Suficiente morbo. Quieres saber qué ocurre desde ahora mismo hasta el final, ¿no es cierto? Desde luego, desde luego. Es un placer. No, en serio.
No te he dicho que Mainz, la cuidad en la que residía Gutenberg, estaba construida junto a un río. De hecho, en ambas márgenes del mismo había fragmentos de ciudad unidos por un puente de madera con aspecto de mal construido y que seguramente sería barrido por el río si alguna vez se ponía demasiado ambicioso.
No lo atravesé inmediatamente, aunque de un solo golpe de vista quedaba claro que la mejor parte de la ciudad estaba al otro lado. Primero, di una batida a las calles y callejones de la zona más pequeña de la ciudad con la esperanza de que, si me quedaba entre las sombras y mantenía mis sentidos alerta, oiría algún rumor o alguna incoherencia provocada por el miedo; en resumen, indicios de que Quitoon trabajaba por allí. En cuanto localizase a alguien que tuviese información, sabía que resultaría bastante sencillo seguirlo hasta alguna calle tranquila, arrinconarlo y presionarlo para obtener todos los pequeños detalles. La gente solía desembarazarse de sus secretos con rapidez siempre y cuando yo les prometiese dejarlos en paz una vez que lo hubieran hecho.
Pero mi búsqueda resultó infructuosa. Desde luego que había rumores que oír, pero no eran más que las aburridas maldades de las mujeres cotillas que hay en todas partes: conversaciones sobre adulterio, crueldad y enfermedades. No oí nada que sugiriera que se estaba llevando a cabo un trabajo que cambiaría el mundo en aquella sórdida y pequeña ciudad.
Decidí cruzar el río y, camino del puente, solo me detuve para obtener comida de un vendedor de pasteles de carne y bebida de un comerciante de cerveza local. Esta última apenas se podía beber, pero los pasteles estaban sabrosos; la carne (de rata o de perro, me imagino) no estaba sosa, sino especiada y tierna. Regresé junto al vendedor de cerveza y le dije que su brebaje era asqueroso y que tenía pensado masacrarlo por no haberme advertido que no la comprara. Aterrorizado, el hombre me dio todo el dinero que tenía consigo, que era más que suficiente para comprar otros tres pasteles de carne al otro vendedor, quien se quedó totalmente perplejo de que yo, el ratero matón, hubiera regresado para hacer una compra legítima y pagara el pastel que le había robado además de comprar los otros tres.
Encantado de que le diera mi dinero, en cuanto lo tuvo a buen recaudo no dudó en invitarme a que siguiera mi camino.
—Debes de ser honesto —dijo—, pero hay algo en ti que huele mal.
—¿Mal hasta qué punto? —pregunté con la boca llena de carne y masa.
—¿No te ofenderás?
—Lo juro.
—Muy bien, te lo diré de este modo: he puesto muchas cosas en mis pasteles que probablemente harían vomitar a mis clientes si lo supieran. Pero aunque fueses el último trozo de carne de la cristiandad, aunque me fuese a arruinar sin tu carne, viviría en las alcantarillas antes de intentar hacer algo sabroso contigo.
—¿Me estás insultando? —dije—. Porque si me estás…
—Dijiste que no te ofenderías —me recordó el pastelero.
—Cierto. Cierto. —Tomé otro bocado de pastel—. El nombre de Gutenberg.
—¿Qué les pasa?
—¿Les?
—Son una gran familia. No sé mucho de ellos excepto por cotilleos sin importancia que me cuenta mi esposa. Me ha dicho que el viejo Gutenberg estaba a punto de morir, si es eso por lo que ha venido.
Lo miré desconcertado, aunque en realidad estaba menos desconcertado de lo que aparentaba.
—¿Qué te hace pensar que he venido a Mainz para ver a un moribundo?
—Bueno, simplemente he dado por hecho que como eres un demonio y el viejo Gutenberg tiene una reputación, no digo que sea verdad, solo te digo lo que Marta me cuenta, Marta es mi esposa, y dice que es…
—Espera —le interrumpí—. ¿Has dicho demonio?
—No creo que el viejo Gutenberg sea un demonio.
—¡Dios del Cielo, pastelero! No. No estoy sugiriendo que ningún miembro del clan Gutenberg sea un demonio. Te digo que yo soy el demonio.
—Lo sé.
—Esa es la cuestión. ¿Cómo lo sabes?
—Ah, ha sido por tu cola.
Volví la cara para ver lo que el pastelero veía. Tenía razón. Había dejado que una de mis colas se escapase de mis pantalones.
Le ordené que regresara a su escondite y se retiró con desdén. Entonces el zopenco del pastelero pareció alegrarse por mí por tener una cola tan obediente.
—¿Ni siquiera estás un poco asustado por lo que acabas de ver?
—No, en realidad no. Marta, que es mi esposa, dijo que había visto muchas presencias celestiales e infernales por la ciudad la semana pasada.
—¿Está bien de la cabeza?
—Se casó conmigo. Juzga tú mismo.
—Entonces no —respondí.
El pastelero parecía desconcertado:
—¿Me acabas de insultar? —preguntó.
—Silencio, estoy pensando —le contesté.
—¿Entonces me puedo ir?
—No, no puedes. Primero vas a llevarme a la casa Gutenberg.
—Pero estoy cubierto de porquería y trozos de pastel.
—Será algo que podrás contar a los niños —le dije—. Cómo acompañaste al mismísimo ángel de la muerte, al señor Jakabok Botch (señor B., para abreviar) por toda la ciudad.
—No, no, no. Te lo ruego, señor B. No soy tan fuerte como para eso. Me mataría. Mis hijos se quedarían huérfanos. Mi esposa, mi pobre esposa…
—Marta.
—Sé cómo se llama.
—Se quedaría viuda.
—Sí… —Ya veo. No tengo alternativa.
—Ninguna.
Entonces se encogió de hombros y emprendimos nuestro camino por las calles, el pastelero guiándome y yo con mi mano en su hombro, como si fuese ciego.
—Dime una cosa —dijo el pastelero con total naturalidad—. ¿Es esto el Juicio Final sobre el que nos advierte el cura? ¿El del Apocalipsis?
—¡Demonios! No.
—¿Entonces cuál es el motivo de las presencias celestiales e infernales?
—Supongo que es porque se está inventando algo importante. Algo que cambiará el mundo para siempre.
—¿El qué?
—No lo sé. ¿Qué hace ese tal Gutenberg?
—Es orfebre, creo.
Me sentía agradecido por que me guiase, aunque no por su conversación. Todas las calles de la ciudad parecían iguales: barro, gente y casas grises y negras, mucho menos lujosas que algunas de las ruinas en las que Quitoon y yo habíamos dormido mientras viajábamos.
¡Quitoon! ¡Quitoon! ¿Por qué pensaba en él y en su ausencia a cada segundo? En lugar de liberarme de la obsesión, la convertí en un juego y le recité al pastelero una lista de las cosas más notables que Quitoon y yo habíamos comido durante nuestro viaje: carne de perro, carne de gato, carne de vejiga, sopa de patata sangrienta, sopa de agua bendita con gofres, sopa de ortigas y de agujas, gachas de hombre muerto engordadas con cenizas de obispo quemado, y un largo etcétera. Mi memoria funcionó mucho mejor de lo que esperaba. De hecho estaba disfrutando de mis recuerdos y habría seguido compartiendo bocados inolvidables con él si no me hubiera interrumpido un creciente aullido de angustia procedente de las calles adonde nos dirigíamos, acompañado por el inconfundible olor a carne humana quemada. Segundos más tarde divisamos la fuente del ruido y del hedor: un hombre y una mujer envueltos en llamas de un metro de altura o más que consumían con entusiasmo sus cabezas exuberantemente peinadas, al igual que sus espaldas, sus nalgas y sus piernas. Me aparté de su camino, pero el pastelero permaneció allí mirándolos hasta que lo cogí del brazo y lo quité de en medio. Cuando lo miré vi que estaba observando la estrecha franja de cielo visible entre los aleros de las casas a cada lado de la calle. Miré en la dirección en que él miraba y descubrí que, a pesar del brillo del cielo estival, había formas que se movían sobre nuestras cabezas y que poseían un brillo aún mayor. No se trataba de nubes, aunque eran tan prístinas e impredecibles como las nubes; grupos de figuras amorfas moviéndose por el cielo en la misma dirección en que nosotros caminábamos.
—Ángeles —dijo el pastelero.
Yo estaba realmente sorprendido de que pudiera saber algo así.
—¿Estás seguro?
—Pues claro que estoy seguro —respondió, no sin un atisbo de irritación. Mira. Van a hacer esa cosa que hacen ellos.
Miré y, para mi sorpresa, los vi converger los unos en los otros hasta que todas las masas informes se hubieron convertido en una sola forma incandescente que comenzó a trazar una espiral en sentido contrario a las agujas del reloj mientras el centro se volvía aún más brillante hasta entrar en erupción, escupiendo motas de luz como una vaina a reventar. Las semillas caían revoloteando sobre los tejados de las casas donde, como copos de nieve tardíos, se convertían en nada.
—Algo de grandes dimensiones debe de estar ocurriendo —me dije—. Al final, Quitoon estaba en lo cierto.
—Ya no está muy lejos —dijo el pastelero—. ¿No podría indicarte desde aquí?
—No. Hasta la puerta, pastelero.
Sin mediar ni una palabra más, reanudamos nuestro camino calle abajo. Aunque había un montón de gente alrededor, yo ya no me preocupaba de añadir mis pequeñas notas de grosería (la boca babeante, el moco cayendo de mis fosas nasales) a mi aspecto general. No era necesario. Con el pastelero cubierto de mugre guiándome, formábamos una pareja bastante asquerosa y los ciudadanos se mantenían lejos de nosotros, agachaban la cabeza y se miraban los pies mientras apresuraban el paso.
No era nuestra presencia lo que causaba aquella sutil agitación entre los ciudadanos. Incluso quienes todavía no habían reparado en nosotros caminaban con la mirada gacha. Todo el mundo parecía saber que había ángeles y demonios compartiendo con ellos las calles y hacían lo posible por apurar sus asuntos sin tener que mirar a los soldados de alguno de los ejércitos de allá arriba.
Doblamos una esquina y caminamos un pequeño trecho hasta girar en otra. Cada vuelta nos conducía a una calle aún más desierta que la que habíamos dejado atrás. Finalmente nos internamos en una que estaba repleta de pequeños negocios: un comercio de venta y reparación de calzado, una carnicería, un proveedor de tejidos… De todas las tiendas de la calle, la única que parecía abierta era la carnicería, lo cual resultaba útil porque mi estómago seguía exigiendo alimento. El pastelero entró conmigo más movido, yo creo, por el miedo a lo que le pudiese ocurrir si lo dejaba solo en aquella calle desierta que porque tuviera un gran interés en lo que el carnicero vendía.
El lugar estaba muy mal cuidado, un montón de serrín pegoteado de sangre cubría el suelo y el aire estaba plagado de moscas.
Entonces, del otro lado del mostrador surgió una voz consternada por el sufrimiento:
—Llevaos lo que queráis… —dijo el dueño de aquella cruda voz—. Ya no me importa… nada… más.
El pastelero y yo nos asomamos al mostrador. El carnicero yacía al otro lado, sobre el serrín, con todo el cuerpo agujereado y acuchillado. Un gran charco de sangre lo rodeaba; la muerte se atisbaba en sus pequeños ojos azules.
—¿Quién ha hecho esto? —le pregunté.
—Una tortura como esta —dijo el pastelero— ha sido cosa de los de tu especie.
—No juzgues tan rápidamente —respondí—. Los ángeles tienen un genio horrible, especialmente cuando se sienten justificados.
—Los dos… os equivocáis… —apuntó el hombre moribundo.
El pastelero había rodeado el mostrador y cogió los dos cuchillos que encontró junto al cuerpo del carnicero.
—Ninguno de los dos es muy… muy útil —siguió el carnicero—. Creí que con una buena puñalada en el corazón lo conseguiría, pero no. Sangré mucho, pero seguía vivo, así que me apuñalé por todas partes en busca de algún lugar que resultara letal. Quiero decir que con mi mujer fue fácil: una buena puñalada y…
—¿Has matado a tu mujer?
—Está allí detrás —dijo el pastelero señalando a través de la puerta que conducía a la trastienda. Atravesó el umbral para echar un vistazo más de cerca—. Le ha arrancado el corazón.
—Yo no quería… —dijo el carnicero—. Quería que muriese y estuviese a salvo con los ángeles. Pero no quería cortarla en pedazos como si fuese un cerdo.
—¿Por qué ibas a hacerlo entonces? —preguntó el pastelero.
—El demonio quiso que lo hiciera. No tenía otra opción.
—¿Un demonio ha estado aquí? —pregunté—. ¿Cómo se llamaba?
—En realidad era una; se llamaba Mariamorta. Dijo que estaba aquí porque es el fin del mundo.
—¿Hoy?
—Sí, hoy.
—Eso no es lo que tú has dicho —me recriminó el pastelero—. Si lo hubiera sabido habría regresado con mi familia en lugar de pasearme contigo.
—Solo por el hecho de que un carnicero suicida diga que es el fin del mundo, no significa que tengamos que creerle.
—Tenemos que hacerlo, si es verdad —intervino alguien desde la puerta.
Era Quitoon. En algún otro lugar un miembro de la nobleza debía de yacer muerto y desnudo, porque Quitoon vestía elegantes vestimentas robadas: un conjunto escarlata, dorado y negro. Además, su larga melena negra, peinada con marcadas y lustrosas ondas, y su barba y su bigote, que habían sido recortados, realzaban su refinado aspecto.
Su nueva apariencia me turbó. Había tenido un sueño unas noches antes en el que él aparecía tal y como estaba ahora, con cada detalle, hasta la joya más insignificante de la funda de su daga. En mi sueño había una buena razón para su fabuloso aspecto, aunque no quiero hablar de ello ahora. Por algún motivo me da vergüenza, la verdad. Pero ¿por qué no? Hemos llegado tan lejos tú y yo, ¿no es cierto? De acuerdo, ahí va la verdad: soñé que estaba vestido así porque él y yo íbamos a casarnos. ¡Qué ocurrencias tiene nuestro subconsciente! Son tonterías sin sentido, por supuesto, pero cuando me desperté seguía pareciéndome perturbador.
Ahora sabía que el sueño había resultado ser profetice Allí estaba Quitoon en carne y hueso, de pie en la puerta, vestido tal y como se había ataviado en mi sueño para nuestra unión. La única diferencia era que no tenía interés alguno en el matrimonio; su mente planeaba algo más apocalíptico.
—¿No te lo dije, señor B.? —alardeó—. ¿No te dije que en Mainz estaba ocurriendo algo que acabaría con el mundo?
—¿Lo ves? —protestó el carnicero a mis pies.
—Silencio —le respondí. Pareció tomarme la palabra y murió. Me alegré. No me gustaba tener alrededor cosas sufriendo. Se había acabado; ya no tenía necesidad de pensar más en él.