Si me permites un pequeño consejo, esa es la parte a la que tienes que escuchar. La otra, la parte que se siente rebelde y que está poniendo tu vida en peligro solamente para enfrentarse a un arriesgado reto, esa parte no es más que el testarudo niño que hay en ti, que quiere llamar tu atención, que exige que se le escuche. Eso es comprensible. A todos nosotros nos quedan resquicios en nuestra cabeza de quienes fuimos cuando éramos muy, muy jóvenes.
Pero, por favor, no escuches a esa voz. No queda nada en las próximas páginas que sea de gran interés. A partir de aquí no hay más que política del Cielo y el Infierno.
La historia humana ha finalizado. Ahora que ya sabes cuál era el misterio del taller de Gutenberg, probablemente estés pensando (y no te culpo): «¿todo esto por una imprenta? Ridículo». No, no te culparía por prender fuego a este maldito libro por pura ira, furioso por haber obtenido algo al final del viaje que resulta ser tan intrascendente. Pero no puedes decir que no te lo advertí. Solo Dios sabe cuántas veces te dije que hicieras lo más sensato y te olvidaras del libro. Pero tú insististe en esperar; me obligaste a contarte cosas, como mi extraño cúmulo de sentimientos por Quitoon, que habría preferido guardarme para mí, pero que confesé en honor a la verdad y como un todo, no como trocitos deshilvanados.
Pues bien, ahora se ha acabado. Todavía puedes quemar el libro y sentirte satisfecho por haberlo leído en su mayor parte. Ya es hora. Quedan unas pocas páginas, pero ¿para qué vas a seguir perdiendo tu valioso tiempo? Ahora sabes qué misterioso invento perseguía Quitoon, el mismo que hace posible la existencia de este mismo libro.
Al final todo vuelve al punto de partida: tú me conociste en estas páginas; aprendimos a entendernos mutuamente mientras ascendíamos desde las pilas de basura del Noveno Círculo hasta el mundo de arriba y, después, desde la explanada de Josué hasta la larga carretera por la que viajé con Quitoon. No te he aburrido con una lista de lugares a los que fuimos en busca de nuevos inventos de los que Quitoon había oído hablar. La mayoría eran instrumentos de guerra: cañones y grandes arcos, torres de asedio y arietes. En ocasiones alguna cosa bonita nos esperaba al final de una de nuestras búsquedas. Por ejemplo, pude oír cómo sonaba el primer clavicémbalo, creo que sobre el año 1390. Pierdo la cuenta; tantos lugares, tantas creaciones…
Pero en realidad la cuestión es que ahora el viaje se ha acabado. Ya no quedan más carreteras que tomar, ni más inventos que ver. Hemos regresado a las páginas en las que nos encontramos o, mejor dicho, al artefacto que fabricó esas páginas por primera vez. Al final resulta ser un círculo tan pequeño… Y yo estoy atrapado en él. Pero tú no.
Así que vamos. Adelante, mientras puedas, y ya que has visto tal vez más de lo que esperabas ver.
Y mientras te vas, rompe estas páginas y arrójalas en una pequeña hoguera. Luego dedícate a tus asuntos y olvídame.
Me estoy esforzando por ser generoso, pero me resulta difícil, Has rechazado todas las ofertas que te he hecho. No importa cuánto haya abierto mi corazón y mi alma a ti; no ha sido suficiente para satisfacerte. Más, más, siempre quieres más. No existe más que otra persona en mi vida que me haya herido tan profundamente como me has herido tú, y ese es Quitoon. Me has cambiado tanto que apenas me reconozco a mí mismo. Una vez hubo amabilidad en mí y amor sin límites. Pero ahora todo se ha ido; se ha ido para siempre. Has matado toda partícula de alegría que pudiese haber en mí, todo resquicio de esperanza y perdón. Todo ha desaparecido. Todo.
Aun así, aquí estoy, logrando de algún modo (solo el Diablo sabe cómo) tenderte la mano desde estas angustiosas páginas en un último y desesperado intento por llegar a tu corazón.
Los fuegos artificiales han terminado. Ya no hay nada que ver. Tú también deberías seguir adelante. Encuentra a una nueva víctima a la que corromper del modo en que me has corrompido a mí. No, no, retiro eso. Tú no podías saber cuánto me ha herido, hasta que punto me ha llenado de amargura tener que volver a caminar por los tristes senderos por los que caminé hasta llegar aquí, y confesar los sentimientos que me recorrían mientras yo recorría el mundo.
Mi viaje finalizó en la cárcel desde la que hablo ahora. Te he regalado muchas historias que podrás contar si se te presenta la ocasión adecuada. ¡Ay qué historias sobre almas condenadas y sobre la encarnación de la oscuridad!
Pero ahora, de verdad, ya no queda nada. Así que supéralo, ¿de acuerdo? No deseo hacerte daño, pero si sigues jugando conmigo no voy a estar dispuesto a poner fin a tu vida con una simple cuchillada en la yugular. ¡Ah, no! Primero te cortaré en pedazos. Te rebanaré los parpados para empezar, de modo que no puedas volver a cerrarlos para evitar ver cómo mi cuchillo corta sin cesar.
La mayor cantidad de cortes que he hecho en un cuerpo humano antes de que su dueño sucumbiera fue de dos mil nueve; eso a una mujer. La mayor cantidad que he hecho en un hombre antes de que muriese fue de mil ochocientos noventa y tres. Es difícil determinar cuántos cortes necesitaría para acabar contigo. Lo que sí sé es que me rogarás que te mate, me ofrecerás cualquier cosa, las almas de tus seres queridos, «cualquier cosa, cualquier cosa», dirás, «pero mátame rápido». «Déjame inconsciente», suplicarás, «no me importa». Cualquier cosa, así no tengo que ver tus entrañas moradas, venosas, húmedas y brillantes, asomando por los pequeños tajos que he hecho en tu bajo vientre. Es un error habitual que la gente suele cometer: creen que una vez que sus tripas se han desparramado alrededor de tus pies, la feliz perspectiva de la muerte está cerca. Y resulta ser falso, incluso con un débil espécimen de tu clase. Asesiné a dos papas, ambos afectados de cretinismo a causa de las enfermedades que sus actos depravados les llevaron a contraer (pero que seguían pronunciando dogmas en nombre de la Santa Madre Iglesia), y los dos tardaron un tiempo inusualmente largo en morir, a pesar de su debilidad.
¿Estás realmente preparado para sufrir de ese modo por culpa de una llama?
No ganarás nada, amigo, leyendo una palabra más.
Y aun así la lees.
¿Qué tengo que hacer? Creí que aún te quedaría algo de vida que vivir cuando hubiéramos acabado con ese libro.
Pensé que tendrías personas ahí fuera que te querrían, que llorarían por ti si yo te matase. Aunque parece que no es así, ¿verdad? Prefieres seguir viviendo esta semivida conmigo durante unas pocas páginas más y luego pagar el precio fatal.
¿Lo he entendido correctamente? Podrías apearte del tren de las almas perdidas incluso ahora, si quisieras. Piénsatelo bien. La medianoche se acerca. No me importa si estás leyendo esto a las ocho de la mañana de camino al trabajo, o a mediodía, tumbado en una playa bañada por el sol. Sigue siendo mucho, mucho más tarde de lo que piensas y está más oscuro de lo que parece.
Pero sigues indiferente ante mi deseo de ser compasivo. Aunque se esté haciendo cada vez más tarde, no te importa. ¿Existe alguna profunda razón metafísica para esto? ¿O es que eres más estúpido de lo que creía?
La única cosa profunda que oigo es el silencio.
Estoy obligado a responder a mis propias preguntas, a falta de respuesta por tu parte. Así que elijo…
Estupidez.
No eres más que un terco y un estúpido.
Muy bien, esto supera mi oferta de compasión. No pienso perder el tiempo con más gestos de misericordia, así que no me culpes cuando estés viendo cómo los contenidos de tu vejiga salen a chorro o cuando te invite a mordisquear uno de tus riñones mientras te extraigo el otro.
No te imaginas los sonidos que emitirás. Cuando te está haciendo daño de verdad alguien como yo, que sabe lo que hace, haces unos ruidos que apenas puedes creer que salgan de tu garganta. Alguna gente se vuelve chillona y estridente como un cerdo al que están sacrificando torpemente. Otros suenan como animales que luchan, como perros rabiosos que emiten gruñidos guturales y aullidos que rompen los tímpanos.
Resultará interesante averiguar a qué animal te pareces tú, una vez que empiece el trabajo con el cuchillo.
Supongo que no debería sorprenderme. A los de tu clase les gustan las historias, ¿no es cierto? Vivís de ellas. Y tú, mi pernicioso, testarudo y suicida amigo, pareces dispuesto a morir siempre y cuando averigües lo que ocurre al finalizar el asedio de la casa de Gutenberg.
¿No suena un poco absurdo cuando te lo dicen así? ¿Qué esperas averiguar? ¿Estás buscando una historia en la que estés tú? ¿Es eso?
Ay, Señor, es eso, ¿verdad? Y todo este tiempo has tenido la esperanza de que cuando encontraras ese libro obtendrías una pista sobre por qué naciste. Y por qué morirás.
Y este es ese libro, en lo que a ti respecta.
¿Tengo razón? Después de todo, tú también estás en estas páginas. Sin ti, estas palabras no serían más que manchas negras sobre papel blanco, encerradas en la oscuridad. He estado atrapado en solitario, hablando conmigo mismo, probablemente diciendo las mismas cosas una y otra vez.
«Quema este libro». «Quema este libro». «Quema este libro».
Pero en cuanto abriste el libro, mi locura se esfumó. Las visiones surgieron de las páginas como espíritus conjurados por una invocación, alimentadas tanto por la necesidad de ser escuchados que sienten todos aquellos que se confiesan, incluso los humildes como yo, como por tu propio e innegable apetito por las cosas extrañas y heréticas.
Volvamos al taller de Gutenberg y veamos, pues, qué últimas visiones puedo encontrar para ti allí, donde el aire portaba el punzante hedor de la tinta.
En toda batalla entre las fuerzas del Cielo y el Infierno llega un momento en que el número de soldados se vuelve tan enorme que deja de ser posible para la percepción de la humanidad medir el alcance de la vorágine que lucha entre sí. La fachada de la realidad se quiebra y, por mucho que la humanidad se haya empeñado en no ver lo que la rodea, sus esfuerzos son en vano. La verdad acaba oyéndose, por estridente que sea. La verdad acaba viéndose, por cruda que sea.
La primera señal de que este momento de la verdad había llegado fue una repentina erupción de gritos procedente de la calle. Súplicas de los ciudadanos de Mainz (hombres y mujeres, niños y matusalenes), que vieron como el velo que había ocultado la batalla se esfumaba en aquel preciso instante; reinó la histeria. Me alegré de encontrarme en el interior del taller en aquel momento, a pesar de que aún contaba con su grotesca excelencia, el arzobispo, además de con Gutenberg y sus empleados, como compañía.
En el instante en el que comenzó la algarabía en la calle, Gutenberg, el genio de voz suave, desapareció y dio paso a Gutenberg, el amante esposo y amigo.
—Creo que tenemos problemas —dijo—. ¿Hannah? ¡Hannah! ¿Estás bien? —Se volvió hacia sus empleados—. Si alguno de vosotros teme por su propia alma o por las de su familia, marchaos ahora y rápido, antes de que esto se ponga peor.
—No está ocurriendo nada ahí fuera —dijo el arzobispo a los hombres del taller, algunos de los cuales ya se estaban desabrochando el mandil manchado de tinta—. No tenéis que temer en absoluto por la seguridad de vuestras esposas e hijos.
—¿Cómo lo sabéis? —dije.
—Tengo mis fuentes —respondió el arzobispo. Su petulancia me repugnaba. Deseaba de veras abandonar mi aspecto humano en aquel momento y liberar a Jakabok Botch, el demonio del Noveno Círculo. Y lo habría hecho, de no haber sido porque la voz de Hannah respondió a la llamada de su marido justo entonces.
—¡Johannes! ¡Ayúdame!
Apareció en el taller por un acceso diferente al que el arzobispo, Gutenberg y yo habíamos utilizado antes; una pequeña entrada situada en el extremo opuesto de la habitación.
—¡Johannes! ¡Johannes! ¡Oh, Señor!
—Estoy aquí, esposa —respondió Gutenberg aproximándose a su jadeante y desesperada consorte.
En lugar de sentirse aliviada al ver a su marido, el terror de Hannah se volvió aun más desesperado.
—¡Estamos condenados, Johannes!
—No, querida. Esta es una casa temerosa de Dios.
—¡Johannes, piensa! ¡Si hay demonios aquí es por culpa de esto!
Se dirigió a la más cercana de las mesas en las que estaban dispuestas las letras y, utilizando el nada despreciable volumen de su cuerpo para ayudar a su fuerza natural, la volcó y las placas con los alfabetos meticulosamente ordenados se esparcieron por el suelo.
—¡Hannah! ¡Detente! —gritó Gutenberg.
—¡Es obra del Demonio, Johannes! —le respondió ella con el rostro empapado en lágrimas—. ¡Tengo que destruirla o nos enviará a todos al Infierno!
—¿Quién te ha metido esa estúpida idea en la cabeza? —preguntó Gutenberg.
—He sido yo —respondió una voz que me resultó conocida.
Y quién sino Quitoon iba a emerger de entre las sombras de las escaleras por las que había aparecido Hannah, con sus rasgos demoníacos ocultos por la capucha que portaba.
—¿Por qué has estado atemorizando a mi mujer? —preguntó Gutenberg—. ¡Siempre ha sido muy asustadiza!
—¡Esto no son imaginaciones mías! —chilló Hannah aferrándose a otra mesa en la que se alineaban los números, los espacios en blanco y la puntuación. Esta la derribó con mucha más facilidad que la primera.
—Me temo que está alterada —admitió Quitoon apresurándose a interceptar a Gutenberg, quien seguía llamando suavemente a su esposa mientras se aproximaba a ella.
—Hannah… cariño… por favor, no llores… Sabes que odio verte llorar.
Quitoon se quitó la capucha y dejó a la vista todos y cada uno de sus rasgos demoníacos. Nadie se apercibió. ¿Por qué iban a hacerlo, cuando él y sus semejantes podían verse a través de las ventanas, inmersos en una amarga batalla con sus angelicales homólogos?
A decir verdad, había miembros de los ejércitos de ambos bandos a quienes nunca antes había visto, ni siquiera en manuscritos explicados por monjes que pintaban formas de ángeles y demonios totalmente nuevas.
Criaturas masivas, algunas aladas, otras no, pero todas claramente engendradas, criadas y entrenadas para hacer exactamente lo que estaban haciendo: la guerra. Mientras yo observaba, uno de los demonios guerreros, atrapado en una feroz lucha con un ángel, agarró la cabeza de su enemigo con ambas manos y la aplastó como si de un huevo gigante se tratase. No corría sangre por la divina anatomía de aquella cosa; tan solo luz, que emergió en todas las direcciones de su cráneo roto.