Demonio de libro (24 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Demonio de libro
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—¿Cómo puedes estar casado con eso —señaló al ángel Hannah con un dedo excesivamente adornado— y luego afirmar que ni una sola vez lo has visto como lo que realmente es? —Su tono de voz rebosaba repugnancia—. Si casi suda incandescencia excremental por todos sus poros…

Entonces Hannah se elevó mientras la marea de sus vestiduras ascendía y descendía:

—Él no sabía nada —dijo al arzobispo—. Me casé con él en forma de mujer y no he violado dicha forma hasta hoy, cuando he visto que el fin era inminente. Éramos marido y mujer.

—Esa no es la cuestión —respondió el arzobispo—. Por muy realista que fuera la decadencia de tus mamas con el paso de los años, eras uno de los mensajeros de Dios y seguías velando por el interés de tu Señor en el Cielo. ¿Puedes negar eso?

—¡Era su esposa!

—¿Puedes negar eso?

Se produjo un silencio. Entonces el Ángel Hannah dijo:

—No.

—Bien. Ahora estamos llegando a alguna parte.

El arzobispo tiró de su alzacuello con el dedo índice:

—¿Soy yo o hace calor aquí? ¿No podríamos poner algunas ventanas para dejar que entre aire fresco?

Al oír aquello me quedé helado, aterrorizado por la posibilidad de que alguien le tomase la palabra, abriese la puerta y me encontrase allí. Pero el arzobispo no estaba tan acalorado como para sacrificar el ambiente que había logrado con su interrogatorio a Hannah. Antes de que nadie tuviese la oportunidad de hacer algo para refrescar la habitación, solucionó el problema más radicalmente:

—Ya basta de estas malditas vestiduras —dijo. Rompió sus ropajes ceremoniales, que se rasgaron con facilidad a pesar de las incrustaciones y de su peso. A continuación se arrancó las cruces de oro que colgaban de su cuello y los anillos, aquellos incontables anillos. Lo tiró todo al suelo, donde lo devoró todo un nuevo fuego, cuyas llamas se propagaron por innumerables lugares que quedaban fuera del limitado alcance de mi vista. El veloz progreso de las llamas desintegró los falsos objetos sagrados con la misma facilidad con la que un actor destruiría su disfraz de papel pintado.

Ah, pero eso no fue todo lo que el devorador fuego se llevó por delante. También saltó de la hoguera en la que ardían los ostentosos complementos para arrancar la piel de la cabeza y de las manos del arzobispo, además de su cabello. Me sorprendió enormemente comprobar que lo que había debajo no era más que la escamosa piel con la que yo mismo me había topado una vez frente al espejo, mientras que de la base de su huesuda columna surgía una cola cuyo tamaño y virilidad sugería que hacía mucho, mucho más tiempo que era demonio que arzobispo. Se sacudía adelante y atrás con sus rayas del color de la sangre, la bilis y los huesos.

Aquello no supuso revelación alguna para ninguno de los que estaban sentados a la mesa. En los rostros de los ángeles asistentes se dibujaron unas cuantas miradas de repugnancia apenas contenida por ver al demonio desnudo, pero la única reacción audible fue la de uno de los suyos, que dijo:

—Excelencia, vuestras ropas.

—¿Qué les ocurre?

—No queda nada de ellas.

—Me tenían harto.

—¡Pero cómo va a irse así!

—¡Tú irás a por más, idiota! Y antes de que lo preguntes, sí, me volveré a poner mi rostro humano, hasta el último forúnculo de mi nariz. Aunque Demonios, qué bien sienta liberarse de ese espantoso atuendo. Me siento asfixiado dentro de esa piel. ¿Cómo lo aguantan? —La audiencia dejó que la pregunta se convirtiese en retórica—. Bueno, vete pues —ordenó a su turbado subalterno—. ¡Tráeme mi atuendo!

—¿Y qué voy a decir que ocurrió con las vestiduras que portabais, excelencia?

La estupidez de su sirviente sobrepasó los límites de la paciencia del arzobispo, quien echó la cabeza hacia atrás y al momento la lanzó de nuevo hacia delante. Un salivazo salió disparado de entre sus labios, falló su objetivo, fue a dar en la pared a menos de un cuerpo de distancia de donde yo estaba agazapado y carcomió la piedra. Pero nadie miró hacia donde yo me encontraba; en aquel momento la atención de todas las miradas de la estancia estaba centrada en el arzobispo.

—Diles que los repartí entre los miembros de mi rebaño aquejados por alguna enfermedad y, si alguien lo pone en duda, les dices que vayan a comprobarlo a los lazaretos que hay junto al río. —Estalló en una amarga carcajada, cruda y sombría. Aquel simple sonido me bastó para conferirle el odio que había sentido hacia papá Gatmuss.

Sin embargo, la evocación de viejos venenos no me hizo olvidar la peligrosa situación en la que me seguía encontrando. Sabía que tenía que retirarme de la puerta antes de que el lacayo del arzobispo se dispusiera a irse, o sería descubierto. Pero no fui capaz de retirarme del umbral hasta al último momento, por miedo a perderme alguna conversación que me ayudara a comprender mejor la verdadera naturaleza de aquel choque de voluntades divinas y demoníacas. El lacayo apartó su silla de la mesa pero, justo cuando empezaba a levantarse, el arzobispo desnudo le ordenó con un gesto que se sentara de nuevo.

—Pero pensé que queríais…

—Más tarde —replicó su excelencia pecaminosísima—. De momento debemos estar en igualdad de condiciones, si vamos a jugar.

A jugar. Sí, eso es lo que dijo, lo juro. Y en cierto modo toda esta lamentable historia se reduce a esas dos palabras. ¡Ay, las palabras! Trabajan para confundirnos. Por ejemplo, «imprenta». ¿Se te ocurre una palabra menos inspiradora? Lo dudo. Y aun así…

—Esto no es un juego —dijo el ángel Hannah con tono grave. Los colores de la piscina de ropajes en la que flotaba se oscurecieron para reflejar su cambio de humor. El azul se convirtió en púrpura, el dorado en carmesí—. Sabes lo importante que es. ¿Por qué si no te enviarían aquí tus amos?

—No solo amos —respondió el arzobispo con tono seductor—, también tenía amas. ¡Ah, y qué crueles eran! —Se llevó las manos a la entrepierna; no pude ver lo que hacía, pero ofendió visiblemente a todos los representantes celestiales—. A veces cometo deliberadamente un error punible solo para ganarme la recompensa de sus tormentos. Ellas ya lo saben, claro, deben saberlo. Pero es un juego. Como el amor. Como… —bajó el tono hasta convertirlo en un susurro— la guerra.

—Si eso es lo que quieres, demonio, eso es lo que tendrás.

—¡Vaya! Escúchate a ti misma —le reprendió el arzobispo—. ¿Dónde están tus prioridades? Y mientras meditas sobre ello, pregúntate por qué iba a querer la demonidad poseer el control sobre una máquina que hace insípidas copias de libros cuya única importancia hasta ahora residía en que se trataba de piezas únicas. No se me ocurre un motivo más absurdo que este para que las dos partes de nuestra dividida nación se agredan mutuamente. ¿Cómo se llama? —preguntó dirigiéndose a Gutenberg.

—Imprenta —dijo Hannah—. Como si no lo supieras. No engañas a nadie, demonio.

—Digo la verdad.

—¡Copias insípidas!

—¿Qué otra cosa pueden ser? —replicó el arzobispo en tono irónico.

—Suenas como si te importase —observó Hannah.

—No me importa.

—¿Entonces por qué estás dispuesto a entrar en guerra por una cosa que ni siquiera sabes nombrar?

—Te lo repito: no necesitamos comportarnos como perro y gato por lo que Gutenberg ha fabricado. No merece la pena luchar y ambos lo sabemos.

—Sin embargo no regresas a las comodidades de tu palacio.

—No es ni mucho menos un palacio.

—No es ni mucho menos otra cosa.

—Bueno, no voy a entrar en trivialidades —dijo el arzobispo, haciendo un gesto como para dejar aquella infructuosa conversación—. Lo admito: he venido aquí porque al principio sentía curiosidad. Esperaba, no sé, una especie de máquina milagrosa. Pero ahora que la veo, no tiene nada de milagrosa, ¿no es cierto? Sin ofender, herr Gutenberg.

—¿Entonces os vais? —preguntó el ángel Hannah.

—Sí. Nos vamos. Ya no tenemos nada que hacer aquí. ¿Y vosotros?

—Nos vamos también.

—Ah.

—Tenemos asuntos pendientes arriba.

—Urgentes, ¿no es cierto?

—Mucho.

—Perfecto, entonces.

—Perfecto, entonces.

—Estamos de acuerdo.

—Estamos, en efecto, de acuerdo.

Dicho lo cual, sobrevino la calma. El arzobispo se miraba sus defectuosos nudillos; Hannah se quedó en pie con la mirada perdida y la mente ausente. El único sonido que se oía era el amortiguado murmullo del tejido que rodeaba a Hannah.

Su sonido atrajo mi mirada hacia él y me sorprendió comprobar que unas líneas negras y rojas atravesaban la vestimenta, por lo demás apacible, del ángel Hannah. ¿Era yo el único de la habitación que se había dado cuenta? Era obvio que a pesar de su calmada compostura, el ángel no podía evitar que la verdad se manifestase por sí misma, aunque solo fuese durante unos segundos.

Entonces oí otro sonido, procedente tal vez del taller que había dejado a mis espaldas: era el tictac de un reloj.

Y todos seguían sin moverse.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac
.

Y a continuación, en el mismo preciso instante (como si estuvieran más de acuerdo que en desacuerdo en lo que a paciencia y política se refería), tanto el arzobispo como Hannah se pusieron en pie. Ambos apoyaron los puños sobre la mesa, se inclinaron hacia delante y se enzarzaron en una discusión en un tono tan altivo y furioso por ambas partes que resultaba difícil discernir sus voces. Las palabras se convirtieron en una sola, frase interminable e incomprensible:

—…Aunque por qué tú el no has sido lo sagrado ah sí puedes sagrado no es tú bien lo que espadas y este asunto estar cosechando no libros no están nosotros no trivial amarillo no hagas sangre en todo este sí acabado por completo…

Y siguieron así mientras todos los demás ocupantes de la habitación hacían exactamente lo mismo que yo: concentrar su atención en el arzobispo o en Hannah con la esperanza de descifrar lo que estaban diciendo y, así, facilitar la comprensión de lo que aportaba la otra parte a aquella locura de intercambio dialéctico. Si a alguno de los otros les estaba funcionando aquella táctica, no daban muestra alguna de ello; la expresión de sus rostros seguía siendo de frustración y desconcierto.

Tampoco el arzobispo y el ángel Hannah mostraron señal alguna de sosegar su vehemencia. De hecho, su furia fue aumentando y el poder que generaban su rabia y su recelo rompió la geometría de la habitación, que me había parecido impecable al verla. El modo en que ocurrió podría parecer una locura, pero te contaré lo mejor que pueda lo que mis ojos me contaron a mí; espero que las palabras que uso sirvan para expresar las paradojas que me veo obligado a describir.

A medida que se aproximaban el uno al otro, el diablo y el ángel, sus cabezas se hincharon una barbaridad; el espacio que les separaba el nacimiento del pelo de la barbilla medía ya más de un metro y seguía creciendo latido tras latido. Pero del mismo modo que sus cabezas crecían de forma tan grotesca, también se encogían hasta tal punto que, a mis escandalizados ojos, parecían medir apenas cinco o seis centímetros de ancho. Las puntas de sus narices distaban apenas la longitud de un dedo y las palabras que seguían vomitando emergían de sus bocas grotescamente deformadas como bocanadas de humo de distintos colores que se elevaban hasta formar una capa de palabras muertas en el techo. Aunque al mismo tiempo que tenía lugar este estrambótico espectáculo (te advertí que algunas partes de esta historia podían asemejarse mucho a los delirios de un demente), mis ojos comprobaron que ambos seguían sentados en sus asientos, inalterables, del mismo modo que habían permanecido hasta entonces.

No se me ocurre explicación alguna para todo esto, ni tampoco comprendo por qué, tras haber escuchado su vehemente discusión durante dos o tres minutos sin entender una sola frase por ninguna de ambas partes, mi cerebro comienza ahora a descodificar fragmentos de su diálogo. Huelga decir que no se trataba de una conversación casual, pero tampoco se dedicaron a escupirse amenazas mutuamente. Poco a poco caí en la cuenta de que estaba asistiendo a la más secreta de las negociaciones: el ángel y el demonio, sus especies, que una vez se habían unido en un amor celestial, eran ahora enemigas. O eso había entendido yo. A mí me habían enseñado que su odio mutuo era tan profundo que nunca contemplarían la posibilidad de instaurar la paz. Pero allí estaban, adversarios tan conocidos que eran casi amigos, trabajando para dividir el control de este nuevo poder ya que, a pesar de que el demonio afirmaba que la prensa Gutenberg no tenía mayor importancia, todos sabían que no era así. De hecho, la prensa cambiaría la concepción del mundo como tal y ambos bandos querían llevarse la peor parte. Hannah quería que todos los libros sagrados se imprimiesen bajo licencia angelical, pero el arzobispo estaba tan poco dispuesto a ceder en ese punto como ella a concederle el material impreso relacionado con el impulso erótico de la humanidad.

Gran parte de la discusión se refería a formas de escritura de las que yo nunca había oído hablar: novelas y periódicos, revistas científicas y tratados políticos; manuales, guías y enciclopedias. Comerciaban como dos de tu especie que pujan por carne de caballo en una subasta, acelerando la negociación a medida que se acercaba el cierre de alguna porción de su inmenso pacto; solo se mostraban de acuerdo cuando alguna otra parte de este reparto del botín se resolvía satisfactoriamente. No había un sistema de principios inamovibles que delimitase aquellas partes del mundo según la palabra universal que Hannah reivindicaba, pero tampoco se apreciaba una ferocidad especial en el modo en que el arzobispo luchaba por las obras por las que yo esperaba que luchase el Infierno: escritos legales, por ejemplo; u obras de doctores y asesinos que divulgaran su perversidad. El ángel combatía con vehemencia por el control de las confesiones de hombres y mujeres dedicados a la prostitución y de cualquier otro escrito diseñado para encender al lector, mientras que el Infierno luchaba con igual empeño por poseer la licencia y distribución de todos los ejemplares impresos que los autores hubiesen escrito de un modo que sugiriese que estaban en posesión de la verdad. Pero entonces, argumentaba el Infierno, ¿qué ocurría si el autor de esas obras de inventiva resultaba dedicarse, o haberse dedicado, también a la prostitución?

Y así continuaron con su toma y daca; los consejeros de cada uno de los poderes se habían acercado a la mesa y aportaban a los discursos de sus jefes sus propias condiciones y manipulaciones verbales. Se hizo referencia a sentencias previas, como el asunto de la rueda. En cuanto a la gran obra de Gutenberg (el motivo por el cual el Cielo y el Infierno se encontraban al borde de la guerra), se referían a él sin demasiado interés como «el asunto por revisar».

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