No analicé más la situación, sino que arremetí hacia mi izquierda y mi derecha; mi visión estaba demasiado restringida por la capucha para estar seguro de a quién había golpeado, pero me sentí satisfecho al notar que las grasientas manos que me estaban sujetando me habían soltado. Entonces hice precisamente lo que Cawley me había inducido a hacer: corrí.
Me alejé unas diez zancadas de mis agresores y solo entonces fui presa del pánico. ¿La razón? El cielo nocturno.
En el breve espacio de tiempo transcurrido desde que Cawley me había sacado de la grieta, el día había empezado a morir y a mancharse de estrellas. Por primera vez en mi vida tenía sobre mi cabeza la inabarcable inmensidad del cielo. La amenaza que Cawley y sus matones suponían se me antojaba intrascendente en comparación con el terror que me provocaba aquella gran extensión de oscuridad que las estrellas, aunque numerosas, no alcanzaban a iluminar. De hecho, no había nada que el torturador del Infierno hubiera inventado que fuese más terrorífico que aquello: el espacio.
La voz de Cawley me despertó de mi sobrecogimiento.
—¡Id tras él, idiotas! No es más que un demonio pequeño. ¿Qué daño puede haceros?
No era una verdad agradable, pero era la verdad. Si me atrapaban de nuevo, estaba perdido. No cometerían el error de dejarme escapar por segunda vez. Me incliné hacia delante y dejé que el peso de la capucha de hierro resbalase de mi cabeza y cayera al suelo entre mis pies. Entonces me incorporé y valoré mi situación con mayor claridad.
A mi izquierda había una pendiente muy acusada en cuyo borde la luz de un fuego iluminaba el humeante aire. A mi derecha y frente a mí se extendía la periferia de un bosque, con la silueta de sus árboles iluminada por otra fuente de luz que procedía de algún punto del interior del bosque.
Detrás de mí, muy cerca, estaban Cawley y sus hombres.
Corrí hacia los árboles, temeroso de que si probaba con la pendiente, alguno de mis torturadores podría ser más rápido y alcanzarme. En unas pocas zancadas había alcanzado los jóvenes y delgaduchos árboles que bordeaban el bosque y comencé a abrirme camino entre ellos con mis colas agitándose con furia a derecha e izquierda mientras corría.
Oí con satisfacción el tono de incredulidad en la voz de Cawley, que gritaba:
—¡No, no! ¡No puedo perderlo ahora! ¡No lo perderé! ¡No lo perderé! ¡Moved el culo, imbéciles, o le partiré el cráneo a alguien!
Para entonces ya había atravesado la zona de árboles jóvenes y corría entre otros mucho más antiguos cuyo inmenso contorno, junto con los espinosos matorrales que crecían entre ellos, me ocultaban cada vez más. Si me movía con cautela, pronto perdería a Cawley y sus acólitos, si es que no lo había conseguido ya.
Encontré un árbol con un contorno inmenso y las ramas tan cargadas por la prodigalidad estival de hojas y flores que se encorvaban hasta alcanzar los arbustos que crecían a su alrededor. Me refugié tras el árbol y escuché: mis perseguidores se habían callado de repente, lo cual resultaba inquietante. Aguanté la respiración para escuchar hasta el sonido más débil que pudiera darme una pista de su paradero, pero no me gustó lo que oí: voces susurrantes que procedían, al menos, de dos direcciones. Al parecer, Cawley había dividido a su banda para alcanzarme desde varios frentes a un mismo tiempo. Cogí aire y me puse de nuevo en marcha, deteniéndome cada pocos pasos para escuchar a mis perseguidores. Ellos no acortaban distancias, pero yo tampoco los perdía de vista. Confiando en que no me escaparía, Cawley comenzó a llamarme:
—¿Adonde crees que vas, pedazo de roña? No vas a huir de mí. Puedo oler tus apestosas boñigas de demonio a más de un kilómetro de distancia. ¿Me oyes? No tienes ningún sitio adonde ir sin que yo te persiga pisándote las dos colas, pequeño bicho raro. Tengo compradores que pagarán una pasta por tu esqueleto completo con esas dos colas tuyas que se yerguen con tanto orgullo. Vas a proporcionarme un montón de beneficios cuando te coja.
El hecho de oír la voz de Cawley tan cerca y de imaginarme que conocía su situación hizo que me descuidara. Al escucharlo tan atentamente, perdí la noción de por dónde había oído acercarse a los otros. De repente, el Sífilis salió de entre las sombras. Si no hubiera cometido el error de anunciar que me había capturado antes de que sus enormes manos me atrapasen realmente, me habría hecho prisionero. Pero sus alardes se adelantaron unos pocos y preciosos segundos y tuve tiempo de esquivar su acosadora mano y de escapar a trompicones por entre los matorrales mientras él me perseguía dando tumbos.
Solamente podía huir del Sífilis en una dirección, pero al ser más pequeño y hábil que él, pude salir disparado de nuevo hacia los árboles y colarme a través de estrechos lugares a los que el enfermo titán no podía seguirme.
Sin embargo, mi precipitada zambullida entre la maleza fue de todo menos silenciosa, y muy pronto oí la voz del sacerdote y de Cawley, por supuesto, que daba órdenes a Hacker y Shamit.
—¡Acercaos! ¡Acercaos! ¿Tienes la capucha, Shamit?
—Sí, señor, señor Cawley, la tengo justo aquí, en la mano.
—¿Y la pieza de la cara?
—También la tengo, señor Cawley. Y un martillo para sujetar los remaches.
—¡Entonces hacedlo! ¡Acercaos!
Por un momento me planteé la idea de trepar por una de las ramas bajas y esconderme en lo alto, donde ellos no buscarían. Pero estaban tan cerca, a juzgar por los sonidos de la maleza, que temía que me vieran trepar y entonces me arrinconasen en el árbol y no tuviese adonde ir.
¿Te estás preguntando, mientras lees esto, por qué no utilicé alguna artimaña demoníaca, algún poder profano heredado de Lucifer, ya fuese para matar a mis enemigos o para hacerme invisible? Es sencillo: no tengo tales poderes. Tengo a un bastardo por padre y a alguien que una vez fue puta por madre. A las criaturas como yo no se les otorgan poderes sobrenaturales. Apenas nos conceden el poder para evacuar. Pero la mayor parte de las veces yo soy más listo que el enemigo y puedo causar más daño con mi ingenio y mi imaginación de lo que posiblemente haría con los puños o las colas. Sin embargo, eso seguía convirtiéndome en alguien más débil de lo que desearía ser. Pensé que era el momento de aprender los mágicos engaños que mis superiores utilizaban sin esfuerzo alguno.
Si conseguía escapar de esto
, me juré a mí mismo,
me las arreglaría para aprender magia. Cuanto más negra, mejor
.
Pero eso sería otro día. Ahora mismo era un demonio desnudo y sin alas y hacía lo posible por evitar que la banda de Cawley me atrapase.
Entonces vislumbré el reflejo de la luz de un fuego entre los árboles y se me cayó el alma a los pies: me habían conducido hasta su propio campamento. Todavía me quedaba la opción de dirigirme hacia mi derecha e internarme en la parte más profunda del bosque, pero me pudo la curiosidad. Quería ver qué perversidades habían cometido.
Así que corrí hacia la luz aun a sabiendas de que aquello probablemente sería una insensatez, incluso un suicidio. Pero no fui capaz de resistirme a la oportunidad de conocer lo peor; creo que eso es lo que define la demonidad. Tal vez sea una forma corrompida del deseo angelical de sabiduría, no lo sé. Lo único que puedo decir con certeza es que yo tenía que saber qué crueldades había cometido Cawley y estaba dispuesto a arriesgar mi única posesión (mi vida) para presenciarlas.
Primero vi el fuego entre los árboles. No lo habían dejado desatendido: uno de los miembros de la panda de Cawley lo avivaba mientras yo me acercaba a la arboleda iluminada por las llamas.
Era el Infierno en la Tierra.
De los árboles que rodeaban el fuego colgaban las pieles estiradas de varios demonios como yo con la diferencia, por supuesto, de que sus pieles no estaban abrasadas como la mía. Sus rostros habían sido cuidadosamente arrancados de la carne y estirados para que se secaran y adquirieran el aspecto de máscaras. El parecido consigo mismos en vida era remoto, pero me pareció que conocía a uno de ellos, tal vez a dos. En cuanto a su carne, el último de los matones de Cawley la estaba despedazando a hachazos. Se trataba de una chica de rasgos dulces de unos dieciséis o quizá diecisiete años; la expresión de su cara, mientras realizaba su tarea de cortar la carne de los muertos y trocearla para arrojarla a la olla más grande de las dos que había allí, era inocente como la de un niño. De vez en cundo comprobaba el progreso de las colas que estaba cociendo en la otra olla. Varias colas pertenecientes a otras víctimas pendían de las ramas; ya estaban limpias y listas para la venta. Había nueve, creo, incluyendo una que, a juzgar por su longitud y su elaborado diseño, había pertenecido a un demonio de alto rango y antigüedad.
Cuando la chica alzó la vista y me vio, yo esperaba que se pusiera a chillar pidiendo ayuda, pero no; simplemente se limitó a sonreír.
¿Cómo puedo expresar el efecto que aquella sonrisa provocó en mí al aparecer en aquel rostro carente de defectos? Señor, qué hermosa era; era la primera cosa realmente bella que había visto en mi vida. Lo único que quería hacer en aquel momento era sacarla de aquel sepulcro rodeado de árboles, con el guiso de carne de demonio hirviendo a fuego lento en una olla y las colas cociéndose en la otra.
Cawley la había obligado a realizar aquella macabra y espantosa tarea, no cabía duda. ¿Qué más pruebas necesitaba que la sonrisa que se dibujó en su cara cuando levantó la vista de su espeluznante cometido? Vio en mí a su salvador, a su liberador.
—¡Rápido! —dije. Con una agilidad que me sorprendió, salté la pila de huesos que nos separaba y la agarré de la mano—. Ven conmigo antes de que nos alcancen.
Su sonrisa permaneció inalterable.
—Hablas bien —me dijo.
—Sí… Supongo que sí —respondí, sorprendido de que el poder del amor hubiera dominado a la fuerza que convertía mis palabras en gruñidos. ¡Qué felicidad, poder expresarme de nuevo!
—¿Cómo te llamas? —preguntó la chica.
—Jakabok Botch. ¿Y tú?
—Caroline —contestó—. Tienes dos colas. Debes de estar orgulloso de ellas. ¿Puedo tocarlas?
—Más tarde, cuando tengamos un poco más de tiempo.
—No puedo ir, Jakabok. Lo siento.
—Quiero salvarte.
—Estoy segura de que quieres —respondió.
Dejó su cuchillo y me tomó la otra mano. Nos quedamos de pie, frente a frente, cogidos de las manos y con la mesa llena de huesos despedazados como único obstáculo entre los dos.
—Pero me temo que mi padre no lo permitiría.
—¿Tu padre es Cawley?
—No, él es mi… No es mi padre. Mi padre es el hombre de las cicatrices en la cara.
—¿Te refieres al sifilítico?
Su sonrisa se desvaneció al instante. Trató de soltarme las manos, pero no se lo permití.
—Lo siento —me disculpé—. Eso ha sido desconsiderado por mi parte. He hablado sin pensar.
—¿Por qué ibas a hacerlo? —replicó Caroline con frialdad—. Eres un demonio; no sois conocidos por vuestro intelecto.
—¿Por qué entonces, si no es por nuestro poder mental?
—Lo sabes muy bien.
—Sinceramente, no.
—Vuestra crueldad, vuestra impiedad, vuestro miedo.
—¿Nuestro miedo? No, Caroline, es al revés: los que pertenecemos a la demonidad inspiramos miedo a los humanos.
—¿Entonces qué es lo que estoy viendo en tus ojos ahora mismo?
Me había calado. No había modo de escabullirse de aquello; tan solo podía decir la verdad.
—Lo que estás viendo es miedo —admití.
—¿A qué?
—A perderte.
Sí, sé cómo suena, créeme: ridículo sería diplomático; repugnante se acerca más a la realidad. Pero es lo que dije y, si en algún momento has dudado de la veracidad de todo lo que te estoy contando, ya puedes olvidar tus dudas, porque si te estuviera engañando no admitiría esto, ¿no crees? Debí de sonar tan patético representando el papel de enamorado… Pero no tenía elección. En aquel momento era suyo por completo: era su esclavo. Salté sobre la mesa que nos separaba y, antes de que se le ocurriese rechazarme, la besé. Sé cómo se besa, a pesar de mi ausencia de labios. Había practicado durante años con las putas que solían merodear por nuestra calle. Ellas me enseñaban todos sus trucos para besar.
Al principio el movimiento de mi lengua pareció cautivarla. Las manos de Caroline comenzaron a examinar mi cuerpo, lo cual me daba licencia para hacer lo mismo con el suyo.
Te estarás preguntando, por supuesto, qué pasó con Cawley el Sífilis, Nycross, O’Brien, Shamit y Hacker, ¿no? Claro que sí. Y si yo hubiera estado menos obsesionado con Caroline, me habría preguntando lo mismo. Pero estaba demasiado ocupado probando todas mis tácticas para besarla.
Su mano me rodeó la espalda y, lentamente, con ternura, pasó sus dedos por mi columna hasta alcanzar mi nuca. Un escalofrío de placer me recorrió de arriba abajo. La besé más apasionadamente que nunca, aunque me lloraban los ojos por abrir tanto la boca. Tensó la mano y me pellizcó el cuello; la estreché contra mí y ella respondió hundiendo sus dedos en mi nuca.
Traté de besarla aún más intensamente en respuesta a
su
gesto, pero ella había terminado de besarme. Sus dedos sujetaron mi cuello con más fuerza todavía y tiraron de mi cabeza hacia atrás, lo cual me obligó a sacar mi lengua de su boca.
Cuando vi su rostro, comprobé que no tenía el aspecto soñador que presentaban otras después de haberlas besado. La sonrisa que me había enamorado con tal rapidez había desaparecido de sus labios. Todavía quedaba belleza en su cara, pero era una belleza fría.
—Eres un pequeño casanova, ¿no es cierto? —dijo.
—¿Te gusta? Solo estaba empezando. Puedo…
—No, ya he tenido suficiente.
—Pero hay tanto…
Me giró hacia el tanque en el que hervían las colas.
—¡Espera! —exclamé—. Estoy aquí para liberarte.
—No seas cretino, querido. Yo soy libre.
—¡Hazlo, Caroline! —oí decir a alguien. Miré hacia donde provenía la voz y vi al padre de mi amada, el Sífilis, surgiendo de las sombras entre los árboles—. Abrásale esa cara fea que tiene. ¡Hazlo!
—¿Cawley no lo quiere para el espectáculo de monstruos?
—Bueno, resultará aún más monstruoso sin carne en la cara. ¡Tú hazlo!
Si ella hubiera obedecido a su padre, mi rostro habría sido sumergido en el tanque de agua hirviendo. Pero dudó, no sé por qué. Me gusta pensar que fue por el recuerdo de uno de mis besos. Pero el caso es que, por el motivo que fuese, no hizo inmediatamente lo que el Sífilis le ordenaba. En ese momento de indecisión la presión que ejercía sobre mi cuello se relajó un poco; era todo lo que yo necesitaba. Me moví repentina y velozmente, me liberé y una zancada me situé tras ella.