas del muchacho y escapar, lo habría hecho. Pero no; nada en mi vida ha sido fácil y este pequeño asunto no era una excepción. El heroico idiota, buscando sin duda la eterna devoción de la joven, se escurrió bajo el cuerpo de ella e intentó alcanzar el cuchillo que había entre su ropa.
—¡No! —dije yo.
Lo hice. Lo juro por lo más profano: le advertí con aquella única palabra.
Pero, por supuesto, él no escuchó. Estaba ante su amada dama y tenía que ser valiente, costara lo que costara.
Sacó el cuchillo de su vaina; era pequeño y grueso, como su erecta virilidad.
Incluso entonces dije:
—No hay necesidad de luchar. Solo quiero tu camisa y tus pantalones.
—Bueno, pues no puedes llevártelos.
—Ten cuidado, Martin —le advirtió la chica, mirándome—. No es humano.
—Sí que lo es —respondió su amado, pinchándome con el cuchillo—. Simplemente está quemado, eso es todo.
—¡No, Martin! ¡Mira! ¡Tiene colas! ¡Tiene dos colas!
Aparentemente el héroe había pasado por alto ese detalle, así que lo ayudé alzándolas a ambos lados de mi cabeza, con las puntas señalándolo directamente a él.
—Jesús, protégeme —dijo y, antes de que su coraje le fallara, me atacó.
Para mi sorpresa, hundió aquel pequeño cuchillo suyo en mi pecho, hasta la empuñadura, y luego lo giró mientras lo sacaba. Me dolió y grité, lo cual solo provocó sus risas.
Aquello era demasiado: el cuchillo podía soportarlo, incluso cuando lo giró, pero ¿que se riera? ¿De mí? Ah, no. Aquello alcanzaba un imperdonable nivel de insulto. Alargué la mano y cogí la hoja, sujetándola con todas mis fuerzas. Aunque estaba resbaladiza a causa de mi sangre, no tuve más que girarla bruscamente para que él la soltara: fácil como quitarle un caramelo a un niño.
Miré el pequeño cuchillo y lo lancé lejos. El muchacho parecía desconcertado.
—No necesito eso para matarte. Ni siquiera necesito mis propias manos. Mis colas pueden estrangularos a los dos mientras yo me muerdo las uñas.
Al oír esto, el muchacho se arrodilló con sensatez y, con mayor sensatez aun, se puso a suplicar:
—¡Por favor, señor, tenga piedad! —decía—. Ahora veo lo equivocado de mi comportamiento, ¡de verdad! ¡Ambos lo vemos! No deberíamos habernos puesto a fornicar. ¡Y en fiesta de guardar!
—¿Por qué hoy es fiesta de guardar?
—El nuevo arzobispo ha declarado este día festivo para celebrar las grandes hogueras que se encenderán a las ocho y que reducirán a cenizas a veintinueve pecadores, incluido…
—El anterior arzobispo —adiviné.
—Es mi padre —intervino la chica y, tal vez en señal de respeto tardío hacia su progenitor, hizo lo posible por cubrir su desnudez.
—No te molestes —le dije—. No podrías interesarme menos.
—Todos los demonios son sodomitas, ¿verdad? Eso es lo que dice mi padre.
—Bueno, pues está equivocado. ¿Y cómo es que un hombre de Dios tiene una hija?
—Tiene muchos hijos. Yo solo soy su favorita. —Se distrajo brevemente, como recordando sus indulgencias—. ¿Tú no eres sodomita?
—No. Mi alma perdió a su única y verdadera compañera hace apenas unas horas, en aquel bosque. Pasarán días, o tal vez incluso una semana, antes de que recupere el apetito para mirar a otra mujer.
—Mi padre haría que los niños te cortaran en pedazos. Eso es lo que hizo con el último demonio que vino aquí.
—¿Niños?
—Sí. Chiquillos de tres y cuatro años. Les dio cuchillos pequeños y les dijo que habría dulces para el que fuese más cruel.
—Es una especie de innovador, ¿no?
—Huy, es un genio. Y el papa lo adora. Espera que pronto lo asciendan a un alto cargo en Roma. Yo estoy deseando que eso ocurra, así me puedo ir con él.
—¿Entonces no deberías estar en misa rezando por alguna intercesión divina, en lugar de esconderte detrás de una roca con…? —Miré al muchacho mientras buscaba una palabra adecuada de desprecio, pero antes de que pudiera acabar mi frase, el muy idiota se abalanzó sobre mí, con la cabeza agachada, y me golpeó en el estómago. Era rápido, he de admitirlo. Me sorprendió con la guardia baja y su embestida me tiró al suelo.
Antes de que pudiera levantarme, clavó su rodilla en la herida que me había infligido con aquel cuchillito suyo.
Me hizo daño, bastante daño, y mi grito de dolor le provocó carcajadas.
—¿Esto te duele, demonio de pacotilla? —alardeó—. Entonces ¿qué tal esto? —Dirigió el pie directamente a mi cara y me la pisó mientras yo seguía gritando. Se estaba divirtiendo. Mientras tanto, la chica había empezado a proferir caóticas súplicas a cualquier agente celestial que pudiera interceder por ella:
—Por favor, ángeles de misericordia, madre virgen, mártires del Cielo, dadme vuestra protección. Oh Dios que estás en los Cielos, perdona mis pecados, te lo ruego, no quiero arder en el Infierno.
—¡Cállate! —le chillé desde debajo de la rodilla de su amado.
Pero ella continuó:
—Rezaré diez mil avemarías; pagaré a cien flageladores para que vayan de rodillas a Roma. Viviré en celibato si eso es lo que quieres de mí. Pero por favor, no dejes que muera y que esta abominación se lleve mi alma.
Aquello era demasiado. Tal vez yo no fuese la cosa más adorable que aquella chica hubiese visto, pero ¿«abominación»? No, aquello sí que no.
Enfurecido, agarré el pie del joven y lo alcé en el aire de modo que lo tiré de espaldas al suelo con todas mis fuerzas. Oí un golpe cuando su cabeza chocó contra la piedra y me puse rápidamente en pie, dispuesto a enzarzarme de nuevo con él, pero no fue necesario: su cuerpo se deslizaba por la superficie rocosa y un reguero de sangre procedente de la parte posterior de su cabeza se extendía desde el lugar donde se había golpeado contra la piedra. Tenía los ojos abiertos, pero no nos veía; ni a mí, ni a su amada, ni ninguna otra cosa de este mundo.
Recogí con rapidez su ropa del suelo antes de que su cadáver llegase hasta ella y la manchase de sangre.
La chica había parado de suplicar y miraba fijamente al muchacho muerto.
—Ha sido un accidente —le dije—. No tenía la intención de…
Abrió la boca.
—No grites —le advertí.
Ella chilló. Santo Dios, cómo chillaba. Fue un milagro que los pájaros no cayesen del cielo, abatidos por aquel grito. No traté de detenerla; habría acabado matándola a ella también y era demasiado adorable, incluso en su estado histérico, para perder su joven vida.