¡Emma estaba muerta! No me lo podía creer. Que Chad estuviera en el frente al menos era lógico porque siempre había tenido claro que eso sería lo primero que haría en cuanto consiguiera vencer la oposición de su madre, fuera como fuese. Al parecer Chad había aprovechado la oportunidad enseguida que se le había presentado. ¡Sin antes decirme a mí ni una sola palabra! No me había contado ni que se marchaba al frente ni que su madre había muerto. ¿Qué pintaba yo en su vida, pues? Por lo visto no pensaba en mí ni la mitad de lo que yo pensaba en él. Me sentí herida, triste. Y perpleja.
Pasé todavía un buen rato sentada con Arvid en la cocina y, de hecho, debió de ser la primera vez desde que lo conocía que charlábamos el uno con el otro. De repente se había convertido en un hombre muy solo que pronto sería incapaz de ocuparse de todo el trabajo que conllevaba aquella granja tan grande, con tantas ovejas, y menos aún sin la ayuda de su hijo. La granja de los Beckett quedaría desatendida a partir de entonces. Ya se notaba en la casa. Emma todavía había sido capaz de disimular más o menos su dejadez. A Arvid, sin embargo, le faltaban el tiempo, las fuerzas y probablemente las aptitudes para conseguirlo.
Me dijo que Emma había pasado todo el invierno aquejada de una fuerte bronquitis que en enero había vuelto a derivar en una infección pulmonar.
—Se negó a ingresar en un hospital. Me preocupaba mucho. Tenía muchísima fiebre, durante varios días… Pero no quise llevármela de aquí en contra de su voluntad. Al final todo fue muy rápido. Ya no le quedaban fuerzas para resistir.
Tenía que pensar en aquella Emma a la que había conocido en una oscura noche de noviembre, en un prado no muy lejos de Staintondale. Una mujer sana, delicada y sin embargo nada frágil. Su decaimiento había empezado de repente y sin ningún desencadenante aparente para ello. Los eternos resfriados. La tos pertinaz. La fuerte infección pulmonar que había sufrido un año antes, que tanto le había costado superar y de la que nunca llegó a recuperarse del todo, en realidad.
Me había sentado en la cocina, tiritando, puesto que los fogones no desprendían mucho calor, y por primera vez se me pasó por la cabeza la posibilidad de que aquel paraíso terrenal que había sido para mí la granja de los Beckett podría haber significado una fuente de penoso y arduo trabajo para Emma. Aquella casa tan húmeda y expuesta a las corrientes de aire. La cocina de leña que tenía que encender cada mañana. El agua que se obtenía accionando una bomba que exigía cierta fuerza física. En la granja se había detenido el tiempo, todo seguía siendo como cien años atrás aparte de la corriente eléctrica, pero Chad me había contado una vez que no habían tendido el cableado hasta el año 1936. Lavar, cocinar, planchar, todas aquellas cosas de las que se ocupaba Emma a diario suponían mucho tiempo y grandes esfuerzos. Trabajaba de la mañana a la noche sin quejarse y sin esperar ayuda de ninguno de nosotros. Debía de ser importante para ella que termináramos los deberes y aún nos quedara tiempo para jugar. De forma lenta y silenciosa, todo aquello había ido agotando sus fuerzas.
—Arvid —le dije finalmente, después de tomarme la tercera taza de té—. Arvid, por favor, ¿puedo quedarme aquí? No quiero volver a Londres.
Arvid se balanceó de un lado a otro, indeciso acerca de lo que debía responder.
—No es posible —dijo al cabo.
—Tiene que ser posible. No podría ser más infeliz, allí. Con mi… con mi padrastro no me llevo nada bien. Es un borracho y un asqueroso.
—¿Cuántos años tienes?
—Casi catorce —dije yo. Faltaba aun bastante para finales de julio, pero tampoco había que ser tan estrictos.
—Es decir, trece. ¡Lo que tienes que hacer es ir a la escuela!
—Si me quedara aquí podría encargarme del trabajo de la casa. Cocinar, limpiar, lavar la ropa… ¡Sé hacerlo todo!
—Tienes que ir a la escuela. Además, tus padres jamás accederían a ello. Si tuviera teléfono, ya los habría llamado. Puede caérseme el pelo… ¡Aquí solo, con una chica tan joven como tú! No, Fiona, lo siento. ¡Sería como meter un pie en la cárcel, si te permitiera quedarte!
—¿Y si mi madre lo consiente?
—No lo hará —profetizó Arvid—. A tu madre la granja le pareció bien mientras las bombas llovían sobre Londres y cuando todavía vivíamos como una familia. Ahora todo ha cambiado. Vendrá a buscarte muy pronto.
Intentaba asimilar las novedades de las últimas horas tendida en mi cama cuando, para mi desgracia, tuve el presentimiento de que Arvid tenía razón. Para empezar, mamá no quiso que me quedara allí cuando Emma aún vivía. Que me dejara vivir sola con Arvid y Nobody era algo más que improbable.
A la mañana siguiente, a pesar de la ventisca de nieve que caía, me pasé la mitad del día paseando por las tierras que pertenecían a la granja seguida por Nobody, al que llevaba pegado en todo momento con la mirada resplandeciente. Estuve visitando lugares bien conocidos mientras lloraba en silencio, porque sabía que de todos modos tendría que volver a despedirme de ellos muy pronto. Bajé hasta la cala, me senté durante un buen rato en una roca, mirando al mar, tan desoladoramente gris ese día, y pensé en Chad y en la última noche de verano que habíamos pasado allí juntos. Los graznidos de las gaviotas resonaban estridentes y desesperados en mis oídos y parecían el eco de mis cavilaciones sombrías. ¿Dónde estaba Chad? ¿Estaría en peligro, justo en ese momento cuando yo estaba en nuestro rincón, pensando en él? ¿Sobreviviría a la guerra? ¿Volvería a verlo alguna vez?
Di rienda suelta a mis lágrimas. Nobody, que estaba acurrucado junto a mí, no interfirió en mi llanto ni en mis cavilaciones. Como siempre, a él le bastaba con estar cerca de mí. En algún momento llegué a la conclusión de que tenía que cuidar de él y entonces reparé en que el chico estaba temblando de frío y tenía los labios morados. No creo que mi aspecto fuera muy distinto. No me había dado cuenta en absoluto de que, poco a poco, me estaba quedando helada como un carámbano. Entretanto la ventisca había arreciado a tal punto que costaba incluso ver el mar. Me puse de pie.
—Vamos, volvamos a casa enseguida —dije—. ¡Aquí nos moriremos de frío!
Nobody me siguió de inmediato. Me habría seguido incluso si hubiera decidido adentrarme en el mar, siempre y cuando yo se lo hubiera pedido.
Ya en casa, encendí el fuego de la chimenea, preparé té, ordené la cocina y cogí unas cuantas cosas de la despensa para preparar la cena. Quería que Arvid comprobara que yo era capaz de hacer más cosas que una simple colegiala de trece años, que podría beneficiarle tener a una mujer en la granja. Mientras barría el suelo y limpiaba la encimera, Nobody estuvo sentado a la mesa de la cocina, bebiendo té y comiendo un par de galletas bastante secas que yo había encontrado y mirándome con los ojos brillantes. Yo no podía sino seguir preguntándome acerca de lo que sería de él. Debía de rondar ya los diez años, pero continuaba teniendo la misma mentalidad que a los cinco como máximo, era incapaz de aprender a hablar y mucho me temía que continuaría así de por vida. Con la muerte de Emma había perdido a una madre por segunda vez en su corta vida. Por motivos que aún hoy desconozco, yo era su gran amor, capaz incluso de compensar emocionalmente la pérdida de Emma. Por desgracia, ya se intuía que aquello no podía continuar de ese modo. ¿Qué sería de él? Arvid nunca lo había querido tener en la casa, jamás se había preocupado por él. En su situación, ¿qué haría con un niño mentalmente retrasado?
Un orfanato, pensé; ahora sí que no queda otra opción que dejarlo en un orfanato.
Aquel pensamiento me inquietaba. Pero ¿qué más podía hacer?
Por la noche, yo ya había dejado la casa limpia y reluciente, el aire húmedo había quedado sustituido por otro seco y cálido, y olía a la leña que ardía en la chimenea y a la comida que había preparado. Encendí unas velas que dispuse en las ventanas. Además, había bañado a Nobody, le había puesto ropa limpia. Yo misma me arreglé también tanto como pude. Por lo menos quería que a Arvid le resultara difícil mandarme de vuelta a Londres. Fuera caían gruesos copos de nieve. Dentro había dos gatos ronroneando sobre el sofá del salón. Arvid tenía que notar el cambio a simple vista cuando volviera, cansado y helado, tras un largo y duro día de trabajo.
En cuanto oí sus pasos frente a la puerta me levanté de la silla, me alisé la falda y salí al vestíbulo con una sonrisa impaciente en los labios. Oí cómo golpeaba el suelo con los pies para sacudirse la nieve de las botas.
La puerta se abrió y entraron dos hombres. Eran Arvid y Harold.
—Tenemos que hablar —dijo Harold. Parecía cansado y estaba sobrio. A eso último no estaba acostumbrada. Me pareció diferente.
Nos sentamos en la cocina. Arvid se instaló cómodamente en el salón. Nobody ya estaba en la cama, aunque en alguna ocasión me pareció oír ruidos en la escalera; quizá bajaría otra vez para intentar estar cerca de mí. Habíamos comido todos juntos, por lo que apenas pude probar bocado y ni siquiera me alegré de oír las palabras con las que Arvid elogió el trabajo que había hecho mientras él se ocupaba de la granja.
—La casa tiene buen aspecto. Y lo que has cocinado está muy rico —dijo.
Arvid se había encontrado con Harold en la puerta de la granja cuando volvía de uno de los prados, mientras que Harold había recorrido el camino desde la parada de autobús y había sentido un gran alivio al dar finalmente con una casa habitada. Me parece que Arvid supo desde el principio a quién tenía delante.
—Sé que no me soportas —dijo Harold. Tenía las manos sobre la mesa, entrelazadas con nerviosismo—. Aun así, no tengo la menor idea de por qué te fuiste. Al fin y al cabo no te hice nada… pero así son las cosas.
Yo no dije nada. ¿Qué podría haber respondido?
—Por lo que a mí respecta, que conste que yo permitiría que te quedaras. Claro está, siempre y cuando el señor Beckett estuviera de acuerdo. Aunque tampoco lo consideraría una buena solución y… Bueno, de todas formas da igual lo que yo piense. Fiona, no puede ser. Por tu mamá. No puedo dejarte aquí. No lo soportaría.
—Pues lo ha soportado durante casi dos años —dije yo.
—Entonces sí que tenía sentido que estuvieras aquí. En Londres corrías un gran peligro. Pero ahora ya no.
—La guerra todavía no ha terminado.
—No durará mucho más —profetizó Harold—. A los alemanes se les ha acabado la suerte. Están en las últimas.
Eso no me interesaba ni lo más mínimo.
Harold se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones y se limpió el sudor de la frente.
—Me he ausentado del trabajo para venir hasta aquí —dijo— y he tenido que contarle una mentira a tu madre, porque naturalmente se dará cuenta de que no iré a visitarla al hospital durante dos días. No quiero que se entere de que te has largado sin más. No le conviene exaltarse.
—¿Cómo sabías que estaría aquí?
—No lo sabía. Pero lo supuse.
—No tendrías que haber venido.
—¿Y qué querías que le dijera a tu madre? A ella, que está en el hospital, aguantando el dolor y llorando todo el día por haber perdido a nuestro hijo. ¿Qué querías que le respondiera cuando me preguntara por qué no ibas a visitarla? ¿Qué querías que le dijera cuando llegara a casa y me preguntara dónde estaba su hija?
Me mordí los labios. No había pensado en que eso pudiera afectar a mi madre.
—Fiona, he venido hasta aquí por tu madre —dijo Harold, y me pareció reconocer en sus rasgos fofos algo que jamás había visto antes en él: determinación—. No se trata de ti ni de mí. Se trata de tu madre. Tienes que volver conmigo. Por favor. Se desesperará si no lo haces.
—Ya te tiene a ti —dije yo.
Harold hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—No puedes compararlo. Eres su hija. Su única hija. Y, bueno, ya te lo dije, al parecer seguirás siendo la única.
Había verdadero dolor en su voz. La pérdida de su hijo lo había dejado tocado de verdad, había hecho tambalear sus fundamentos. Era un Harold distinto al que yo había conocido: herido, desesperado, pero al mismo tiempo lo suficientemente fuerte para no dejarse vencer por el tremendo dolor que sentía. Yo había supuesto que se habría desplomado en un rincón y se habría entregado con desenfreno a tragar alcohol. En lugar de eso, estaba tan preocupado por el bienestar de mi madre que había subido a un tren en dirección a Scarborough, me había localizado y en ese momento estaba intentando que lo acompañara de vuelta. Sin embargo, yo no cedí a la ilusión de creer que no volvería a beber como antes, como había hecho hasta hacía poco. Lo que sí estaba claro era que tenía otra cara, y pude vérsela aunque solo fuera por un breve período de tiempo. Por primera vez sentí algo de respeto por él.
—¿Cómo te imaginas que será la vida aquí? —preguntó. Durante la cena había visto los profundos cambios que habían tenido lugar en la granja de los Beckett—. Quiero decir, que estaríais completamente solos Arvid y tú, aquí… ¡No puede ser!
—¡Brian también está aquí!
—¡Un niño! ¡Dios mío, Fiona! ¿En serio crees que tu madre podría tolerarlo un solo día siquiera?
Me sentí hundida. Los tenía a todos en contra: a mamá, a Harold, a Arvid. No tenía ninguna posibilidad.
Arvid entró en la cocina.
—¿Puedo tomar una taza de té? —preguntó.
Me alegré de poder volverme y accionar la palanca de la bomba de agua para llenar la tetera. De este modo los dos hombres no vieron las lágrimas que se acumulaban en mis ojos.
—Mañana tiene que regresar conmigo a Londres —dijo Harold.
—Estoy de acuerdo —dijo Arvid.
Puse la tetera en el fuego de la cocina. La mano me temblaba ligeramente.
—Mi esposa… la madre de Fiona… no está muy bien —explicó Harold, que al parecer había conseguido de algún modo ganarse la confianza de Arvid—. Acaba de perder un hijo. Nuestro hijo. Tenía que nacer en verano.
—Lo siento —dijo Arvid, incómodo.
—Sí. Ha sido terrible, terrible.
Harold se secó la frente de nuevo con el pañuelo. Yo estaba sorprendida: había una buena temperatura en la cocina, pero ni mucho menos hacía demasiado calor. Más tarde comprendería por qué Harold sudó tanto esa noche: por la abstinencia. A esas horas solía ir ya bastante cargado de alcohol. Su cuerpo reaccionaba a aquella desacostumbrada abstinencia con una intensa sudoración.
—Ahí tiene a otro chico —dijo Arvid. Señaló hacia la puerta de la cocina, por la que apareció Nobody, enfundado en un pijama de rayas algo mugriento—. El otro niño. ¡No sé qué hacer con él!