—¡Brian no me suelta! —chillé.
Un padre que estaba justo detrás de nosotros subió a su hija al vagón. A continuación, me agarró a mí con un brazo y a Brian con el otro y un segundo después ya estábamos dentro del tren.
—¡Cerramos las puertas! —gritó el revisor.
Recorrí rápidamente el pasillo tirando de Brian, que no me soltaba ni por un instante.
¡Bien hecho, mamá! ¡A ver cómo lo hago yo ahora para deshacerme de él!
—¡Eres lo peor! —lo abronqué—. ¡Tú no deberías estar aquí! ¡Te van a mandar de vuelta enseguida!
Él me miró fijamente con sus grandes ojos. Me llamó la atención lo blanca que era su piel y la claridad con la que se le vislumbraban las venas azuladas en las sienes.
No llevaba cartelito, ni maleta, ni máscara de gas. No estaba en ninguna lista. Lo mandarían a Londres de nuevo en un santiamén. Pero no era culpa mía. No había podido evitar que aquel desconocido nos hubiera subido al tren a los dos.
Encontré un asiento libre en uno de los bancos de madera y me agolpé entre el resto de los niños. Brian intentó subirse a mi regazo pero se lo impedí de un empujón. Finalmente se quedó de pie junto a mí.
—No seas tan desagradable con tu hermano pequeño —me reprendió una chica de unos doce años que estaba sentada frente a mí mientras se zampaba un delicioso bocadillo de embutido.
—No es mi hermano —repliqué yo—. ¡De hecho no lo conozco de nada!
El tren se puso en marcha. Tuve que esforzarme en tragar saliva para no romper a llorar. Había muchos chiquillos llorando, pero yo no quería ser como ellos. El sol todavía no había conseguido abrirse paso entre la niebla. Era un día gris y oscuro. Y mi futuro no prometía ser mucho mejor. Gris, oscuro y tan incierto como si estuviera cubierto también por aquella niebla espesa e impenetrable.
Supuse que había llegado el momento de despedirme de mi infancia. Sin derramar una sola lágrima, pero con una gran pena en el corazón, le dije adiós.
Llegamos a Yorkshire por la tarde. El trayecto fue muy confuso, porque nuestro tren se detuvo inesperadamente a casi tres kilómetros de Londres y tuvimos que aguardar unas tres horas antes de emprender la marcha de nuevo. Las bombas de la noche anterior habían derribado un par de árboles grandes y tal como habían caído bloqueaban las vías, pero cuando llegamos al lugar ya habían empezado los trabajos para retirarlos y para reparar los desperfectos. Las enfermeras y las maestras que nos acompañaban pusieron bastante empeño en tranquilizarnos y en mantener a raya nuestro mal humor: algunas de ellas organizaron juegos en pequeños grupos mientras otras repartían hojas de papel y lápices para que pudiéramos dibujar. Finalmente, el sol consiguió romper la barrera de niebla y bañar el paisaje otoñal con su tenue luz. Nos hicieron bajar para estirar las piernas. Algunos niños se pusieron enseguida a jugar a corre que te pillo, otros se acurrucaron bajo los árboles y empezaron a escribir las primeras cartas que mandarían a sus padres. También hubo los que seguían llorando. Yo me aparté un poco del grupo y desenvolví el pan que me había dado mi madre para comer un poco.
Brian iba pegado a mí como si fuera mi propia sombra. No me quitaba los ojos de encima, aquellos ojos grandes y horrorizados. Su presencia me resultaba inquietante y molesta, y si bien al principio estaba contenta de que no hablara, aquel mutismo absoluto acabó por irritarme.
—¿Es que no sabes decir nada de nada? —le pregunté.
Él se limitaba a mirarme fijamente. De algún modo terminó por despertar mi compasión. Al fin y al cabo acababa de perder a toda su familia y lo habían metido en un tren con destino a Yorkshire, y además por error. Daba la impresión de que era una especie de animalito perdido. Pero yo tenía once años, estaba desconcertada y sentía demasiado miedo y demasiado dolor por el hecho de haberme separado de mi madre. ¿De dónde iba a sacar la energía necesaria para ocuparme de aquel ser desvalido? Si a duras penas tenía alguna idea de cómo me las arreglaría yo sola.
Le di un pedazo de pan que se dedicó a masticar lentamente, pero todavía sin quitarme los ojos de encima.
—¿No podrías dejar de mirarme de ese modo? —le espeté, enervada.
Como era de esperar, Brian no respondió nada. Y naturalmente, tampoco dejó de mirarme. Le saqué la lengua, pero eso no pareció afectarle lo más mínimo.
Cuando llegamos a Yorkshire, empezaba a oscurecer. No tardaría en caer la noche y aquel paisaje campestre desaparecería entre las sombras. Ya hacía un buen rato que el sol se había despedido de nosotros cuando entramos en la estación de Scarborough. Bajamos del vagón con los huesos entumecidos y empezamos a tiritar a causa del frío que hacía aquel atardecer de otoño. La animada conversación que habían mantenido durante todo el rato los más resistentes quedó acallada de repente y fue sustituida por la tremenda añoranza que se apoderó de todos por igual. Creo que, si les hubieran dado a elegir, absolutamente todos los niños habrían preferido pasar las noches siguientes en los refugios antiaéreos, siempre que hubieran estado acompañados por sus respectivas familias. Más adelante, ya mayor, leí muchas disertaciones sobre las evacuaciones de niños. Hay estudios científicos y tesis doctorales acerca de ese tema, y casi todos coinciden en afirmar que el trauma por el que pasaron muchos niños debido a la súbita separación de sus padres, o por los malos tratos inflingidos por las familias de acogida, fue mucho peor y repercutió más en sus vidas que la experiencia, sin duda muy traumática también, de los bombardeos nocturnos.
Por mi parte, puedo decir que jamás en mi vida me he sentido más miserable, triste y desvalida que cuando llegué a aquel lugar desconocido en el que me aguardaba un destino todavía incierto.
Un hombre estaba esperando en el andén, hablando con aquella antipática enfermera que ya se había mostrado desagradable conmigo en Londres y que, al parecer, era la máxima responsable de nuestro grupo. Nos hicieron formar una fila, de dos en dos. Brian eliminaba cualquier posibilidad de que pudiera darle la mano otro niño, puesto que nada más bajar del tren volvió a pegarse a mí. Parecía como si fuera mi hermanito pequeño. Pero bueno, pensé, por poco tiempo. Como máximo a la mañana siguiente lo mandarían de vuelta a Londres.
Casi lo envidiaba por ello, aunque luego caí en la cuenta de que no habría ninguna madre esperándolo en Londres, igual que me ocurría a mí. Si lo que la señora Taylor había dicho era cierto y ya no tenía parientes vivos, Brian iría a parar a un orfanato.
Pobre diablo, pensé.
Seguimos a aquel hombre y atravesamos el edificio de la estación hasta llegar a un aparcamiento de autobuses, donde ya nos esperaban varios vehículos. Nos hicieron subir y no me pareció que fuera muy importante si acababas en un autobús o en otro. Fueron muy pocos los niños que, puesto que aparecían en una lista especial, fueron mandados a sus autobuses correspondientes. Como se demostraría más tarde, se trataba de los afortunados que serían alojados en casa de parientes, por lo que ya sabían de antemano cuál sería su paradero, mientras que para el resto de nosotros era toda una incógnita. Nos pusimos rumbo a varios pueblos, la mayoría de ellos de interior. El autobús al que fui a parar yo, con Brian aferrado a mi mano, era el único que se acercó a la costa para distribuir a sus ocupantes por los alrededores de Scarborough. La población de Scarborough en ese momento ya no se consideraba una
reception zone
, una zona de acogida, pero los pueblos de los alrededores habían sido autorizados para ello por una mera cuestión de necesidad urgente.
Del mismo modo que nadie había controlado quién subía a cada autobús, a nadie le extrañó que me acompañara un niño que no llevaba el cartelito con el nombre ni equipaje de ningún tipo. Simplemente nos metieron prisa, por lo que ni siquiera pensé en la posibilidad de hablar con un adulto. Puede parecer extraño que yo no estuviera en condiciones de actuar como es debido, pero hay que tener en cuenta lo asustada e insegura que me sentía en esos momentos.
Cuando salimos de la ciudad y empezamos a circular por el campo en el autobús se hizo un silencio absoluto, a excepción del débil llanto de dos niñas pequeñas que intentaban, en vano, contener los sollozos. Pero nadie decía nada. Todos tenían miedo. Estaban cansados y hambrientos. Creo que a la mayoría de ellos les pasaba lo mismo que a mí: teníamos tanto miedo de romper a llorar que ni siquiera abríamos la boca.
Yo iba con la cara pegada al cristal. Aún podía distinguir algo en aquel paisaje fantasmal. No había casas. Había colinas, pocos árboles. En algún lugar debía de estar el mar. Me hallaba muy lejos de Londres.
El autobús se detuvo de repente al borde de la carretera y quedé desconcertada al oír que nos hacían bajar. ¿Aquí? ¿En medio de la nada? ¿Entre los pastos? ¿Íbamos a pasar la noche en mitad del campo?
Tras haber bajado y habernos colocado de nuevo en fila de dos en dos, a cierta distancia vi el reflejo de una luz. A medida que nos acercamos a ella empezó a vislumbrarse con más claridad el contorno de unos edificios sumidos en la oscuridad. Dos o tres casas de una planta que parecían haber sido construidas al azar en medio de la nada. Al menos prometían la posibilidad de ofrecernos luz y sobre todo calor, puesto que hacía bastante frío y yo me estaba congelando con el vestido de verano, la chaqueta de punto y aquellos calcetines que me caían continuamente.
Nos mandaron que nos detuviéramos justo frente a los edificios. Lo que conseguí vislumbrar me pareció algo así como un minúsculo colmado con una casa de dos plantas al lado. Una de las enfermeras nos dijo que esperáramos fuera y nos quedamos en un prado que había frente al almacén. Aunque tampoco habíamos caminado mucho, la mayoría de los niños se sentaron en el suelo cubierto de rastrojos, que ya estaba empapado por la humedad de la noche. Estábamos todos agotados. Agotados de tener miedo.
El frío que sentía era casi insoportable, por lo que abrí la pequeña maleta y saqué aquel jersey cuyas mangas me quedaban tan cortas y me lo puse. Saqué también un par de calcetines que mamá había tejido para mí para ponérmelos por encima de los otros con la esperanza de poder calentarme un poco los pies, los tenía helados. Entonces me di cuenta de que Brian ni siquiera llevaba calcetines, por lo que me sacrifiqué de mala gana y le ofrecí mi nuevo par. Le quedaban demasiado grandes, pero puesto que tampoco llenaba los zapatos conseguimos meter en ellos toda la lana sobrante. Supuse que había heredado esos zapatos de alguno de sus hermanos mayores, porque ni siquiera se aproximaban a una talla adecuada para su tamaño. Por primera vez desde que habíamos abandonado Londres, desvió los ojos de mí y se quedó mirando los calcetines con una expresión casi devota.
—¡No son un regalo! ¿Me oyes? ¡Quiero que me los devuelvas! —le advertí.
Brian no hacía más que acariciar la lana tejida.
La puerta del pequeño almacén se abrió, así como las puertas del edificio contiguo, y de ellas salieron unos cuantos adultos. Todos parecían nerviosos e irritados y se dirigieron a nuestros acompañantes con cierta agitación. Por lo que pude captar, estaban enfadados por el retraso con el que habíamos llegado, puesto que habían calculado que nuestro tren llegaría mucho antes a Scarborough y con él nosotros, y les había molestado tener que esperar medio día en ese lugar tan aislado.
Una niña que estaba sentada junto a mí me dio un codazo.
—Son las familias que han venido a recogernos —siseó—. ¡Las familias de acogida!
—Ya me lo imaginaba —respondí con tono arrogante.
Ella me examinó con una fugaz mirada de soslayo.
—A mí me acogerá mi tía. ¿Y a ti?
—No lo sé.
Su mirada pasó a ser compasiva.
—¡Pobre!
—¿Por qué? —quise saber. Me esforcé en que mi voz siguiera sonando algo altiva, pero la verdad es que la procesión iba por dentro.
—Bueno, se cuentan historias tremendas —dijo la niña con cierto tono sensacionalista—, puedes ir a parar a familias terribles. Igual te toca trabajar duro todo el día y apenas te dan de comer. Además, te maltratan. Horroroso, vaya. He oído hablar de un caso en el que…
—¡Menuda bobada! —la interrumpí.
Sin embargo, por dentro debo admitir que estaba horrorizada. ¿Y si tenía razón? ¿Y si me esperaba un verdadero infierno? Pues si es así, me escaparé, empecé a planear. ¡Y aunque tenga que llegar a Londres a pie, no pienso quedarme en un sitio en el que me traten mal!
Los adultos se habían colocado frente a nosotros y una de las enfermeras empezó a leer la lista con nuestros nombres. Cuando llamaban a un niño, este tenía que dar un paso adelante y se le asignaba su nueva familia. Era evidente que la máxima prioridad eran los parientes, pero en algunos casos parecía como si se hubieran efectuado acuerdos y asignaciones de antemano, sin que hubiera relaciones de parentesco de por medio. Yo esperaba desde lo más hondo de mi corazón que fueran motivos realmente honrados, la voluntad de ayudar y la compasión, los que empujaban a aquella gente a acogernos, pero también tenía serias dudas al respecto. Tía Edith me había contado que las familias que acogían a los niños evacuados lo hacían a cambio de un dinero que les ofrecía el gobierno. Recuerdo que mi madre se había enfadado al oírlo y le había reprochado a tía Edith que hubiera hablado más de la cuenta. No había querido que me enterara de lo del dinero, porque eso ponía en duda las intenciones aparentemente sinceras de las familias de acogida.
Llamaron a la niña que estaba sentada a mi lado y esta se levantó a toda prisa para lanzarse dando gritos de alegría a los brazos de una joven que la recibió con un abrazo y los ojos colmados de lágrimas. Era su tía. Envidié profundamente a esa niña. Antes jamás me había planteado por qué no tenía más parientes, aparte de la tía Edith y su prole en Londres, pero en ese momento percibí esa circunstancia como una dolorosa carencia en mi vida. ¡Qué bonito habría sido poder dar un abrazo a alguien que me conociera y me quisiera!
En lugar de eso, ahí estaba yo, sentada en medio de la oscuridad, en una tarde de noviembre, alumbrada solo por la débil luz de unas cuantas lámparas de aceite, en un campo en alguna parte de Yorkshire, lejos de todo lo que conocía, sin la más mínima idea de lo que me deparaba el futuro. Y a mi lado, un niño pequeño traumatizado que no paraba de acariciar los calcetines que le había puesto y que parecía decidido a no apartarse de mi lado nunca más. Entonces fue cuando la gente que aún no había recibido a ningún niño se acercó a nosotros, a los que todavía no nos habían llamado, y recorrió las filas lentamente, iluminándonos con linternas o con lámparas de mano, antes de decidir a quién querían acoger. Nos examinaban, nos valoraban y al cabo nos rechazaban o nos elegían. Todavía hoy, mientras escribo esto, me doy cuenta de lo pequeña, humillada, expuesta y desprotegida que me sentí. En la actualidad, algo así sería impensable. En la Inglaterra del siglo XXI es imposible imaginar a unos niños expuestos en fila en medio de un campo casi como si se tratara de un mercadillo. Pero sucedió en la excepcionalidad de aquellos años. La fuerza con la que los bombardeos alemanes caían sobre Londres había sorprendido a todo el mundo y el número de víctimas superaba incluso los pronósticos más temidos. La defensa aérea de la capital británica era bastante precaria y se había mostrado ineficaz. La idea de tener que mandar a los niños al campo para protegerlos, daba igual cuales fueran las circunstancias, tenía prioridad absoluta. No había tiempo para organizarlo todo a la perfección. No había tiempo para pensar en los efectos que eso tendría sobre la mente de los chiquillos. Deberían aguantarlo como pudieran.