Dame la mano (35 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: Dame la mano
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—¿No es hijo suyo? —preguntó Harold.

Arvid negó con la cabeza.

—También vino de Londres. Cuando llegó Fiona. Pero no tiene a nadie más en el mundo.

—Perdió a toda su familia —dije yo—. Cayó una bomba encima de su casa.

—¿Y no tiene parientes?

—No.

—Pobre chico —dijo Harold—. Es un poco cortito, ¿verdad? —preguntó mientras se daba unos golpecitos con el dedo en la frente.

—Es retrasado mental —confirmó Arvid.

Silencio. Quedó claro que Harold tampoco estaba demasiado interesado por Nobody.

—Debería ingresar en un orfanato —dijo Harold.

—Claro que sí. Y hace tiempo, además —convino Arvid.

—Mire, yo lo llevaría a Londres por usted, pero ahora mismo tengo demasiados problemas entre manos —dijo Harold. Su rostro volvía a brillar a causa de las gotas de sudor—. Mi jefe se enfadó bastante con estas vacaciones de dos días que me he tomado, mi esposa me hará un montón de preguntas y además no puede enterarse de que Fiona se ha marchado. Estoy… Es que no puedo…

—Lo comprendo —dijo Arvid. Parecía decepcionado. Le habría gustado poder librarse de Nobody de la forma más sencilla posible.

—Por aquí seguro que hay algún orfanato —dijo Harold.

Arvid reaccionó con bastante perplejidad. A pesar de mi juventud, comprendí instintivamente su dilema. Siempre se había mostrado dispuesto a librarse del otro niño, que es como siempre lo había llamado, y ahora que Emma había muerto, ya no habría nadie para impedir que lo hiciera. Pero por otra parte, era justo la muerte de Emma lo que lo frenaba. Emma había querido a ese niño como a su propio hijo, lo había cuidado y protegido como un ángel de la guarda. A pesar de su carácter austero y poco dado a las sensiblerías, poco después del entierro de su esposa se le había planteado el dilema de hacer algo que ella no habría consentido en ningún caso. De haber logrado que nos lo lleváramos, se habría quedado convencido de que habríamos hecho lo correcto. Tomar al niño de la mano y dejarlo en el orfanato más cercano era otra cosa. La situación que se derivaba de ello era la más desfavorable posible para el pequeño Nobody: Arvid no lo quería, pero tampoco conseguía desprenderse de él. Se veía venir que quedaría estancado en el descontento, la ira, la inactividad y la frustración. Nobody quedaría indefenso en manos de la frialdad y la amargura del solitario Arvid.

Cuando a la mañana siguiente, muy temprano, partí con Harold en dirección a la carretera para tomar allí el autobús que nos llevaría a Scarborough, el pequeño, triste y apesadumbrado, se aferró a mí. Las lágrimas fluían abundantemente por su pálido rostro.

—Fiona —gritaba—. ¡Fiona! ¡Boby!

Le acaricié el pelo. Ya que nos despedíamos, al menos intenté ser dulce con él.

—Fiona volverá —le prometí—. Fiona vendrá a buscar a Boby. Te lo prometo.

Sus ojos azules me miraron llenos de esperanza, de confianza y de un amor incondicional. Poco después tuve remordimientos de conciencia al respecto: era seguro que volvería. Pero que iría a recogerlo, no. Supuse que Arvid tardaría un par de semanas o de meses en romper la voluntad de su difunta esposa y que acabaría llevando al chico a un orfanato.

Estaba convencida de que no volvería a ver a Nobody, y ese convencimiento se hizo realidad. No lo vi de nuevo jamás. El último recuerdo que tengo de él es este: la puerta de la granja de los Beckett en una fría y nevada mañana de febrero del año 1943. Enormes y grises nubes en el cielo, perseguidas por el viento cortante. Desolación, soledad, la primavera eternamente lejos. Frente a la puerta, un chico mal abrigado y temblando de frío. Nos miraba fijamente. Lloraba. Intentaba sonreír a pesar de las lágrimas. Nos decía adiós con la mano.

Había conseguido infundirle la esperanza necesaria para superar aquel momento, para que creyera que al final acabaría reuniéndome con él.

Él lo creía de verdad.

Miércoles, 15 de octubre
1

Leslie paseaba por el puerto hecha una furia, alterada, cabizbaja, con los brazos cruzados para protegerse de la humedad que le estaba calando los huesos a través del fino impermeable que no alcanzaba a protegerla lo suficiente. Era temprano por la mañana y la niebla se extendía por la bahía, el tiempo no había mejorado desde el día anterior. Parecía como si las gaviotas surgieran de la nada y desaparecieran del mismo modo. De vez en cuando sonaban las sirenas de niebla de los barcos por un agua que era imposible divisar. A pesar de ser un día laborable cualquiera, todavía no había mucha gente por la calle. O por lo menos la niebla no le permitía ver más que a unas pocas personas.

Había salido a pasear con la intención de aclararse las ideas a primera hora de la mañana después de haber pasado la noche en vela dando vueltas en la cama. En la cama de Fiona, de hecho. Le había cedido la habitación de invitados a Stephen.

Stephen.

Habían comido juntos, habían bebido vino, sin mencionar de nuevo las llamadas anónimas en un acuerdo tácito. Después Stephen había recogido la cocina mientras Leslie se instalaba en el salón para leer los correos electrónicos que habían intercambiado su abuela y Chad. En una atmósfera tranquila e íntima. Estaba bien eso de no estar sola en casa. Ya ni siquiera recordaba aquella sensación.

Sin duda aquella lectura la acercaba más a Fiona. Se enteró de detalles que no conocía de antemano, empezó a comprender rasgos y peculiaridades de la difunta. Por encima de todo, sin embargo, había tenido una sensación de amenaza, de que la desgracia se había cernido sobre su abuela de forma lenta y previsible. Fiona había escrito acerca de un sentimiento de culpa. Leslie seguía sin tener muy claro adónde iba a parar todo aquello, pero había empezado a inquietarse y a preocuparse cada vez más, a alimentar un presentimiento nefasto sin saber de qué se trataba. A buen seguro se habría pasado la noche entera leyendo si Stephen no hubiera entrado en la habitación, nervioso, con las mejillas levemente enrojecidas.

—He de hablar contigo, Leslie. ¿Tienes un momento?

Ella levantó los ojos de la lectura.

—¿Qué ocurre?

—Quería decirte algo… hace ya tiempo… Pero hasta ahora no me has dado la oportunidad de explicarme con calma…

A Leslie se le erizó de repente el vello de los brazos. ¡No quiero saberlo!, pensó.

—¿Sí? ¿De qué se trata? —respondió a pesar de todo.

Stephen se sentó. Dudó un momento antes de decidir cuál era la mejor manera de empezar.

—Hace tiempo, justo después de que nos separáramos —dijo al cabo—, cuando decidiste que yo tenía que marcharme de casa… empecé una terapia. Duró aproximadamente un año.

—¿Una terapia?

—La terapeuta está especializada sobre todo en problemas conyugales. Quería… quería saber por qué ha sucedido todo esto.

Leslie se dio cuenta de que la boca se le había secado en cuestión de un segundo. Le pasaba siempre que recordaba aquella noche. ¿Por qué no lo superaba de una vez? ¿Por qué seguía sin saber cómo pasar página?

—¿Y bien? —preguntó ella.

—¿Sabes cuál fue la primera pregunta que me hizo? Me preguntó: «¿Qué le faltaba a su matrimonio, doctor Cramer?». Y yo le respondí al instante que no le faltaba nada.

Leslie pasó la mano por encima de los papeles que tenía sobre el regazo, un gesto que no sirvió tanto para alisarlos como para apaciguar sus nervios. De repente se sentía víctima de una emboscada. Se había sentado en el salón a leer, estaba inmersa en otro mundo, en otra época. Se había acercado a Fiona y con ello se había acercado a las raíces de su propia historia y de la de su madre. Durante una o dos horas no había existido la realidad. Y justo entonces había aparecido Stephen y la había enfrentado sin previo aviso a una de las situaciones más traumáticas de su vida hasta entonces.

Debería haberme limitado a echarlo de aquí, se dijo Leslie. Debería haberme negado a hablar con él. ¿Por qué tengo que tragarme la mierda que ha ido acumulando él a lo largo de centenares de horas de terapia?

De algún modo, Leslie había intuido de inmediato cómo terminaría la conversación. Lo había mirado con aparente frialdad, aunque temblando por dentro.

—Y entonces, después de mucho hablar, tu terapeuta y tú os disteis cuenta de que sí le faltaba algo, ¿no?

—Eso era lo que tú siempre decías. Incluso cuando había intentado dejarte claro que en realidad solo… solo había sido un error, un experimento, una combinación de imprudencia y exceso de alcohol, tú insistías en afirmar que tenía que haber algo más, que tenía que haber algo de insatisfacción por mi parte, que de lo contrario no habría ocurrido algo así de sopetón. Y todo eso.

—Mira, Stephen, yo…

—Y yo solo necesitaba que supieras que tenías razón —la interrumpió enseguida—. Era eso. Quiero decir, que hubo un motivo por el que pasó lo que pasó.

No deseo saber el motivo. No deseo saberlo.

¿Por qué se había limitado a pensarlo sin llegar a decirlo? ¿Por qué no había llegado a salir de sus labios? ¿Por qué no lo había articulado?

Porque todavía no había resuelto la conmoción que le había producido en su momento, pensó Leslie entonces mientras caminaba a través de la densa niebla, porque todavía no se había recompuesto.

—Creo que siempre te he notado muy fría y no he querido aceptarlo. Que me sentía inferior porque te quería más que tú a mí. Siempre tenía miedo de que me dejaras por un hombre mejor, más interesante, más excitante. Yo…

Finalmente, Leslie se vio capaz de decir algo.

—Y así pudiste adelantarte, ¿no? Así hiciste algo que provocara nuestra separación, una especie de huida hacia delante, ¿no?

El tono gélido de la voz de ella lo sobresaltó.

—Solo buscaba una especie de confirmación. Esa mujer… podría haber sido cualquier otra. Me aduló. Consiguió que me sintiera alguien especial, deseable. Fue una sensación… agradable.

—¿Follártela, quieres decir?

—Sentir que me deseaba.

Leslie se puso de pie y se sorprendió al comprobar que le fallaban un poco las piernas.

—¿Qué es esto, Stephen? ¿Qué quieres decirme ahora? ¿Que no he sabido idolatrarte lo suficiente? ¿Que no he sabido darme cuenta de que eres un semidiós? ¿Que no he sabido expresar cada día como el primero lo mucho que me impresionas siempre con tu masculinidad y tu saber estar?

—Claro que no. Solo quería…

—Me lo acabas de decir sin tapujos. Entraste en un bar, una jovenzuela quedó fascinada contigo y eso te hizo sentir tan bien después de tantos años soportando a tu esposa, que por otra parte te había sumido en ese sentimiento de inferioridad, que te viste de inmediato inmerso en un flirteo, te llevaste a la chica a casa y te la tiraste aprovechando que la parienta estaba de viaje. Luego tuviste remordimientos de conciencia, pero debiste de librarte de ellos después de que una terapeuta sabihonda te contara de forma convincente que, al fin y al cabo, tu esposa también tenía parte de culpa en el asunto. Fría. Inaccesible. ¡Una trepa! ¡Sí, no debería extrañarle que la hayan engañado!

—Lo estás malinterpretando todo —había dicho Stephen, y Leslie notó que él se había arrepentido enseguida de haber sacado el tema.

¿Por qué la había alterado tanto aquel asunto? Leslie no había podido seguir leyendo. Se había preparado un té para tranquilizarse un poco, pero no había conseguido sino un breve y ligero sueño hasta primera hora de la mañana, cuando ya no había podido dormir más. Y en ese momento se encontraba paseando entre la niebla porque ya no soportaba estar dentro de casa.

Pasó por delante de la caseta de ladrillo rojo con el tejado azul en la que se guardaba el bote salvavidas que se utilizaba cuando alguien se encontraba en situación de emergencia en el mar. Había varios pequeños comercios en los que se vendían bocadillos y bebidas, pero era demasiado temprano para que estuvieran abiertos. Vio los barcos pesqueros, los grandes rótulos en los que ofrecían salidas y excursiones destinadas a la pesca, el faro blanco a la salida del puerto. El Lunapark, un parque de atracciones con noria, columpios y casetas, seguía durmiendo en silencio entre la niebla, como si sus luces no hubieran centelleado nunca y no hubieran sonado jamás ni la música ni los gritos y las risas de la gente. Todo estaba en silencio, en un silencio desolador. Llegó al puerto y pasó por las altas pasarelas de madera que lo cruzaban formando una especie de red. Por debajo de ella, los barcos cabeceaban lentamente, no tardarían en reposar sobre el lodo en cuanto hubiera bajado del todo la marea.

Se detuvo. De no haber sido tan densa la niebla, desde ese lugar podría haber visto la casa en la que había vivido su abuela. De hecho, podía verse prácticamente desde cualquier punto de la bahía sur. El gran edificio, de un blanco resplandeciente, se alzaba en lo alto del South Cliff.

Stephen estaba en esa casa en ese preciso momento. Leslie supuso que seguiría durmiendo.

Lo imaginó frente a ella, se imaginó con él, pensó en los años que habían pasado juntos. Era cierto, ella era la ambiciosa, la que sabía lo que quería. Había sido ella quien había obtenido las mejores notas durante la carrera. La primera en doctorarse. Se había especializado antes que él. A menudo asistía a cursos de perfeccionamiento, mientras que Stephen se conformaba con lo que ya había conseguido y se había limitado a seguir con el ritmo diario.

Era significativo que hubiera sido precisamente uno de esos cursos de perfeccionamiento lo que le había dado la oportunidad a Stephen de echar una cana al aire.

¿Seguía siendo un problema, incluso en la actualidad, en el siglo veintiuno? ¿Todavía eran incapaces los hombres —hombres formados, inteligentes— de soportar a su lado a una mujer con más éxito que ellos?

Y lo que más la traía de cabeza: ¿de dónde había salido ese reproche de que ella fuera fría? ¿Había sido cosa de Stephen, se había convencido de ello para poder cerrar los ojos ante el hecho de que no hubiera podido estar a la altura del éxito profesional de ella, de todo lo que ella ambicionaba? ¿O lo era realmente? ¿Era fría?

Más que nunca durante la última noche se había dado cuenta de que había congelado la infancia y la adolescencia que había pasado junto a Fiona. Esta había tenido muchas y muy buenas cualidades, pero también era innegable que el cariño y la sensibilidad no se encontraban entre ellas. Respecto a eso, siempre había sentido a su lado una necesidad, un hambre constante que no había manera de calmar. La pequeña Leslie había tenido que soportar más de lo que había creído. Pero ¿hasta qué punto la había marcado aquello? ¿Hasta qué punto era incapaz de procurar afecto, cariño y ternura?

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