Pero Brian era distinto. Y yo era demasiado joven para comprender lo desamparado que estaba. Me limitaba a dejarme llevar por mis impulsos, de la compasión a la profunda irritación, y esa irritación era con diferencia el impulso más habitual que Brian provocaba en mí. De no haber sido tan afectuoso, de no haber tenido esa fijación conmigo, a pesar de su falta de raciocinio y de ser incapaz de hablar, tal vez me habría comportado de una forma algo más amistosa con él. De ese modo quizá me resultaba indiferente su raciocinio encapsulado y no había tenido la paciencia, la calma para enfrentarme a él durante más tiempo.
En cualquier caso, el comportamiento que tuve ese día me sorprendió tanto a mí misma que durante las semanas siguientes me esforcé algo más con él. La consecuencia de ello fue que Nobody se apegó aún más a mí, y yo a partir de entonces apenas encontré un solo momento para estar a solas con Chad, lo que no contribuyó precisamente a endulzar mis sentimientos por el chico.
En el mes de junio, Emma pudo abandonar la cama, delgada en grado sumo y con un aspecto que no era más que una sombra de lo que había sido. Aunque durante las primeras semanas necesitó mi ayuda muy a menudo, fue capaz de ocuparse de Nobody otra vez y yo pude escaparme a la cala casi a diario para estar a solas con Chad. A un mayo caluroso lo siguió un junio también caluroso y un julio que lo fue todavía más. Días despejados que olían a hierba y a flores, un mar azul zafiro a nuestros pies, largos atardeceres en los que el sol de poniente se convertía en un grandioso fuego que inflamaba el horizonte entero. La guerra quedaba muy lejos, yo vivía absolutamente ajena a ella. Si Chad no hubiera seguido insistiendo en su deseo de ir al frente, creo que incluso podría haberme olvidado de que en alguna parte había un campo de batalla, bombas, desgracias y lágrimas. Me sentía segura porque Emma no dejaba que Chad fuera a la guerra. Disfruté del verano más bonito de mi vida. Y eso no solo me lo pareció entonces. Hoy en día sigo pensando que fueron las mejores semanas de mi vida.
El 29 de julio de 1942 cumplí trece años. La carta que me llegó de mi madre acabó con todo: con aquellas despreocupadas semanas de verano, con ese amor de juventud, con la interminable libertad que tenía en la granja de los Beckett que, desde hacía ya tiempo, se había convertido en mi hogar.
Mamá me contaba en su carta que los bombardeos sobre Londres habían disminuido mucho y que no veía razón alguna para que yo siguiera viviendo a costa de los Beckett (así es como lo expresó, a pesar de que el gobierno pagaba un dinero por mi estancia en Yorkshire). Me decía también que a finales de agosto acudiría a recogerme y que me llevaría de vuelta a Londres. Que ya iba siendo hora de que conociera finalmente a mi padrastro.
Me vi sumergida en un abismo sin fondo. Lo que acabo de escribir, acerca de que el verano de 1942 fue el mejor de mi vida, cuenta solo hasta ese soleado último miércoles de julio. A partir de entonces se apoderó de mí la más absoluta desesperación.
El mes de agosto siguiente fue el peor de mi vida.
El 1 de septiembre llegué de nuevo a Londres. Durante el trayecto del tren no le dirigí la palabra a mi madre, y ella estaba tan furiosa por mi actitud que se mordió todas las uñas y al final ni siquiera me miraba. Fue un día soleado de finales de verano, pero incluso así Londres me pareció una ciudad fea, triste y absolutamente insoportable. En ese lugar la guerra era patente, por lo que me di cuenta de lo alejada que había estado de ella en Yorkshire. Casas destrozadas, escombros, calles arrasadas por incendios. La gente caminaba a toda prisa y con la cabeza gacha por las aceras, muchos de ellos vestían con harapos y parecían hambrientos. Desde la estación tuvimos que ir andando hasta nuestra casa, o mejor dicho, hasta la casa de Harold Kanes. Me había jurado a mí misma que jamás la llegaría a considerar mi hogar. En lugar del aroma del viento, de la sal y del heno, pasé a verme rodeada por el olor a gasolina y por el polvo. Mamá llevaba mi maleta, y yo cargaba con la bolsa en la que Emma me había empaquetado pan, carne y queso en grandes cantidades porque, según ella, en Londres escaseaban todas esas cosas; de hecho, no tardé en comprobar que tenía razón. Mi madre se había ofrecido, sin demasiado entusiasmo, para llevarse también a Nobody y «dejarlo en manos de las autoridades competentes», pero, como era de prever, Emma había rechazado la propuesta, horrorizada. Nunca había envidiado tanto a Nobody como el día en que se decidió que permanecería en ese entorno paradisíaco mientras a mí me tocaba despedirme del lugar con el corazón hecho pedazos. Él había llorado cuando mamá y yo lo dejamos en el patio, y cuando me volví para mirarlo pude ver que Emma le metía caramelos en la boca para consolarlo.
Chad estaba con las ovejas y no había vuelto a dejarse ver. En la víspera habíamos acordado que sería mejor de ese modo. Yo no quería llorar y habría sido incapaz de evitarlo si él hubiese estado allí, junto a su madre, mientras Nobody me decía adiós con la mano. Podía superarlo todo siempre y cuando la rabia me ayudara a mantener la cabeza fría. Su mirada solo habría contribuido a abrir una brecha en el dique.
Al ver el estado deplorable en el que se encontraba la ciudad, le dirigí la palabra a mi madre por primera vez ese día.
—¿Aquí no caen más bombas? ¡Pues parece como si no hubieran dejado de caer cada noche!
—¡Vaya —dijo mamá—. ¡Creí que se te había comido la lengua el gato!
Yo la miré, furiosa.
—Esos son los destrozos de los ataques de finales de mil novecientos cuarenta y de la primera mitad de mil novecientos cuarenta y uno —me explicó mamá—. Por el momento todo está tranquilo. Hace semanas que no tenemos ninguna alarma nocturna.
—Ajá —repliqué yo, malhumorada.
Fue inmaduro por mi parte, pero en ese momento deseé que durante la noche siguiente nos sobrevolaran pilotos alemanes a docenas para dejar caer sobre Londres varias toneladas de bombas. Entonces mamá habría tenido que reconocer su error y, absolutamente aterrorizada, mandarme de nuevo a Yorkshire.
Mi madre se detuvo para limpiarse la nariz, la tenía empapada en sudor. Mi maleta pesaba y esa tarde hacía bastante calor.
—Fiona, somos una familia. Harold, tú y yo. No está bien que nos comportemos como si no nos conociéramos.
—A tu Harold sí que puedo tratarlo como a un desconocido. Al fin y al cabo ni siquiera me ha visto todavía.
—Con más motivo, pues. Hace un año que es tu padre, y…
—Padrastro.
—Bueno, padrastro. Es importante que os llevéis bien, que encontremos la forma de vivir bien los tres juntos.
—¿Y si no la encontramos?
—La encontraremos. ¡Fiona, deberías estar contenta de tener una familia! Hay niños que lo han perdido todo por culpa de la guerra. ¡Piensa en el pobre Brian Somerville, a quien ya no le queda nadie en el mundo!
—Mejor no me hagas pensar en él —respondí yo, furiosa—, porque me moriré de envidia. A él le habéis permitido quedarse y a mí no.
Mamá pareció bastante herida al oír eso, pero en mi opinión era culpa suya. Recorrimos el resto del camino otra vez en silencio. Ese día hablando no habríamos conseguido entendernos.
El piso de Harold Kanes estaba en Stepney, en uno de los edificios más feos que había visto en mi vida. Un bloque de viviendas triste, gris, que quedaba hundido respecto de la calle y se encontraba entre otros dos que lo superaban en altura, puesto que tenían varios pisos más e impedían que la luz del sol llegara a la parte trasera. En la calle solo había una casa que hubiera quedado completamente derrumbada por las bombas; sin embargo, la onda expansiva había afectado a unos cuantos edificios cercanos, de los que había destrozado las ventanas, ya que por todas partes se veían horribles construcciones improvisadas con planchas de plástico y tablones de madera. La calle era muy estrecha y oscura, incluso en un día soleado como aquel. En invierno debía de ser un lugar desolador. Yo me había acostumbrado a la amplitud y a la libertad del Yorkshire rural. Tuve ganas de echarme a llorar.
Harold Kane ya estaba en casa cuando llegamos. Yo había tenido la esperanza de que estuviera en el trabajo para poder ver primero el piso y empezar a aclimatarme antes de conocerlo, pero no fue posible. En lugar de eso, nos abrió la puerta del cuarto piso, después de que mamá y yo subiéramos jadeando los empinados y oscuros escalones de las cuatro plantas cargadas con la maleta y la bolsa. Harold era gordo y tenía la cara rojiza, con un aspecto enfermizo que en ese momento yo ignoraba que era a causa del alcohol. Me pareció feo y desagradable. Fue odio a primera vista.
—Así que tú eres Fiona —dijo mientras me tendía la mano para saludarme—. ¡Bienvenida a Londres, Fiona!
Se esforzó por ser amable, pero yo no me fié de él. Mi olfato me decía que la idea de llevarme allí no podía haber sido suya, sino de mi madre. ¿Qué iba a hacer él con esa chica de trece años que acababa de aterrizar de repente en su intimidad conyugal? Hacía tan solo un año que mi madre y él habían empezado una nueva vida juntos. No creo que pudiera verme más que como a una entrometida.
El piso era muy pequeño y lo había amueblado de forma bastante miserable. Incluso nosotras, que jamás habíamos tenido mucho dinero, habíamos vivido en pisos mejores. Tenía dos habitaciones y un pequeño cuarto, y todos daban a la parte de atrás donde se erigía el edificio colindante, tan cerca que tenías la impresión de poder sacar la mano por la ventana y tocar las paredes. Respecto al sol del atardecer que seguía brillando fuera, no estaba presente en absoluto; habría dado igual que hubiera sido un nuboso día de noviembre en lugar de aquel soleado inicio de septiembre.
La primera habitación la utilizaban como cocina; la segunda, como dormitorio para mamá y Harold. El cuarto pequeño, tal como supuse nada más verlo, me lo reservaban a mí. Cabían una cama y un armario estrecho, con lo que la estancia se veía llena a rebosar. Apenas podía darme la vuelta allí dentro.
—¿Y dónde se supone que haré los deberes de la escuela? —pregunté, furiosa.
—En la mesa de la cocina —respondió mi madre mientras se esforzaba por fingir despreocupación y buen humor—. ¡Allí tienes espacio suficiente y nadie te molestará!
En ese momento tuve que controlarme para no echarme a llorar. Todo era mucho peor de lo que había imaginado. Y no es que yo fuera una niña mimada. En la granja de los Beckett las habitaciones también eran pequeñas y oscuras, la casa no era nada del otro mundo y el dormitorio que yo había tenido allí, para ser sinceros, solo era un poco más grande que ese pequeño cuarto. Pero en los días soleados el sol entraba radiante por todas las ventanas y se veían los campos casi infinitos que se extendían hasta el horizonte, donde se fundían con el cielo. Desde una de las habitaciones del piso de arriba que daba a una hondonada de la colina, incluso se divisaba el mar. En Yorkshire había tenido una sensación de libertad desmesurada. En ese piso, sin embargo, me sentía como enterrada en vida, como encerrada tras los muros de una prisión.
—Yo me paso el día entero en el astillero —dijo Harold en lo que pareció un intento de consolarme— y tu madre tampoco está en casa, siempre está limpiando en un sitio u otro a pesar de no estar obligada a hacerlo. Tendrás todo el piso para ti sola.
—Ese dinero puede venirnos bien —dijo mamá.
—Pero también podríamos salir adelante sin él —replicó Harold.
Tuve la sensación de estar presenciando una riña habitual. Al parecer, el hecho de que mamá trabajara limpiando era una cuestión espinosa.
—Siempre estaríamos pasando apuros —dijo ella.
Empecé a preguntarme seriamente por qué se había casado con aquel hombre. No era atractivo y era evidente que tampoco le sobraba el dinero. ¿Qué demonios había visto mi madre en él? A mí me parecía que ella era una mujer bastante atractiva, que podría haber encontrado algo mejor que aquel saco de grasa. Mi difunto padre quizá fuera un borracho y un irresponsable, pero había sido un hombre guapo. Recuerdo que cuando era niña a menudo me sentía orgullosa cuando paseaba con él por la ciudad y veía las miradas que le lanzaban las demás mujeres. No había duda de que a Harold esas cosas no le ocurrían.
¿Mi madre estaba con él por necesidad?
Ahora que ha pasado tanto tiempo, naturalmente, me resulta más fácil comprenderlo.
Tal como son las cosas hoy en día, con unos treinta y cinco años mi madre aún se consideraría joven, pero por aquel entonces el criterio era distinto y se asumía que ya tenía una edad. Era viuda, tenía una hija y carecía de dinero. No quería quedarse sola para el resto de su vida, pero en su situación tampoco es que tuviera a los hombres haciendo cola para llamar a su puerta. En especial porque la mayoría de los hombres de su edad estaban luchando en el frente y no tenían ocasión de salir a pescar esposa. Mamá siempre había sido una persona muy pragmática. Había visto en Harold Kane una oportunidad, quién sabe si la última que se le presentaría, y se había aferrado a ella. En ese punto estaba decidida a hacer cuanto pudiera por sacar el máximo partido a la situación. El problema era que yo también tenía que participar en el juego y no sentía más que la necesidad de rebelarme ante ello.
Para cenar, comimos patatas y carne. La carne era tan fibrosa que te pasabas el rato quitándote los hilillos que te quedaban entre los dientes, mientras que las patatas las encontré absolutamente pasadas. Mamá se dio cuenta de que no me gustaba.
—Seguro que en el campo comías mejor —dijo y, por primera vez desde que me había ido a buscar a Staintondale en contra de mi voluntad, su tono de voz había perdido algo de aquel tinte de disculpa que había tenido al principio—. Aquí, en la ciudad, estamos pasando dificultades económicas por culpa de la guerra.
Yo no respondí nada. ¿Qué podría haberle dicho de todos modos? No era solo la comida, es que todo había sido mejor en el campo, simplemente. Estaba oscureciendo. A esas horas habría bajado a la cala para encontrarme con Chad. Nos habríamos abrazado, habría notado los latidos de su corazón acompasados con los del mío. Nos habríamos contado cómo nos había ido el día y luego habría tenido que escuchar una rabiosa perorata acerca de lo mucho que él ansiaba participar en la guerra…
Empujé mi plato para apartarlo. Pensar en Chad era demasiado para mí, y me vi incapaz de tragar ni un solo bocado más.
Por lo demás, pude comprobar que Harold no comía mucho aunque sí bebía cerveza en grandes cantidades. Más de lo que podía ser bueno. Su cuerpo abotargado a buen seguro era producto del alcohol y no de las más que mediocres dotes culinarias de mi madre. ¡Otro alcohólico! Por aquel entonces todavía no era capaz de realizar determinadas consideraciones psicológicas; de lo contrario, es muy probable que hubiera tenido claro que había una constante fatal en la vida de mi madre que se repetía continuamente: su padre había sido alcohólico, igual que su primer marido y, ahora, su segundo marido. Tenía propensión a los borrachos y al parecer no conseguía salir de esa espiral. Yo era capaz de comprender que, respecto a eso, ella no fuera más que prisionera de sí misma. Incrédula, no hacía más que preguntarme: ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué Harold Kane?